La geografía puede determinar el destino de un país. No hay mejor ejemplo que Malta: situada en el corazón del Mediterráneo, a casi 2.000 kilómetros tanto de Gibraltar como de Jerusalén, esta pequeña isla ha representado durante siglos un punto geoestratégico clave en las encarnizadas luchas entre imperios, religiones y Estados por controlar la cuna de la civilización occidental.

Su condición de centinela ha marcado profundamente su personalidad, lo que ha dado lugar a una fascinante cultura mestiza, impregnada de valores marciales y fervor católico expresados en un dialecto del árabe. La protegen majestuosas fortificaciones y ha sido regalada con preciosas iglesias.

Las minúsculas dimensiones de Malta –alrededor de 400 km2– la convierten en un destino ideal para 3 o 4 días. El mejor lugar para empezar la visita es su capital, La Valeta, bautizada con el nombre del guerrero y estadista que ordenó su construcción en 1566, justo después de sobrevivir al gran asedio al que sometieron la isla más de 40.000 soldados otomanos. La hercúlea labor se completó en apenas un lustro. El objetivo principal de Jean de Vallette era construir una nueva capital inexpugnable. Por eso, eligió su emplazamiento en un promontorio en forma de península.

Bien entrado el siglo XXI, la magnífica obra de ingeniería defensiva que envuelve la ciudad constituye una atracción para los turistas, y proporciona estupendas vistas de toda el área metropolitana. Un ejemplo de su reconversión son los apacibles jardines Upper Barracca, con unas panorámicas impresionantes de las llamadas Tres Ciudades, los barrios del antiguo puerto donde tuvo lugar la más sangrienta batalla del asedio, separados de La Valeta por una lengua de agua. Este mirador se halla a escasos metros de la iglesia de Nuestra Señora de la Victoria, el más viejo edificio de La Valeta, y también de la sede del gobierno nacional y antes de la OTAN, de fino estilo barroco que, desgraciadamente, no está abierto a los turistas.

Los edificios y monumentos más interesantes de la ciudad datan de las primeras décadas después de su fundación. Destacan, sobre todo, la cocatedral de San Juan y el Palacio de los Grandes Maestres, ambos símbolo del matrimonio entre fe y espíritu guerrero, matriz de la nación. La cocatedral ofrece un curioso contraste: austera en su fachada exterior y ostentoso ejemplo del arte barroco en su interior. En su museo se exhibe una de las más preciadas joyas de la isla: el cuadro La decapitación de San Juan Bautista, de Caravaggio, una de las más puras expresiones del tenebrismo. El pintor lo realizó entre 1607 y 1608 en una estancia en Malta.

A la Orden. A pesar de sus dimensiones, esta nación ocupa un lugar prominente en el imaginario cultural europeo es gracias a la mítica Orden de San Juan de Jerusalén, más conocida como la Orden de Malta. Esta cofradía de caballeros mitad monjes mitad guerreros, fundada en Tierra Santa en el siglo XI, se instaló aquí en 1530, después de su expulsión de Chipre primero, y luego de Rodas, siempre con el cometido de defender las fronteras de la cristiandad.

El rey Carlos V les otorgó el gobierno de la isla, que se ejercía desde el majestuoso Palacio de los Grandes Maestres, aún hoy ricamente ornamentado. A cambio, y como tributo de su vasallaje, cada año los caballeros debían entregar al monarca un halcón entrenado para la cetrería.

Más allá de visitar sus monumentos, uno de los mayores placeres que ofrece Malta es simplemente pasear por las estrechas callejuelas de sus ciudades medievales, con coloridos balcones y ventanas sobre un fondo ocre, o sentarse a tomar un café en sus modosas plazas y jardines. Cuánto más apartadas de los circuitos turísticos, mejor. En las escaleras que hacen más soportables los desniveles de La Valeta se desparraman las mesas de cafeterías y bares, algunas con música en directo las noches de fin de semana. Todo un lujo.

A partir de las 7:00 pm es difícil encontrar algún comercio abierto. El carácter maltés es reservado y adusto, producto quizás de los más de 150 años de colonización inglesa o de su papel de centinela de la fe, siempre preparado para sufrir los rigores de la guerra.

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Paseo tranquilo

La antigua capital de Mdina, en el corazón de la isla, bien vale una visita. Habitada hoy por cerca de 400 personas descendientes de la nobleza, se ha convertido en una bella postal turística. Su reducido tamaño invita a un paseo tranquilo, prestando atención a los acabados de las fachadas, algunas recubiertas por hiedras en flor. Entre los palacios medievales, los hay que conservan la arquitectura del período normando, y constituyen uno de los pocos vestigios que sobrevivieron a la destrucción del asedio otomano. El mejor momento para visitar la Mdina es al caer la tarde, cuando las hordas de turistas menguan y el tono de miel de sus murallas se vuelve más cálido.

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Para el paladar

A nivel gastronómico, la influencia italiana se deja sentir mucho más que la inglesa. Aunque hay restaurantes donde hartarse de fish&chips, predominan los italianos, una apuesta siempre segura.

Ahora bien, vale la pena probar las especialidades locales. La más conocida es el fenek mogli, conejo al horno cocinado con ajo, laurel y vino blanco. Bien hecho, es delicioso. Quien prefiera el pescado, despunta el torta-tal-lampuki, una especie de dorada que se prepara con espinacas y nueces. Para picar, muy ricos los pastizzi, pastas de hojaldre rellenas de queso ricotta o de puré de guisantes. Y de postre, el más típico es el nougat de almendras.


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