Sobre una ondulante y árida meseta teñida de ocre y terracota, aferrado a la austeridad de la piedra a modo de escudo ante la embestida de la modernidad, existe un lugar en el corazón del departamento de Santander, en donde las manecillas del reloj se mueven tan despacio que pareciera que fueran marcha atrás. Barichara, “tierra de descanso” en lengua indígena, es pueblo patrimonio de Colombia y uno de los más hermosos de este país.

Nada en Barichara es vertiginoso. Todo es equilibrado. Armónico. Pulcro. Silencioso. Pausado. Sosegado. Y por eso gusta tanto. Es un pueblo detenido en el tiempo, de calles empedradas, sencilla pero bellísima arquitectura de piedra, tierra y barro “tan vieja como la que ha estado siempre”, según alguien escribió, paredes pulcramente encaladas, tejas rojas, toques aguamarina y patios abiertos a la celestial inmensidad.

Azul intenso. La neblina levita desde el río bien temprano en la mañana mientras a lo lejos se divisan los abruptos farallones desde donde, cuenta la leyenda, saltaron al vacío los valerosos y dignos indígenas que prefirieron morir antes que caer sometidos al yugo de los conquistadores.

La luz de Barichara es muy especial, sí. Y el azul del cielo es tan intenso y profundo que a veces no parece de verdad; pero lo es, porque arropa como en el mejor de los lienzos las capillas de Jesús y Santa Bárbara; las torres de la iglesia de la Inmaculada Concepción, que cambian de color a capricho del sol, y el parque donde todos los secretos se cuentan y saben. Azul extravagante, en palabras de Isabel Crooke, la doctora Isabelita como la llaman cariñosamente los vecinos; inglesa, historiadora, arqueóloga, ceramista, escultora y pintora, quien llegó hace muchos años y aquí se quedó.

Otro caso es el de Dalita Navarro quien ideó la Escuela de Artes y Oficios, donde gratuitamente se enseña cocina, confección, cerámica, encuadernación y otros oficios artesanales en lo que fue un antiguo internado de estilo colonial. Muy cerca, en la Fábrica de Papel de la Fundación San Lorenzo, se ablanda el fique con cal viva, prensándolo y tiñéndolo con repollo y cebolla como antaño. “En Barichara no hay tiempo, pero sí mucha paz. Todos los días son especiales, también la luz, y mi hijo puede caminar descalzo por el bosque”, dice.

Por eso también Patricia Macaya dejó la ciudad y se instaló aquí, en una casa que asemeja un caney, donde transportar a otro mundo con su concierto de cuencos tibetanos y otros ancestrales instrumentos, masaje sonoro y terapia sanadora.

Los nativos. Otro tanto dicen los nativos. Por ejemplo, Humberto Muñoz es patiamarillo de pura cepa, así llaman a los nacidos en Barichara por el color de la tierra que pisan desde que Francisco Pradilla y Ayerbe fundó una aldea allá por 1705, justo en el lugar en donde un campesino encontró la imagen de la Virgen dibujada sobre la roca.

Muñoz dirige la Casa de la Cultura, y con él se puede caminar este pueblo, bonito lo mires por donde lo mires, por algo es plató de películas y series de televisión. “Tengo 54 años y no me sé ni los números ni los nombres de las calles, mejor que me digan al pie de quién”, confiesa sonriendo mientras pasa por la esquina de don Chepe, la de don Manuel, la antigua fábrica de tabaco y llega al cementerio, donde “no se nota la muerte, aquí todo es extremadamente calmado”, dice antes de mostrar con orgullo las esculturas talladas en piedra que embellecen las tumbas a modo de tributo a los fallecidos.

Sergio Morantes, socio fundador de Probarichara, un grupo para recorrer la ruta de la Hermandad. Así han llamado a los 7 kilómetros de camino que separan a Barichara de Villanueva, dos pueblos históricamente enfrentados, hoy hermanos, donde se puede aliviar la sed con el guarapo que preparan en su tiendita doña Alicia y don Gerardo, mientras que con Diana Yaneth Molina se aprende cómo ablandar el maíz con ceniza para preparar las arepas. En esta ruta pregunten por los hijos de Nicodemus Viviescas y sus canastos de bejuco, las bateas talladas en madera, las artesanías de cáscara de plátano. Y por el tallador Heriberto Meneses, porque Barichara también es conocido por su piedra, “la amarilla”, y por esos maestros que conocen como nadie las vetas de las rocas y les siguen el compás al martillo y el cincel.

De los indígenas guanes que habitaron estas tierras poco más queda que algunos apellidos como Alquichire, el que doña Felisa lleva con orgullo. En su casa de techo de lata, en la vereda de Regadillo, esta nonagenaria alfarera, de marcado acento y manos fuertes y resecas de tanto moldear a mano, sigue trabajando sin descanso, fiel a una antiquísima tradición y a pesar de los achaques de su delicado corazón. “No sé hacer nada más, lo mío siempre ha sido esto de los tiesticos y las ollas de barro”.


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