Celeste, naranja, verde y rosado pastel son los colores de las fachadas que engalanan a Willemstad, la capital colonial que se ha convertido en el singular atractivo de la isla caribeña de Curazao, que junto a sus habitantes la convierten en el lugar de ensueño para los turistas.

Bon Bini o Dushi se suelen escuchar al adentrarse en la zona, palabras en papiamento (mezcla de español, portugués y holandés) que significan “bienvenidos” y “cariño”, respectivamente, que los lugareños no se cansan de decir a quienes arriban a su terruño.

En el centro del país la arquitectura resalta al llegar: casas con techos de forma inclinada se convierten en una parada obligatoria para cualquiera que visite la avenida de Handelskade, una zona que forma parte de la ciudad declarada como Patrimonio Mundial de la Humanidad por la Unesco en 1997.

En la construcción de los edificios se utilizaron materiales como piedra caliza, arena y coral que han resistido el paso del tiempo, y que ahora una fundación se encarga de restaurarlos para evitar el deterioro por los azotes del clima tropical.

Pero para los curazoleños el color de las casas va más allá que una simple estética urbanística, se refiere a un acontecimiento extravagante, según una ley vigente promulgada en 1817 por el entonces gobernador holandés de Curazao, Aruba y Bonaire, Albert Kikkert, que decretó que las casas no se pintaran de blanco porque el resplandor del sol causaba dolores de cabeza y ceguera.


Dos secciones

Willemstad está dividida en dos secciones: Punda y Otrobanda, conectadas por el puente de la Reina Emma que cruza la Bahía de Santa Ana. En Punda, el mercado flotante, la Fortaleza de Amsterdam, el Palacio del Gobernador y el Parque Wihelmina conforman parte del circuito histórico de esa zona. Mientras que Otrobanda, considerada una de las primeras zonas residenciales construidas en el siglo XVII, está rodeada de negocios como hoteles, casinos, comercios y hospitales.


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