La tumba de Humayun –con más de cuatro siglos– es una de las obras más nuevas de las que causan admiración en Nueva Delhi, la capital de la India. La visitamos junto al profesor Abdul Kama, tan erudito como empecinado en convencernos de que el mundo suele ser poco justo con la ciudad que recuerda a los mogoles, descendientes de Gengis Khan y Tamerlán; la ciudad de los colonialistas británicos, que la convirtieron en capital.

Visitantes cuentan que después de recorrer la parte no británica de Nueva Delhi, arrastrados por un torrente humano, por “callejones que huelen a lo desconocido, no a flores silvestres”, terminaron el día sintiéndose cinco años más viejos. Un italiano dice que tuvo pesadillas por un mes entero. Lo que puede producir Nueva Delhi es inquietud mientras se camina entre dromedarios que tiran plataformas cargadas con fardos, en medio de vacas vagabundas, bicicletas, motos, carretones, rickshaws, tuktuks y otros vehículos que se rigen por la ley del caos.

En la nueva. Aunque la ciudad entera se llama oficialmente Nueva Delhi, este nombre se usa más para identificar el sector creado por los británicos, y de ese modo distinguirlo de la Vieja Delhi de los mogoles, y de la Delhi Sur, más antigua.

The Imperial, hotel clásico donde se selló la independencia india, es un edificio armónico, hermoso, refinado. En 1936 lo construyó uno de los asociados a sir Edwin Lutyens, el arquitecto-urbanista principal del equipo que dio vida a la Nueva Delhi, cuando los británicos cambiaron la capital desde Calcuta a este lugar. Lo que hizo Lutyens no fue un aporte modesto: puso un lujoso injerto planificado en una ciudad muy pobre y sin orden.

Hoy The Imperial está cerca de Connaught Place, el centro de la capital, y a 30 minutos del aeropuerto Indira Gandhi International.

Más pretenciosa que linda, Nueva Delhi es un conjunto de ajardinadas avenidas geométricas que intentaron expresar el orden, la monumentalidad y el simbolismo occidentales, con algunas concesiones o guiños a la tradición india. Son notables su avenida ceremonial, tal vez la más amplia del mundo, llamada Rajpath; su arco de triunfo, el India Gate, y el desmesurado palacio del virrey, ahora del presidente de la India. Según los autores del proyecto urbanístico, lo que ellos quisieron hacer fue “una nueva Roma anglo-india”. Intento infructuoso. En 2017, Nueva Delhi está cercada por una mezcolanza de barrios tercermundistas. Contiene miles de calles donde se avanza en medio de una ingrata selva de letreros y de cables eléctricos –colgando desde cualquier parte y en todo lugar–, que en días de temporal son amenazantes.

En un vecindario muy británico, el palacio del antiguo virrey parece un fantasma en medio del humo que cubre todo durante las semanas de fin de año cuando los campesinos de la zona queman los rastrojos con el sistema más económico: un fósforo. Entre cables y humos aparece también el mayor templo de la religión sij de Delhi.

Herencia mogol. En South Delhi o Delhi Sur, se retrocede 800 años, hasta la época en que el país de los hindúes empezó a ser musulmán. Durante el siglo XIII, invasores afgano-turcos construyeron aquí la primera mezquita y crearon el sultanato de Delhi. Más tarde, uno de ellos, el sultán Alauddin, sería el primero en poner toda la India bajo el mando de los seguidores de Mahoma.

Los abuelos de Alauddin levantaron una de las construcciones admirables de Asia, el minarete Qutub, de más de 72 metros de altura, hecho en piedra roja y mármol, profusamente decorado. En torno al minarete hay una mezquita y las llamativas tumbas del propio Alauddin y la de un esclavo de origen turco que terminó como gobernante de la dinastía.

El sultán Alauddin, luego de tomar gran parte del centro-sur del país, también quiso homenajearse a sí mismo superando al minarete de los abuelos, y puso manos a la obra. Cuando murió solo estaba terminada la base. Su minarete Alai tiene 24,5 metros de diámetro, 10 más que el Qutub, pero creció casi nada: parece una torta de chocolate. Nadie intentó concluir el proyecto. “Era un hombre sanguinario”, dice el guía bajando la voz.

Esa descomunal torta de chocolate hoy forma parte del Complejo Minarete Qutub, Patrimonio de la Humanidad. Se encuentra en Mehrauli, una de las siete ciudades antiguas ahora fundidas con Delhi. En este South Delhi está también la tumba de Humayun, y Tughlaqabad, una extensa ciudad amurallada. Luego se llega a las tumbas de sultanes afganos y del Punjab que se conservan en los llamados Jardines Lodi. Su interesante arquitectura representa el comienzo de un estilo que los mogoles llevarían a su madurez absoluta en el Taj Mahal, por lo cual es difícil imaginar hoy a la India sin la herencia de esos reyes musulmanes.

Tesoros antiguos. El Taj Mahal se encuentra emparentado con un sector clave de Delhi. El creador de esa obra maestra fue quien fundó una nueva capital de la India en lo que hoy se conoce como Vieja Delhi. Utilizando su propio nombre, el sultán Shah Jahan la bautizó Shahjahanabad. Aquí construyó el formidable Fuerte Rojo, residencia imperial con dos kilómetros de murallas, que luce bastante descuidado.

El mismo sultán levantó también otro de los prodigios de la arquitectura mogol, Jama Masjid, mezquita capaz de recibir a 25.000 fieles, tal vez toda la población islamita de la ciudad en el siglo XVII. Al visitarla en 2017 se la puede ver espléndida, pero con pocos fieles, por la huida masiva de musulmanes a Pakistán.

Quien quiera tomarle el pulso a la India más auténtica debe ir primero al corazón de la Vieja Delhi, el Chandni Chowk, junto al Fuerte Rojo. Es un sector de comercio mayorista, pero que no defrauda: lleno de vida, muy pronto el visitante se sumerge en el bullicio y el desorden organizado. Todos deben recordar una regla: en los mercados populares siempre hay que regatear.  


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