Saudade es una palabra portuguesa sin equivalente en otro idioma. Es algo más que añoranza. Se puede explicar de muchas maneras, pero no se siente sin haberse internado en las callejuelas de Lisboa. Allí no necesita traducción.

Un viernes por la tarde, el tránsito del aeropuerto al centro no es complicado para arribar al pie de la gran estatua del Marquês de Pombal, sobre la plaza circular que lleva su nombre. Allí nace una de las principales arterias del centro, la Avenida da Libertade. Es un barrio de oficinas, tiendas internacionales y embajadas, pero también de hoteles.

Entre muchos cargos fue ministro y el encargado de reconstruir Lisboa cuando fue arrasada por un terremoto, en 1755. Le dio una unidad arquitectónica que se puede apreciar a partir de la Avenida de Libertade y hasta la Plaza del Comercio. Es el estilo pombalino, una mezcla de barroco tardío y neoclasicismo.

La Avenida da Libertade es una calle triple: una en el centro y dos laterales separadas por espacios verdes. Es un paseo elegante y popular a la vez, a lo largo del cual se alternan algunas embajadas, teatros, marcas internacionales y puestos de artesanos y anticuarios que arman cambalaches de fines de semana y venden desde viejos vinilos de fado hasta recuerditos a base de azulejos.

Uno de ellos trata de venderlos a todo el que pasa con pinta de turista: “Es lo más típico de la ciudad. Como llevarse a casa un pedacito de Lisboa”. Estas lozas de dibujos azules están por doquier y hasta cubren ciertas casas. Su uso fue promovido por el Marquês de Pombal durante la reconstrucción porque limitaban los incendios. Hay hasta un Museu Nacional do Azulejo, en un antiguo convento. Si hay tiempo para visitarlo, una de sus piezas más llamativas es un mural que representa la urbe antes del terremoto de 1755.

Al final de la avenida, hay dos maneras genuinamente lisboetas para subir al Bairro Alto, la Estrela y el Chiado, un mismo sector urbano situado sobre una colina. Una es con el funicular de la pequeña calle de Glória, que sube hasta la plaza-mirador de São Pedro de Alcântara. Los viejos vagones amarillos trepan una pendiente pronunciada entre paredones de antiguos edificios cubiertos por tags y arte urbano. Si no fuera por los colores vivos y los motivos posmodernos, el ascensor (así se llama al funicular) sería una típica imagen de la saudade lisboeta. Desde el mirador, se ven Lisboa y su aglomeración hasta donde se pierde la vista y se destacan las paredes ruinosas del castillo San Jorge, sobre la colina de enfrente.

La otra opción para subir a la parte alta de la metrópoli es con el Elevador de Santa Justa, una estructura de metal a lo Eiffel. La cabina asciende 32 metros hasta una pasarela, que desemboca en las ruinas del convento del Carmo. La parte superior de la torre es una platea en primera fila para admirar la ciudad baja, sus avenidas y plazas, y detrás de ellas el barrio de Alfama y el castillo San Jorge.

Cita con poetas. La ciudad alta es un entramado de pequeñas calles. No está de más Google Maps para orientarse en ese laberinto, aunque lo bueno es dejarse sorprender por lo que aparecerá a la vuelta de cada esquina. Puede ser la tienda de diseño A Embaxiada, frente al jardín del Príncipe Real. Ocupa un palacete de dos pisos del siglo XIX transformado en boutique de diseñadores portugueses actuales que venden sus creaciones, sea ropa, cosméticos, zapatos, juguetes o decoración.

El patio interno fue reconvertido en bar. Por la misma Rua da Misericórdia, la tienda Claus Porto es la contraparte histórica de aquellos nuevos creadores: produce y vende jabones y perfumes desde hace 130 años.

Más que las avenidas, son las pequeñas calles las que destilan saudade. De vez en cuando, una pastelería ameniza la caminata con pastéis, como la Manteigaria, sobre la Calçada do Combro. Detrás del mostrador, una joven vendedora indica en español fluido que “derecho por la misma vereda, se va a cruzar con los dos mayores poetas portugueses: Camões y Pessoa”.

En efecto, allí están. El autor de las Lusíadas y el del Cancioneiro. El bronce del primero domina una plaza desde un pedestal. Si pudiera ver comprobaría con amargura que los transeúntes lucen más interesados en las boutiques cercanas que en su efigie. La estatua de Pessoa tiene más suerte con los turistas porque es interactiva. Lo representa sentado a una mesa de café con una silla libre a su costado para que la gente pueda sentarse y sacar una foto. Es algo que se repite durante todo el día, delante de la fachada del tradicional café A Brasileira (Garrett 120).

A orillas del Tajo. Durante la época de los Descobrimentos, los barcos zarpaban desde el puerto de Belem, como los de Vasco da Gama, Cão, Dias o Cabral. Actualmente es la excursión turística más popular de Lisboa. Dura media jornada y permite ver el Monasterio de los Jerónimos, el Monumento a los Descubridores y la Torre de Belém.

En el monasterio se recorren el claustro, algunas salas y capillas y la iglesia. Se ven las cenizas de Pessoa y el cenotafio de Vasco de Gama.

El Padrão dos Descobrimentos es un monumento de hormigón de más de 50 metros de alto, cuyas figuras representan a reyes y navegantes que miran hacia el estuario del Tajo.

El paseo termina junto a la Torre de Belém, un faro fortificado que defendía el puerto, uno de los edificios más emblemáticos del estilo manuelino. Fue construida durante la segunda década del siglo XVI, cuando el tráfico con el resto del mundo ya empezaba a ser importante. A este lugar llegaban productos y personas de todo el mundo: Brasil, África, la India y hasta Japón.


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