Me pregunto si vivimos el fin del castrismo. ¿Si es una ilusión, un viejo anhelo o una realidad difícil de creer después de tantos años?

El epílogo, dilatado y convulso, casi congelado, comenzó a escribirse hace una década cuando al mitológico y prepotente dictador cubano, aquejado por un inesperado e incontrolable golpe de salud, no le quedó más remedio que cederle (de a dedo, sin ni siquiera fomentar unas falsas elecciones como las que se orquestan en Venezuela) el poder de su país-finca a su hermano Raúl Castro.

Entonces algunos tuvimos la sensación de que Fidel Castro había empezado a morir. No sabíamos cuánto tardaría. Incluso, pudiera ser que más que presentir su fin necesitáramos confiar en esa idea. Creímos que solo nos quedaba esperar, y de pronto, el 25 de noviembre de 2016, recibimos la noticia como cuando se recibe una muy ansiada carta.

Aunque se tratase de una carta marcada.

La defunción del caudillo (que imaginábamos tal como ocurrió: de forma natural y sin pagar por sus culpas) hacía tiempo simbolizaba el comienzo del deceso del castrismo en una parte del imaginario popular. Ante la noticia era casi imposible no sazonar la ilusión de la cercanía del final de este increíble letargo de casi seis décadas.

Un suicidio colectivo al que Fidel Castro condenó a los cubanos –y luego a otros latinoamericanos– con una guerrilla de discursos seductores y delirantes, férreo adoctrinamiento, vigilancia las 24 horas del día, juicios sumarios, fusilamientos, presidio político, destrucción de las instituciones democráticas, exterminio de las libertades, mitos creados para sí mismo, promesas que jamás cumplió, dosis sistemáticas de pánico, división familiar, éxodos cíclicos, una maquinaria de propaganda internacional que aún muchos subvaloran y el tejido represivo más poderoso de Latinoamérica. Un enorme desastre que aún se arrastra por la isla y la región.

Está claro que al inicio el veneno tenía otro semblante para la mayoría. En 1959 no pocos creyeron en las ofrendas de igualdad y generosidad de Fidel Castro y su demagógico proyecto (sin duda fue uno de los más perspicaces populistas de las Américas), pero no tardó en mostrar su verdadero rostro. Unos se fueron, otros se quedaron y muchísimos se resignaron. Con la implantación de su desgobierno, sin duda alguna, la nación comenzó el desfile del infernal retroceso que ni siquiera la muerte del dictador ha podido detener.

La doble moral y la corrupción implosionaron con la caída del bloque comunista de Europa del Este, y en los magros años noventa, el peor período de la dictadura (el propio Castro lo bautizó con el eufemismo de Periodo Especial), los cacareados logros de su “revolución” se descascararon y empezaron a derrumbarse como los abandonados edificios de La Habana Vieja.

El monstruo, con tentáculos expertos en tácticas para sobrevivir, no cayó como algunos profetizaron. Pero lo que no pudieron impedir, ni los gendarmes ni los discursos del castrismo, fue que la crisis económica lacerara profundamente toda la sociedad a una velocidad impresionante y descarnada como nunca se había experimentado.

La crisis de valores superó con creces las carencias materiales, y desde entonces no se ha detenido, ni con los petrodólares venezolanos –que le salvaron la vida al castrismo, o al menos se la alargaron–, ni con el restablecimiento de las relaciones gubernamentales entre Cuba y Estados Unidos que implementara Barack Obama, y que a pesar de las restricciones que anunciara Donald Trump aún siguen existiendo para beneficio del régimen y perjuicio del pueblo.

Para sobrevivir al huracán de la crisis, solo nos quedó refugiarnos en los valores familiares y culturales, resistir en el ojo de la tormenta, o huir de la maldita circunstancia de la miseria por todas partes y preservar en nuestras almas lo mejor de eso que nos empecinamos en llamar “cubanía”, sobre todo ante la avalancha del castrismo y su vulgaridad congénita. Su máquina de embustes, disfrazados de programas sociales, con la educación y la salud gratuitas como bandera, anzuelo y chantaje: cada vez más se ven con otros ojos, menos ciegos y por suerte menos temerosos.

Los cubanos tienen peor educación y menos nivel de salud cada año. La realidad, en este sentido, ha logrado imponerse por encima del mito. Cada generación crece –y ya algunas envejecen– ansiando escapar.

Fugarse de la isla-cárcel. Aunque lo más importante, que es fugarse del castrismo, desprenderse de su telaraña, desgraciadamente no es aún la prioridad. Sobre todo porque la mayoría desconoce qué es el castrismo y ni siquiera sienten, aún fuera de la isla, su hedor interior, su carga pesada dentro de sí mismos. Despojarse del castrismo sigue siendo una asignatura pendiente. Ya no solo para los cubanos.

Una extraordinaria pieza titulada ARK, realizada en 1994 por el artista cubanoamericano Luis Cruz Azaceta, muestra a un balsero a quien el brazo se le ha convertido en remo: inevitable metáfora nacional de la segunda mitad del sigo XX y lo que va del XXI. Cuba: la isla balsa, la esperanza cubana flotando en el estrecho, el hombre remo, en una mano la tierra deshecha y en la otra el remo, en un ojo la isla oscura y en el otro las luces de neón, el cordón umbilical atado a la familia, la isla, la memoria y el cotidiano tajazo del apetito de una vida nueva.

Millones de cubanos continúan presos en cuerpo y alma. Quienes puedan seguirán escapando o al menos intentándolo. Ser cubano en estos tiempos quizás ha sido mucho más embarazoso que en épocas anteriores. Para muchos es terrible pensar que la muerte del dictador, a pesar del viejo e imperioso sueño, no impedirá que por los próximos años siga siendo así, a no ser que ocurra una especie de milagro en la isla, o que la derrota del castrochavismo provoque un tsunami, nunca antes visto, capaz de desestabilizar La Habana.

El exilio lamenta no haber podido condenar a Castro por sus incontables crímenes de lesa humanidad ante un tribunal internacional. Hubiera sido lo más justo. Pero sabemos que la vida no siempre es justa. Mucho menos con los dictadores. Y muchísimo menos con el peor, ese que tanto hemos glorificado a pesar de todo.

Un premio a nuestra capacidad para erigir y agigantar caudillos como perfectos idiotas latinoamericanos. Todo el continente lo ha sufrido, aún sin saberlo. Aún creyéndolo un héroe o necesitando un héroe. Y aún hay quienes de verdad lo lloran. Hemos vivido el espantoso naufragio de Venezuela, y sus zarpazos en Bolivia, Ecuador y Nicaragua. En Europa no faltan sus calcos, pichones de neocomunistas como Pablo Iglesias y el circo de Podemos, que a no pocos españoles ha engatusado. Cuidado, España. Mucho cuidado.

Algunos, repitiendo consignas, cumpliendo órdenes de La Habana, prestados para hacerle loas a su caudillo, o con el cerebro inmoralmente lavado: dicen que Castro fue un revolucionario que no renunció a sus ideales. Afirmación tan infundada como deshonesta, pues aunque se autoproclamó revolucionario, fue sobre todo un egoísta, un ególatra, capaz de asesinar antes que ceder. A lo que nunca renunció fue al poder, que jamás se atrevió a llevar a las urnas. Fue un cobarde que a punta de pistolas y chantajes encarceló a todo un país a seguir, como corderos, su psiquiátrica y catastrófica doctrina.

También fue un traidor. Siempre supo que esa sería su mejor estrategia, desde sus años de estudiante universitario donde afiló sus traiciones hasta sus últimos días, pasando por supuesto por la Sierra Maestra, una etapa de ejercicio en la que por primera vez fusiló a sus anchas. Traicionó a sus compañeros de lucha y a su pueblo. A quien siempre le fue fiel fue a sí mismo. No fue un líder. Fue un dictador.

De haber sido un líder legítimo no habría 2 millones de cubanos rearmando sus vidas fuera de Cuba, casi el 20% de la población nacional.

Los que huyeron de él y de su simulada y maquiavélica revolución hace casi un año, ilusionados y con todo su derecho, festejaron el último suspiro del creador del castrismo. Y aunque no pudieron hacerlo a viva voz, como sí hicieron los exiliados, en la isla otros tantos celebraron su fallecimiento bajo la bota represiva y la resaca del luto. Un silencio semántico en el que el olor a muerte se mezcló con la esperanza.

Triste realidad. Una especie de media sonrisa que ni siquiera se completará cuando desaparezca el dictador relevo, Raúl Castro, ni siquiera sus herederos, sino cuando el castrismo se extinga de la isla, de nuestros actos, pensamientos, sentimientos, de todos nuestros deseos. Y ese día, si es posible otorgarle alguna fecha, deberíamos pensarlo como el día más importante de la independencia nacional. El día en que nos despojamos de nuestro más largo y doloroso lastre.

Vuelvo a preguntarme, una y otra vez, si de verdad vivimos el fin del castrismo. ¿Si es una ilusión, un viejo anhelo o una realidad difícil de creer después de tantos años?

Ojalá no siga demorando tanto. Ojalá Venezuela sea el punto de giro hacia su desenlace. Ojalá en Cuba los gritos y los ecos no se sigan trastocando.

Hace demasiado tiempo es hora.


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