Una quebrada de abundante agua cristalina atravesaba el costado de la Huaca gayona. La montaña de Barro Negro era un bosque profundo de increíble belleza. No muy lejos de sus veredas una vetusta capilla simbolizaba el tabernáculo español. Desde los adentros de la piel geográfica los aborígenes gayones seguían adorando a sus dioses, mientras la impronta europea nos trajo su fe con las carabelas de Colón.

Pueblo adherido a sus costumbres naturales muy disímiles a las nuevas ideas que esbozó quien conquistó. La comarca es un pequeño espacio de casas de bahareque con techos de palma. Son como cúmulo de vida rodeado de bosques profundos que guardan silencio desde sus misterios de interminables hojas verdes.

Estas tierras recibieron la conquista con la fiereza del gayón, que luchó ardorosamente por mantenerse como autor de su historia, nada de escribir en las páginas de quienes trajeron consigo al Viejo Mundo; en la sangre del aborigen hervía la tierra de sus ancestros.

Todos sus huesos estaban sembrados en el extenso valle, en la oración de sus peonías, en el convencimiento pleno de creer que cada árbol significaba la resurrección de uno de los suyos. Por ello amaban la interminable cantidad de especies con sus atuendos de clorofila.   

Las aguas traen un relicario

Los gayones se fueron acercando. Una hilera de robles gigantescos cubría la entrada de la montaña. Era una formación de sólida roca coniforme que sostenía una pequeña montaña gris desde donde se divisaban amplios horizontes de un verdor esplendoroso. Los aborígenes bajaban a Huaca a enterrar a sus muertos. Su mayor desafío era mantener incólume la lucha por las tierras que poblaban el hermoso valle.

Un buen día un grupo de gayones se aproximó hasta las aguas de Barro Negro, sostenían que eran las mismas aguas de sus predios de Tumaque. La quebrada se deslizaba por una gruesa herida en el rostro de la tierra, su caudal crecía en la medida en que se aproximaba al poblado. Un desfile de albaricos con espinosas puntas cerraba el paso de los caminos. Apenas un estrecho espacio en medio de la arboleda servía de trocha para los viajantes.

Ellos llevaban a enterrar a dos pequeños miembros de su raza que habían muerto en extrañas circunstancias. Es por ello que su gran jefe los acompañó para tratar de desenterrar el misterio en la montaña encantada. La travesía la hicieron tomando por veredas en donde no fueran percibidos por ningún ojo humano.

Creían que las fuerzas oscuras habían penetrado su santuario y que era necesario conjurar todo aquello en la propia tierra que pisaba su enemigo. En parihuelas tejidas con lienzos de colores colocaron los cuerpos envueltos en hojas de tártago.

Sobre su cabeza derramaron un aceite macerado que mantenían enterrado por siete lunas llenas, luego lo esparcían en una pira gigante que cocinaban con naranjillos, después la volvían a enterrar esperando que la pócima sirviera de perfume para el viaje de sus muertos.

El sumo sacerdote se vistió con su plumaje de colores; unas aborígenes lo ataviaron con resplandecientes collares y antes de celebrar el sacrificio de los muertos invasores se asomó desde la gruta santa y pudo percibir cómo el cielo se convertía en rojo sangre. Las piedras negras fueron puestas en el lugar del sacrificio. Alzó los brazos al cielo, mientras esto ocurría las aguas transportan un objeto sumamente extraño, unos niños gayones con una caña logran atrapar un relicario de oro macizo.

Lo llevaron hasta el sacerdote, quien quedó impactado al ver que dentro de la joya una hermosa virgen mantenía su lozanía a pesar de las aguas. Su porte era distinto al de las mujeres que había visto en los carruajes, la perfección de la joya hizo que su espíritu se acelerara y tratara de encontrar señales en las piedras de Baruac.

Quedó estupefacto al no conseguir respuestas: que hagan que desaparezca el semblante áureo del relicario. Las hojas de la pira se elevaban hasta un cielo difuso para los gayones anonadados; aquella imagen del relicario la percibían como una diosa blanca que llegaba desde el cielo trayendo un mensaje.

El sumo sacerdote se quedó observando cada rasgo de la imagen como buscando respuestas. Volviendo a sus predios, recorriendo caminos angostos que abrían una trocha entre el bosque que conducía hasta Tumaque, cada recodo que atravesaban se imaginaban que la virgen se les aparecía en cualquier predio. El misterio se les sembró en la sangre como patrimonio de sus deidades.

Un capitán español cae herido  

Aurelio Robles de la Serna cree que la vida se le escapa por la profunda herida que le abrió la vara al incrustarse salvajemente en su extremidad derecha. Trató de colocarse en mejor posición y se desvaneció entre los cuerpos de sus lugartenientes penetrados por las rústicas bayonetas de palo; sus escasas fuerzas parecían indicar que su fin estaba próximo.

Sus palabras llevaban el lenguaje de una sangre oscura que le atragantaba la garganta, impidiéndole que la súplica al altísimo encontrara conformidad en el infortunio. Como pudo lanzó el relicario de su madre por una vertiente del río. Creía  que su fe podría salvarlo de la muerte. Sus condiciones de sobrevivir eran mínimas.

Era tal su miedo a perecer que hacía esfuerzos extraordinarios por mantener los ojos abiertos. Trataba de mover la pierna derecha y ella no respondía de manera firme. La Cueva del Indio estaba protegida por diversos sistemas de celadas rústicas que evitaban la presencia de algún visitante extraño.

En una extensión de ocho kilómetros estaban distribuidas varias cuevas tapadas con hojas secas y ramas tiernas; si escapabas de alguna estaba la otra diseñada con mayor inteligencia artesanal para hacer caer al más osado.

El conquistador sabía pelear en condiciones desoladoras, pero al no conocer el terreno era una presa fácil para ir directo a la estocada final. Verdaderos ejércitos se perdieron en aquellas trampas: era la única posibilidad que tenían los moradores originales de resistir su brutal embestida.

Los gayones bajaron hasta el fondo de la cueva para asegurarse de la muerte de sus enemigos. Lo hicieron con unas gruesas lianas que sostenían hasta a cuatro de ellos. Fueron revisando los cuerpos uno por uno y con gran precisión limpiaban las bayonetas de madera para volver a colocarlas en posición de sorpresa.

Los caballos malheridos fueron sacrificados en el inmenso agujero; aquel grupo de hombres al parecer había pasado a mejor vida. Fueron subiendo los cadáveres para incinerarlos en señal de sacrificio para sus dioses. Con gran destreza los ubicaron en una inmensa hoguera construida con cinco niveles donde cabía una buena cantidad de personas, en la parte inferior se colocaban piedras calizas con abundante paja seca para, con el método de la fricción, producir el fuego que abarcaría todos los niveles en cuestión de horas.

El linaje del capitán

El capitán Aurelio Robles de la Serna había llegado desde Colombia para actuar en Venezuela. Antiguo descendiente del Conde de Toledo, su tío Vicente Alcázar y Terán fue un prestigioso militar que dirigía el regimiento de Puebla de Alamordiel, este  lo asume desde pequeño y se lo lleva a vivir a Cuenca, en la comunidad de Castilla La Mancha.

Con severidad va moldeando el carácter huraño del muchacho hasta transformarlo en un joven con inclinaciones militares. Ve en él un digno sucesor de una casa de hombres de uniforme. Lo viste de azul y blanco con banderas cruzadas de oro; una elegante espada con empuñadura de diamantes que trae inscrito el escudo real de la familia. Un cobijo cuartelado. 1º y 4º en campo de gules una flor de lis de plata. 2º y 3º de azur, un ala de oro.

Vicente Alcázar y Terán  lo toma por el brazo y lo lleva hasta un inmenso óleo sobre una chimenea de ladrillos carmesí: ese hombre, Aramic Almanzor, construyó el castillo de Ceguer, alrededor del cual se formó la ciudad de Alcázar, entre Ceuta y Tánger. La ciudad fue conquistada por Alfonso de Portugal en 1468.  

El rastro del dolor

Los indios gayones regresaron a su tierra con el relicario entre las manos. Sorprendidos por su naturaleza no entendían el mensaje de los dioses. Cuando descienden a una de las trampas se percatan de que algo se mueve detrás de las estacas.

Seis pequeños hombrecillos encuentran al capitán español Aurelio Robles de la Serna en condiciones francamente desoladoras. Con lianas resistentes lo subieron hasta llevarlo ante el sumo sacerdote. Cuando quisieron ajusticiarlo recordaron el relicario encontrado. Así que lo llevaron hasta la Cueva del Indio para ayudarlo a recuperarse.

Pasan algunas semanas y la reacción del capitán Robles de la Serna es mínima, relata historias ininteligibles en tierras lejanas con olor a otras batallas. Su debilidad corporal no impide que su mente evoque los momentos cumbres de su vida.

Había quedado huérfano a temprana edad, sus padres pertenecían a la corte de Logroño. Una revuelta popular penetró el palacio Almuercera, en la afueras de la ciudad, ellos lo ocultaron en un esfuerzo supremo por salvarle la vida; un tendal de cueros de oveja sirvió de escondite para el pequeño. Sus padres lo besaron reiteradamente como presagiando que aquello significaba la despedida. Su respiración se entrecortó al ver cómo los  acuchillaban. Ese día salvó su vida llevando entre las manos el mismo relicario que lanzó al río. 

El milagro de amor

El capitán Robles de la Serna abrió los ojos. Al ver a Zafic pensó que estaba en el paraíso, que semejante mujer tenía que ser una flor danzante de Dios. Sus ojos eran de un azul fulgurante como el cielo, una cascada de rulos dorados caían hasta abajo de su generosa cintura de hembra esplendorosa; una verdadera deidad enchapada en piedras preciosas.

Al escucharla hablándole al oído comprendió que aquella mujer no era el fruto de su fantasía ante la debilidad por enfermedad. Ella con sumo cuidado le hizo beber un brebaje de sabor extraño y le explicó que la combinación de hierbas y el favor de Huaca lo habían sacado del camino de la muerte: que tendría una nueva oportunidad para subsanar los errores pasados y ser el baluarte de un propósito en el que estarían unidos por la fuerza de un tallo que sellaría dos mundos.

Fue mejorando del brazo de aquella mujer. Observaba el amor que sentían los gayones por su unidad como tribu; compartían todo y cualquier dificultad de alguien era la de todos. En las noches de plenilunio fue sintiendo que su ayuno de besos, que la orfandad manifiesta de su alma traslúcida, merecía remar hasta las caudalosas aguas de los ojos de Zafic.

Una noche en que el torrente subterráneo lucía con mayor esplendor sintió como sus labios sedientos eran besados tímidamente por Zafic. En su rostro vio el amor y en sus manos el relicario que lanzó al río. Dos mundos se unen en el tallo de la felicidad.


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