En el tercer piso del Hotel de los Inmigrantes, Michelangelo Pistoletto recorre una estructura laberíntica de madera basada en pórticos que llevan los nombres de todas las actividades de la sociedad contemporánea. Cada uno de los pórticos representa una forma conocida de su obra: El signo del arte, una abertura que remite al Hombre de Vitruvio, de Leonardo da Vinci. El elegante piamontés, de 85 años de edad, dice que ese es el ingreso de todas las personas al arte, cuya función primordial debería ser hoy conectar todas esas actividades.

La instalación que lleva el nombre Porte Ufizzi está en proceso, y en sus espacios se incluirán esculturas y objetos de todas las épocas del artista que viajan directamente de Italia a Buenos Aires. Con esta obra estará completo el circuito Pistoletto, que abarca varios lugares de Buenos Aires y es la máxima apuesta de la Bienalsur 2019, que organiza Muntref.

El artista intervendrá el Museo Nacional de Bellas Artes, el Museo de Arte Decorativo, la Embajada de Italia y la zona del Riachuelo cercana al Museo Quinquela Martín. En estos espacios se verán al menos tres obras clásicas de este mito viviente del arte contemporáneo de Italia, uno de los pilares del arte povera, marca de la península en los sesenta: Verene degli stacchi (Venus de los trapos)Segno arte (Signo del arte) y Terzo Paradiso (Tercer paraíso). Pistoletto habló con La Nación en una de las salas del Hotel de los Inmigrantes (donde se dice que habita un fantasma) y aclaró que su nombre no fue un homenaje de su padre a Buonarotti, sino la contracción de los nombres de sus abuelos: Michele y Angelo.

Usted trae a Buenos Aires tres obras históricas de su producción, como son Venus de los traposSigno del arte y Tercer paraíso. ¿Cuál diría que es el concepto común por detrás de las tres?

─En principio, todas tienen que ver con la identidad del ser humano. El tercer paraíso es un símbolo del pasaje de nuestra primera estadía en el universo, ese primer paraíso, donde estábamos en contacto con la naturaleza, y este presente en el que hemos sido capaces de crear un paraíso artificial. Ese es el conflicto: lo natural y lo artificial. Y como artista propongo un equilibro y la creación de un tercer paraíso donde se integren ambos. Con las otras obras es lo mismo. La Venus de los trapos, que hice por primera vez en 1967, funciona con la misma lógica. Es la conexión de dos extremos. Uno es la memoria a través de la historia, la idea de la belleza representada por la Venus clásica, y otra es el movimiento del presente consumiéndose representado por los trapos. El rudimento de una modernidad que se autoconsume. El ideal de la belleza y el contraideal de los desechos: la dualidad para crear una tercera situación. Ese es el principio de todo: la creación existe por la combinación de dos elementos diferentes. Un ser nuevo nace del encuentro de un ser femenino y masculino. La dualidad está en el centro de toda la creación.

─En el Museo de la Inmigración también va a realizar una obra con espejos. Los espejos han sido parte de su producción desde siempre. ¿Qué le dice a usted el espejo hoy, cuando se mira?

─No me pasa nada cuando me miro al espejo. Los espejos aparecieron para mí como una investigación sobre las representaciones de la pintura, específicamente de la pintura italiana, bizantina, romana, renacentista. Los utilicé en función de hacerme la pregunta ¿qué soy yo? ¿Por qué existo? Esta búsqueda de identidad empezó en los años cincuenta con el autorretrato. Para pintarme, necesito verme; para verme, necesito un espejo.

─La Venus de los trapos es junto con los iglúes de Mario Merz uno de los mayores íconos del arte povera. ¿Por qué ese movimiento fue tan fuerte en Italia?

─Fue un movimiento que especialmente se desarrolló en Turín. Pero povera no es por pobre, por no tener dinero, sino por la eliminación en la obra de todo lo inútil, de todo lo superfluo. Es una concepción fenomenológica de base. Fue una cosa muy distinta del minimalismo estadounidense, por ejemplo. El arte povera no es minimalista; es radical. Tiene que ver con la raíz de las cosas, con el contacto directo. Yo puedo decir que me siento un poco responsable de ese movimiento. Antes de que se hablara de arte povera yo formaba parte del pop de Nueva York. Warhol, Dine, Liechtenstein y demás. El único que no era estadounidense era yo. Como ellos, antes yo trabajaba sobre la realidad objetiva. Pero el pop neoyorquino era la exaltación del sistema de consumo como verdad universal y objetiva. Mi objetividad no se limitaba a eso. Mi espejo era el espejo del mundo, no el del afiche de Coca-Cola o del cómic.

─¿El povera cuestionaba ese aspecto del pop?

─Sí, lo cuestionaba. Leo Castelli, el marchand de los pop, quería que yo me fuera a vivir a Estados Unidos y fuera parte de su familia. «Olvídate de Europa», me decía. Pero yo no podía traicionar mi propia identidad. La universalidad no es ni americana ni italiana, es universal. En Estados Unidos era considerado un producto, una marca. Esto no tenía nada que ver con mi idea de la autonomía del arte. Entonces, en el 65, empecé con lo que Germano Celant llamaría povera. Una obra que podía influenciar el sistema y no ser influenciada por el sistema. Una nueva autonomía del arte. Nuestra discusión era por crear un lugar de artista que no estuviera en función del poder. El expresionismo abstracto y todos los lenguajes abstractos e incluso el principio del pop eran una revuelta del artista contra la historia de la sociedad. Pero este signo individual de libertad terminó representando al liberalismo económico. Como el arte no cambió al mundo el mundo terminó cambiando al arte. La revolución estética no cambió al mundo. Y ahora el cambio debe ser profundamente ético. Estamos es un mundo que pide ser transformado a gritos: ¡transfórmame!

─¿Y qué le queda al arte?

─Yo sigo creyendo en esa conquista de la libertad del arte de los años cincuenta. Es fabulosa. Pero la idea de libertad necesita ser acompañada por una profunda responsabilidad. Y tenemos que saber que el arte es de todos, no solo de los artistas.


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