La construyó Pedro I a comienzos del siglo XVIII sobre los pantanos del río Neva. Quería plantarle bandera a los suecos que invadían sin cesar el territorio ruso y la convirtió en la ventana a Europa por la que llegarían modas e ideales a un imperio todavía medieval.

Aquí habitó una corte que hablaba en francés y por sus calles se pasearon Pushkin y Dostoievsky, Rimski-Kórsakov y Dimitri Shostakóvich. Aquí también estalló la Revolución de Octubre cuando faltó el pan y, 24 años más tarde, los nazis la sitiaron sin piedad durante 872 días. Pero no la doblegaron.

San Petersburgo, en poco más de 300 años, vivió glamour cortesano y francotiradores en sus calles, imperio y revolución, música y bombardeos. Hoy su atractivo es la conjunción de esas etapas.

En verano se disfruta de esta ciudad, cuando los días son muy largos y las noches se confunden con atardeceres y amaneceres. Las llaman Noches Blancas porque el sol apenas se oculta y vuelve a salir. En esos días casi sin noche, cálidos, nadie quiere volver a casa, explotan los bares, se colman las calles, todo es alegría.

El Hermitage. Cuando se piensa en San Petersburgo –aún sin conocerla–, el nombre que surge de inmediato es Hermitage, el impresionante museo, sinónimo de la metrópoli. Su colección –y los edificios que la contienen– es tan abrumadora que un día apenas alcanza para echarle un vistazo.

Todos los maestros de la pintura europea están allí y las antiguas habitaciones del palacio de Catalina relumbran como recién pintadas. También hay objetos de los pueblos primitivos de las montañas de Altai y de otras partes de Siberia. La arquitectura y suntuosidad del Palacio de Invierno –hogar del Hermitage– junto a su desmedida plaza no opacan a las del Palacio del Verano, a 30 km de la ciudad. En Peterhof hay un palacio principal y otros 15 edificios distribuidos en 414 hectáreas de parques y jardines, con un entorno de fuentes que relucen como el sol.

La excursión al Palacio de Verano cobra otra dimensión cuando se llega por mar. Los aliscafos salen de un amarradero detrás del Hermitage, surcan las aguas del golfo de Finlandia y atracan en el muelle de los jardines 40 minutos más tarde. Desde allí, la visión es simplemente grandiosa.

La ciudad imperial vuelve a renacer a casi 20 km de San Petersburgo pero hacia el sur, en la localidad de Pushkin. Allí se levanta Tsarkoe Selo, otra grandilocuente residencia de los zares, hoy Patrimonio de la Humanidad de la Unesco.

El Tsarkoe Selo, el palacio de Catalina, con sus 300 metros de frente, se presenta como el más largo del mundo, aunque es más famoso por su sala de ámbar.

San Pedro y San Pablo. La fortaleza de San Pedro y San Pablo se halla en una isla frente al Hermitage y está unida a la ciudad por un puente. En ella hay varios edificios entre los que se destaca un museo de historia local de tres plantas y uno pequeño de la cosmonáutica y la catedral de San Pedro y San Pablo, cuya aguja de oro es la imagen más reconocida de San Petersburgo.

Esta iglesia barroca es la última morada de buena parte de los zares que gobernaron el inmenso territorio ruso desde esta ciudad. Pero lo que atrae multitudes cada día es la pequeña capilla, entrando a la derecha, donde reposan los restos de Nicolás Romanov y su familia, fusilados por los bolcheviques en 1918. Hasta allí fueron llevados hace menos de 20 años desde el bosque de Ganina Yama en el que habían sido enterrados.

La visita a la fortaleza es un lindo paseo y no tiene costo si no se entra en los museos o en la catedral. Pero también se puede optar por una entrada general (que abarca varios edificios) o por boletos separados para lugares específicos.

RECUADRO

En los canales

Los catamaranes ofrecen un paseo agradable y una manera distinta de conocer San Petersburgo. Hay varios lugares de embarque (uno, cerca de la fortaleza) y el paseo dura entre una hora y hora y media. El catamarán navega el Neva –en el verano; en invierno el río se congela– y se mete por canales internos, para demostrar por qué a esta urbe se la llama la Venecia del norte.

Frente al canal Fontanka se halla un museo para tener en cuenta: el Fabergé. Es pequeño, pero una verdadera gema: la mayor colección de las famosas joyas, marca registrada de la monarquía rusa, pequeñas obras de arte con piedras preciosas engarzadas en metales nobles, en una variedad increíble de diseños (se pueden comprar reproducciones).

Además de los huevos imperiales regalados por los zares a las zarinas o confeccionados para coronaciones y ocasiones especiales, hay íconos de la Virgen y de santos con incrustaciones de oro y perlas.


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