En el interior del sur de Marruecos, cerca de la frontera invisible con la vecina Argelia, se encuentra uno de los paisajes naturales más bellos y fascinantes del planeta: las dunas anaranjadas de Merzouga, un lugar que parece casi irreal y que nos muestra que el Sáhara, además de árido, inhumano y terrible, puede llegar a ser un lugar increíblemente hermoso.

Llegar a Merzouga no es tarea fácil. La excursión desde Marrakech toma en el mejor de los casos tres días en los que, desde los vehículos todoterreno de las agencias que organizan las excursiones, los viajeros ven cómo se va transformando lentamente el paisaje ante sus ojos: las aldeas, los palmerales y los cultivos van cediendo terreno a las piedras, la arena, el vacío.

Pero todo esto vale la pena, sobre todo cuando el viajero se tumbe en el suelo del desierto a observar el cielo, donde parece brillar muchas más estrellas que en los cielos de la ciudad, o cuando se lance a la apasionante aventura de subir y bajar por las dunas rojas a los lomos de un dromedario (que no camello).

Estas excursiones por el desierto dura unos 45 minutos y se realizan a primera hora de la mañana, antes de que el sol empiece a castigar de verdad. El campamento cuenta con todas las comodidades (dentro de los límites de lo que puede ofrecer unas tiendas ancladas en el desierto). Al caer la tarde, alrededor de una fogata, es el momento de compartir sensaciones saboreando algunas delicias de la cocina tradicional marroquí.

Pero aunque el color naranja de las dunas es lo que más impresiona en las fotos, el elemento más sobrecogedor de Merzouga es el silencio que impone el desierto con su grandeza y solemnidad. Las formas perfectas de las dunas impulsadas por el viento y el juego de luces al atardecer componen un escenario mágico.

Tomado de Canalviajes.com


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