El misterio de la muerte nos hace pensar en el misterio de la vida y del dolor. Cuando cumplí 4 años me parecía que había pasado muchísimo tiempo. Sentía que había vivido bastante. A medida que uno crece se da cuenta de lo contrario: la vida es corta. Lo suficientemente larga, sin embargo, para vivirla con intensidad. En el fondo es el misterio del paso de tiempo.

Cuando se muere un ser querido uno se queda con la impresión de que pudo haberlo amado más. Uno repiensa su vida y ve, sobre todo, que la comunicación pudo haber sido mejor. A uno le duele no haberlo disfrutado más intensamente. Hace ya casi dos años vi por última vez a un tío muy querido. A las horas de habernos despedido, le escribí diciéndole que había algo concreto que quería hablar con él. Me respondió que me apurara, porque en cualquier momento se iba. Así fue. La conversación no se dio. Nunca imaginé que se moriría justo una semana después de haberlo visto. La realidad de que pronto “se iría” no la creí tan rápido. Por eso hay que hacer caso a esas mociones internas que nos llevan a desear ver a una persona querida en un determinado momento.

La semana en que murió, mi abuela llamó a todos sus nietos para invitarnos a almorzar a cada uno el día que pudiéramos ir. A todos nos hizo nuestra comida favorita. Estaba particularmente cariñosa. Eso me llamó la atención. Yo fui el miércoles. Nunca imaginé que ese sería el último día que la vería. Los tres primos más difíciles de reunir fueron el viernes y el sábado murió.

Nos acostumbramos a estar vivos. Y lo cierto es que nadie sabe el día ni la hora, aunque creo que Dios va preparándonos internamente para el tránsito. Es un encuentro íntimo que se cuece en el fondo de la conciencia y el corazón.

La muerte de familiares y personas queridas en los últimos meses me ha llevado a pensar en esas personas que han sido importantes en mi vida. Casualmente, la mayoría está entre los 75 y los 90 años. Y para mi alegría todos están vivos. A dos de ellos me los he encontrado en sitios donde nunca imaginé verlos. A otros los he contactado por Internet. He sentido la necesidad de escribirles, de poder conversar ciertas cosas y tal vez de despedirme. No quiero que me vuelva a pasar lo de mi tío: sentir el dolor interno de ese “nunca se lo dije”.

También ha venido a mi mente el diario íntimo de Jacques Fesch, un muchacho de 27 años que fue apresado y condenado a muerte en 1957 por haber asesinado a un agente de la policía en el intento de atracar un comercio. Su deseo era comprar un velero para recorrer el mundo. Indeciso, frágil, con una vida laxa, desordenada, sufrió una profunda conversión a Jesucristo en la cárcel. Dos meses antes de que fuera guillotinado, empezó a escribir un diario que quiso dejar como legado a su hijita Veronique, de 6 años. Su intención era que ella pudiera conocerlo a través de esas líneas en las que no intenta justificarse sino excusarse; quiso dejar a su disposición algunos “datos” para que ella juzgase sus actos una vez que él muriese. Su deseo fue que ella supiese que él no era el padre que podría dibujar su imaginación, sino ese que “tiene algo rotundo y auténtico que darte, como dice, en la medida en que un hombre pueda dar algo a su semejante. Si al acabar estas páginas he conseguido hacerte captar lo que puede ser la vida, la verdadera vida, la que se inicia en este mundo para florecer allí donde todo es luz; si has sido capaz de presentir la grandeza y el valor de un alma y el poco interés de lo que se llama el ‘triunfo terrenal’, estas líneas no serán inútiles. Y quizás tú misma un día, ante Dios sabe qué prueba, extraerás de este ejemplo tan cercano la fuerza y el valor de discernir de qué lado viene la luz…

“Voy a morir, chiquitina, y estoy viviendo una prolongada agonía lúcida y fría”.

A falta del legado que otros padres pueden dejar a sus hijos, él reconoce que solo puede dejarle a su hija este diario. Le desea sobre todo que la vida la bendiga y le “evite cicatrices demasiado crueles de las que quizá sea yo responsable”.

La experiencia del contraste de lo imperfecta que es la justicia humana frente a la misericordia divina, le hace decir que “verdaderamente, nunca se ha tratado de hacer santos de los bandidos. Y sin embargo… ¡están más cerca de Jesús que muchos supuestos buenos!”. Una vez ratificada la sentencia, luchó por superar el deseo humano de comprender el “porqué”. Tras una dura purificación interior y profundas noches del alma, se esmeró en ascender a otro nivel. Habla así de su segunda conversión: “Hace tres días que he recuperado la fe. No es que me hubiera abandonado del todo, sino que, con el tiempo y las pruebas, se había instalado cómodamente en una tibieza que, según se dice, hasta el mismo infierno rechaza. Por segunda vez en mi vida se caen las escamas de mi ojos y de nuevo percibo cuán dulce es el Señor”. Describe su encuentro con Cristo como “una impresión de dulzura y de fuerza infinita que no se puede soportar por mucho tiempo. Y a partir de ese momento creí, con una convicción inquebrantable, que no me ha abandonado desde entonces”, pues “es imposible que el que ha sido objeto de esta toma de posesión llegue a olvidarlo alguna vez”.

A lo largo de nuestro caminar por esta tierra, quien cree en Jesús muy probablemente ha intentado acercarse a su humanidad. Uno empieza siendo afectado por imágenes que puedan habernos impactado para descubrir su rostro y su mirada. Este rostro que nos imaginamos se difumina por momentos sencillamente porque la imagen no es Jesús. Él está oculto en la eucaristía; está allí realmente presente, escondido bajo las apariencias del pan y del vino, pero nuestros ojos no lo ven. A la experiencia de su mirada, además, precede a veces la confusión en que nos sumen nuestras miserias: “¿Y quién no se alegra de la traición de Pedro viendo en ella el reflejo de su propia debilidad? Pero ¡qué dulce es la respuesta y qué consoladora esta frase!: ‘Habiendo salido Jesús, se volvió y miró a Pedro’… ¿Quién no ha sentido sobre sí la mirada de Jesús cargada de amor y de perdón?; y ¿quién no ha llorado como Pedro?”.

Entre sus últimas anotaciones, la noche del 30 de septiembre, horas antes de ser guillotinado el 1 de octubre, escribe: “Dentro de cinco horas veré a Jesús”. Saber la hora exacta de ese instante en que transitaremos de esta vida a la eternidad sin duda alguna impacta; ayuda a tomar conciencia del encuentro con esa mirada que salva. Uno tiembla con solo imaginar ese momento, pero el asombro ante esa experiencia tan dulce también ilusiona.

Respeto a los que no creen que verán a Jesús cara a cara, al verdadero y no la imagen que puede haber sido nuestro apoyo en esta tierra. Pero hablo desde lo que creo, para aquellos que también creen o buscan ese rostro misericordioso inconscientemente.

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