El universo mágico de Gabriel García Márquez lo habitan seres y paisajes reales. Están en el suelo del departamento colombiano de Magdalena, una tierra caliente que huele a banano y a guayaba, y en donde la Sierra se erige como guardiana de sus tradiciones. Y como en toda historia hubo un lugar de nacimiento: Aracataca,

La humedad aquí es vaporosa: del suelo brota el calor como un espanto. Hay 38 grados centígrados en Aracataca y humedad de 60%. La estación del tren del pueblo consta de una casa blanca abandonada y un espacio cubierto que hoy ampara del sol a un grupo de niños. “¡Tren! ¡Tren!”, gritan en coro. Su maestra pide paciencia.

El “pata’e hierro” se balancea sobre los rieles, y niños y adultos se detienen para verlo pasar. El ambiente toma forma de una historia ya contada: la de la fascinación de los cataqueros cuando Aureliano Triste saludó “con su mano desde la locomotora y vieron hechizados el tren adornado de flores que por primera vez llegaba con ocho meses de retraso”.

Los Cien años de Soledad empiezan aquí. O terminan aquí. O, por lo menos, pasan por aquí. Difícil tarea la de ponerse de acuerdo con los herederos de Gabo sobre el origen de Macondo. Para algunos, es una vereda ubicada en la Zona Bananera. Otros dicen que es la tierra del Nobel, Aracataca. Unos más lo ubican en Ciénaga Grande. Lo que se sabe es que el legado de García Márquez perdura, que vive a través de los relatos transmitidos por la gente de esta tierra que es un destino atractivo para los seguidores del realismo mágico.

“Este es un pueblo que, poco a poco, pretende vivir del turismo”, explica Ronald Blanco, guía de la zona y quien se ha encargado de atraer visitantes desde hace siete años. Blanco habla mientras señala el monumento de Remedios la Bella, otro de los personajes míticos de la obra cumbre de Gabriel García Márquez. Ha pasado el mediodía y la imagen es poesía: dos adolescentes morenas con cabello negro trenzado están sentadas en las bancas que rodean el monumento. Mayerlis y Marcela tienen en su regazo una máquina de escribir y teclean cualquier palabra. Han salido del colegio hace poco. De Gabo saben que fue “alguien muy importante”.

García Márquez narró el progreso de Macondo: cómo se convirtió en un lugar con construcciones de ladrillo, donde lo único que permanecía de otros tiempos eran “los almendros polvorientos destinados a resistir a las circunstancias más arduas”. Y aquí están. Hay en Aracataca un Parque de los Almendros que ampara al pueblo del calor. Hoy está vacío. Solo hay un perro revolcándose en un charco de agua.

A pocas cuadras está el colegio Montessori, en donde Gabo hizo la primaria. Dicen que estuvo enamorado de su maestra. “Con el talento y la belleza de Rosa Elena Fergusson estudiar era algo tan maravilloso como jugar a estar vivos”, recuerda el guía de Recovecos Turismo, Carlos Duque, que escribió Gabo en Vivir para Contarla. Cierto o no, la construcción está aún erigida en el pueblo y se encarga de mostrar los años de la infancia de Gabo con mensajes y líneas de tiempo. Hoy, a través de una ventana se oye la voz de una maestra. Menciona el río Tucurinca, sus estudiantes repiten en coro: río Tucurinca.

Luego está el principal atractivo del pueblo: la casa en donde creció Gabo. Convertida en museo, recrea palmo a palmo los lugares en los que jugueteaba Gabito con el pasillo de begonias de fondo. La propiedad pertenecía a sus abuelos y fue demolida hace más de 40 años. Se reconstruyó a partir de varios testimonios entre ellos la autobiografía del Gabo: Vivir para contarla.


El hijo del telegrafista

El hogar de Gabriel Eligio García, padre de Gabo, es ahora el museo Casa del Telegrafista. Fue inaugurado en 2015 por Servicios Postales Nacionales 4-72 y el MinTIC; hoy cuenta con el apoyo de Fundepalma. Aquí trabajó y vivió Gabriel Eligio. Dicen que cuando llegó a Aracataca fue bien recibido por el coronel Márquez hasta que supo que estaba enamorando a su hija Luisa Santiaga. Le retiró sus afectos y envió a su hija a La Guajira. Pero no contaba con que el telegrafista la enamoraría a través de mensajes. El resto ya se sabe.

La jornada termina en el restaurante de Leo Matiz, con un almuerzo suculento: sopa de frijoles, pescado frito con patacones, ensalada y limonada de panela.


Zona Bananera. “Más de 48.000 hectáreas estuvieron sembradas con banano. Actualmente, quedan unas 7.000”, explica Ronald e indica las plantaciones que aparecen a lado y lado.

El municipio Zona Bananera ha visto la prosperidad y la muerte. En 1900 se estableció en esta región la compañía estadounidense United Fruit Company. Con la obsoleta idea de progreso, la empresa abrió vías y construyó casas de tres tipos para sus trabajadores: unas para capataces colombianos, otras para extranjeros y, finalmente, un condominio para los directivos de la empresa.

Aquellas construcciones perduran hoy como ruinas. A través de una trocha destapada, que se abre camino entre las plantaciones de banano y las palmas de corozo, se dibujan a ambos lados estas casas. Algunas, habitadas. Al final del recorrido están las que otrora fueron señal de lujo. Y en una de ellas hay un personaje que parece detenido en el tiempo.

La casa de Jorge Leal Molina luce como cualquier suburbio estadounidense. Tiene techo de ladrillo rojo terminado en punta, ventanas alargadas y un amplio jardín. Sí, luce como el sueño americano, solo que está a punto de caerse. Adentro hace un calor pasmoso.

Su casa es un anticuario. Fotos de sus padres, documentos de la empresa, un televisor de la década de los sesenta, recuerdos de su infancia. Jorge cuenta que su padre, Urbano Leal Mancilla, trabajó con la United durante 37 años como jefe de exportación. Él y sus hermanos disfrutaron todos los privilegios de la compañía hasta 1928, cuando más de 100 personas fueron asesinadas en la plaza de Ciénaga. Luego de la masacre, que ha sido ampliamente documentada con vaivenes entre realidad y ficción, la compañía fue expulsada de Colombia. Para los ojos curiosos quedan los rezagos de una época histórica.

El recorrido finaliza junto a las vías del tren, en la finca Neerlandia. “Dicen que el nombre viene de Netherlands, pero que lo adaptaron a Colombia”, explica Ronald. En esta finca se firmó el tratado de paz que puso fin a la Guerra de los Mil Días, en 1902. En la actualidad funciona la empresa del Grupo K-David, que embala racimos de banano para el consumo nacional.

Hay algo común en estas regiones: la necesidad de reafirmar identidades, de recordar y de contar quiénes son, de dónde vienen.

La Ciénaga Grande. Es otro día y el cielo anuncia tormenta. “En Barranquilla debe estar lloviendo”, dice Álvaro Fernández, director de la empresa Turismerk, a bordo de una lancha que se abre paso en medio de la Ciénaga Grande.

El experto en turismo habla con la sinfonía de los pájaros como banda sonora. Señala manglares negros, rojos y amarillos, formaciones vegetales que extienden sus raíces hasta el suelo y son hogar de un sinnúmero de aves, alcatraces y reptiles.

Soñada, esta tierra no sería la misma: con sus casas clavadas en medio del agua, los niños que atraviesan rutas de un lado a otro y los alcatraces que se estrellan contra el agua para pescar, se convierte en el escenario perfecto para una historia de realismo mágico.

Así lo fue para Gabo en Cien años: “La primera vez que llegó la tribu de Melquíades vendiendo bolas de vidrio para el dolor de cabeza, todo el mundo se sorprendió de que hubieran podido encontrar aquella aldea perdida en el sopor de la ciénaga, y los gitanos confesaron que se habían orientado por el canto de los pájaros”.

Se necesitan tres horas para recorrer con calma la Ciénaga Grande. Para llegar hasta la isla de los alcatraces, donde las aves, ciegas de tanto estrellarse contra el agua, mueren atrapadas entre los manglares. Y para entender por qué esta tierra inspiró historias que hoy seguimos contando.

La Ciénaga. No se ponen de acuerdo. El guía y Francisco Galindo, promotor de turismo de la Alcaldía de Ciénaga, andan en disputa por la verdadera historia del caimán que se comió a Tomasa. En lo que sí coinciden es en la fecha: cada 20 de enero se celebra el Festival Nacional del Caimán Cienaguero, con danzas y desfiles que recuerdan la historia.

Ciénaga es un pueblo declarado Patrimonio. Sus casas de colores y una plaza recién terminada están llenas de historias, de cuentos, de relatos sobre las bananeras. Ronald recuerda que “por aquí entraron los gitanos, el hielo, el acordeón, todo lo que se comercializaba en esta región. La Ciénaga además tenía peces de agua dulce y de agua salada”.

Hoy se habla de sus cuatro aguas. El pueblo tiene el mar Caribe, varios ríos, una parte de la Sierra y aguas termales. Además, está el malecón y una playa que sirve de descanso para turistas y amantes del sol y la arena.

También el municipio forma parte del imaginario de Gabo. En Vivir para contarla, el escritor describe esta población como “misteriosa”, situándola en su mundo personal: “La única manera de llegar a Aracataca desde Barranquilla era en una destartalada lancha de motor por un caño excavado a brazo de esclavo durante la Colonia, y luego a través de una vasta ciénaga de aguas turbias y desoladas, hasta la misteriosa población de Ciénaga. Allí se tomaba el tren ordinario que había sido en sus orígenes el mejor del país”.

Sierra Nevada. Si hay suerte, la Sierra se deja ver en el camino a Palomino. Hoy, este monumento natural, con una extensión de 17.000 kilómetros cuadrados, tiene poca nieve.

Gabriel Garavito, indígena kogui, pasea con su familia. Es hijo del mamo de la sierra. Abre las puertas de su casa y, orgulloso, muestra a su hijo recién nacido. Cuenta que en la mañana unos turistas le pidieron un recorrido por la zona, pero que no pagaban lo que él pidió. Se fueron solos.

Hay un camino que termina en Pozo Caimán, riachuelo que desemboca en el río Palomino. Esta trocha se recorre a pie durante 40 minutos. Monos aulladores, arañas e higuerones la acompañan. Algunos indígenas andan por ahí, prevenidos con los turistas. Alguno empuña una piedra cuando un fotógrafo apunta con su cámara. Para visitar esta tierra hay que saber que les pertenece.

Dijo Gabo: “La Sierra Nevada de Santa Marta parecía acercarse con sus picachos blancos hasta las plantaciones de banano de la orilla opuesta. Desde allí se veían los indios arhuacos corriendo en filas de hormiguitas por las cornisas de la sierra, con sus costales de jengibre a cuestas y masticando bolas de coca para entretener a la vida”.

A la salida de la Sierra, la lluvia anuncia el fin del recorrido. Queda atrás Macondo, tierra del calor, del banano, de los ríos y del agua. La tierra soñada que existe en el Caribe colombiano.


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