Las manos de Ahmed Shilsharma se hicieron callosas en los arrozales. Su familia habitó por décadas entre las húmedas tierras del norte de Bangladesh. Una pequeña propiedad sirvió de refugio para los deseos de prosperar, desde pequeño su único juguete fue meter los pies en el fango para poder cultivar el rubro de sus vidas, no existía otra ambición que cumplir con el destino marcado por la familia. Los huesos entumecidos de sus padres habían cedido la tarea al heredero en su empeño, la rueda de la historia se cruzaba por aquellos predios bordeados de soledad y hambruna; algunas cabras subían los repechos que quedaban del antiguo bosque, árboles con rostros cadavéricos, la necesidad cruel escuchando los murmullos de una brisa que trae sonidos de guerra, aquellas batallas entre fieros ejércitos que decapitaban a sus adversarios, terminó diezmando a una población aterrada, la única ventaja que tenían era estar un tanto retirados del campo de la lucha. Aquí las conflagraciones las marcaba la imperiosa necesidad de tener algo para comer. Son el estigma imperecedero que llevan estos pueblos esculpidos en sus huesos. El hambre es un vecino cercano, que asalta los estómagos como las espadas desvainadas. Todos saben que está allí como un guardián que no sabe de disimulos. Son los callos en las manos como prueba irrefutable del esfuerzo heredado por generaciones. Siempre el arroz sobreviviendo como una espiga que resiste para volver victoriosa.    

La mirada

Ahmed Shilsharma se enamoró cuando la vio apacentando las cabras. Era una joven de deslumbrantes ojos envueltos en un rostro mágico. Acaba de llegar de la lejana Katmandú, su aspecto distinto hizo que el joven le entregara secretamente su corazón. Cada mañana acudía hasta los arrozales para mirarla desde su sombrero hasta los hombros, un buen día una de las cabras descendió a los arrozales, el animal cayó en una de las trampas para zorrillos. La cabra sufría mientras la chica comenzó a llorar. Presuroso la ayudó al momento de poder liberarla del señuelo. Con paciencia fue sacándole la pata izquierda logrando salvarla. Un gran hueco fue sellado con ungüento de raíces y un pedazo de camisa del hombre en auxilio. La muchacha sumamente agradecida lo miró a los ojos como nunca ninguna otra mujer lo había hecho. Se marchó a casa con la alegría de tener la camisa rasgada y el corazón atrapado en aquellos ojazos nepaleses. La bella mujer respondía al nombre de Savitri. En la mitología hindú, Savitri es la hija del sol Savitar, aunque también es un personaje relevante en los textos del Mahabharata. Cada noche la soñaba naciendo de los textos antiguos que guardó celosamente su abuelo en rollos de cuero de carnero. Quemaba hojas sagradas para imaginársela entre sus brazos. Sabía que aquella mirada profundamente escrutadora traía de otros mundos el mensaje del amor. Ambos provenían de pueblos lejanos cubiertos de duros parajes. Que una cabra haya quedado atrapada en una trampa significó conocer al gran amor de su vida. En medio del dolor del animal pudo rasgar su camisa para colocársela en la herida. La pata en la trampa se transformó en un símbolo difícil de igualar, es quien tiene la responsabilidad del surgimiento del amor.

El matrimonio

Ahmed Shilsharma y Savitri Guam se enamoraron. Abrieron los libros sagrados hasta la centésima frase. El sacerdote invocó los espíritus de sus muertos para buscar la viabilidad de la relación, sobre sus cuerpos rociaron sangre de carneros, posteriormente los llevaron hasta el río Brumo para purificar las almas. Su misión inscrita en el Mahabharata los invitaba a recibir su amor en las estrellas. Como reza su tradición los jóvenes son apartados: ya que sus sentimientos debían ser probados en la dificultad. La mayor de sus contrariedades era alejarlos como una forma de examinar sus espíritus. Cuando se alineen los planetas el amor florecerá como cascadas. Una noche el cielo se llenó de estrellas de un esplendor cautivante. Fue así como el sacerdote recibió el mensaje divino de poder casarlos. Contaron las estrellas durante veintiún días consecutivos, cuando crujió la rama y se hizo una tenue luz sobre la luna roja; inscribieron sus nombres sobre la piel rugosa de un junco que lanzaron al río. Incienso sobre sus cabezas para que sus pensamientos se unieran como sus cuerpos. Un solo corazón latiendo en alma consagrada por los dioses. Para sellar el compromiso eterno elevaron hasta los altares a la cabra que los acercó. Partieron su pata herida para entregárselas como prueba de amor, la ataron firmemente con el pedazo de camisa del consorte. Seguidamente se tomaron de las manos atadas con hilos de colores, colocando sobre la cabeza de Savitri la corona de la vida. Después de las respectivas oraciones recibieron la deseada bendición. Desde el primer minuto se dedicaron a construir un matrimonio excelente. Lo primero que hicieron fue llevar plantas de arroz que simbolizaban su futuro eterno. Después de once lunas supieron del embarazo de Savitri. La felicidad se apacentaba en el humilde lugar. El hombre se dormía en sus ojos profundos, acariciaba a Savitri que parecía un cuadro maravilloso. Quería descansar en su mirada y amanecer en sus besos. Hospedarse en la piel sedosa y descorrer los ventanales mientras las manos se deslizaban, cada noche descubría cada centímetro de su cuerpo hasta conquistar el paraíso. Hendiduras que rasgan hasta el último suspiro del labio que besa las aguas de su boca. Es la siembra del destino en el universo de lo que siente. La mira entre el follaje que crece estoicamente entre los pedruscos de una tierra agreste. Solo un Dios único pudo hacerla inmortal, una obra de arte que hace que la magia del amor amanezca. Las noches se cuelgan de sus encantos, le hacen un ramillete de estrellas. Se van amando intensamente, solo ella logra que Ahmed Shilsharma encuentre la eternidad en los brazos de su reina.

Un guerrero de trueno 

La vida les trajo un hijo guerrero. Naif nació entre truenos y relámpagos que presagiaban que un luchador estaba entre ellos. Se hizo fuerte entre las dificultades, un parto profundo en la herida de la tierra acuchillada. El pueblo fue diezmado y sus padres se vieron en la imperiosa necesidad de huir. Cruzaron setecientos kilómetros de pantanos infernales en donde solo resisten los elegidos, siempre con el golfo de Bengala como un acompañante en las alforjas, sintieron las aguas de los ríos benditos como una señal del cielo, mientras sus tierras fueron surcos de sangre inocente, ellos lograron estar a salvo en las colinas de Chittagong. En las llanuras construyeron una nueva vida que les garantizó una vida en paz. Sin embargo, en el alma de Naif estaba un pasado guerrero. Desde sus adentros acariciaba la idea de regresar. Sus padres se hicieron viejos mientras él preparaba su espada. Se transformó en el líder de los pueblos oprimidos. Su espada resplandecía cuando se hundía en el cuerpo de sus enemigos. Sus adversarios caían como naipes hasta que un arcoíris le mostró a sus padres en agonías de la muerte. Se sumergió en los misterios de la gruta, comenzó a recorrer los caminos hasta llegar a la cueva. Férreamente abrazados sus padres se mostraban el más puro amor. Les pedían a sus dioses morir juntos para renacer en una vida sin odios. No deseaban más sangre ni víctimas; anhelaban un hijo que no se convirtiera en el mismo dolor de todos.    

Prueba de amor

Los dos pueblos unidos por el amor murieron al mismo tiempo. Ahmed Shilsharma y Savitri Guam cumplieron la promesa de quererse eternamente. Nadie pudo separar sus manos unidas por la pata de la cabra. Naif los enterró en los márgenes de un río hermoso. Ese día el cielo se vistió de un profundo azul, las aguas borraron la sangre de la guerra. El amor logró quebrar la espada de un guerrero.


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