Si no fuera por el Centro de Estudios sobre Malaria, CEM, Francelis Pacheco no hubiera recibido tratamiento para esa enfermedad. Pero la institución, que alguna vez ayudó a erradicar el mal en Venezuela, languidece con la crisis. En un país con epidemia de malaria, donde escasea 85% de las medicinas según el gremio farmacéutico, los pacientes encuentran respiro en esta entidad pública que, con un presupuesto ínfimo, depende de donaciones.

Comerciante de 25 años de edad, Pacheco ha enfermado aproximadamente 20 veces de paludismo -como también se conoce la malaria- en las minas de oro del estado Bolívar, infestadas del mosquito que lo transmite. «Si no hubiera tratamiento aquí, realmente no sé cómo hiciera», dijo mientras esperaba otro diagnóstico en el instituto, en Caracas.

Se gana la vida vendiendo ropa y cigarros a los mineros en Bolívar y la vecina Guyana, a casi 600 km de su casa en la barriada capitalina de Petare.

De 20 a 30 personas de varias regiones llegan diariamente al centro, que funciona en la Facultad de Medicina de la UCV, en Caracas,  para diagnosticarse y recibir las pastillas que les ayudan a paliar los síntomas de una enfermedad potencialmente mortal.

Con aportes de científicos como el venezolano Arnoldo Gabaldón, ex director del centro, Venezuela fue el primer país en erradicar la malaria en 1961, pero hace 7 años hubo un rebrote que se convirtió en epidemia en 2016, según el Ministerio de Salud y la ONG Red de Epidemiología.

«Pobreza extrema»

Microscopios amarillentos, un lavaplatos manchado de químicos morados, neveras corroídas por el óxido. El laboratorio opera con equipos viejos. Con los años han dejado de funcionar neveras, aires acondicionados, congeladores e incubadoras por falta de presupuesto para su mantenimiento y reparación.

Hasta 2007 se recibieron fondos estatales para estudios y proyectos, pero mermaron hasta desaparecer, cuenta Óscar Noya, director de la institución, fundada en 1973.

«En Venezuela el financiamiento para la ciencia y la investigación es cero», afirma Noya. La nómina es de 8 personas, entre técnicos y profesionales, quienes reciben salarios que equivalen de 7 a 11 dólares.

Solo en mantenimiento se requieren 1.000 dólares mensuales. «Estamos en niveles de pobreza extrema», expresa Noya. Indica que «un investigador de dedicación exclusiva debería ganar entre 4.000 y 5.000 dólares».

Pese a ello, el centro sigue postulando proyectos de investigación sobre el paludismo en universidades de Francia, España o Escocia, que le permiten obtener financiamiento.

Epidemia

La Organización Mundial de la Salud indica que Venezuela, con 411.586 casos en 2017, es uno de los países de América con mayor incidencia de malaria. Pero Noya calcula que el número actual de enfermos es «cercano a 2 millones».

Solo en 2018, la entidad atendió a 3.500 pacientes, principalmente de Bolívar, donde una fiebre del oro atrajo a personas de todo el país en los últimos años. Esto equivale a «más de 150 veces de lo que tratábamos en el pasado con el mismo personal», refiere el director.

El gobierno dejó de publicar boletines epidemiológicos en 2016, cuando reconoció una epidemia de paludismo con 240.613 casos.

Con un mobiliario reducido y desgastado, el instituto sobrevive con donaciones de ONG como Médicos sin Fronteras, Aid For Aids y el Rotary Club, así como con alianzas internacionales. Las contribuciones van desde pastillas y pruebas rápidas, hasta guantes y cloro para limpiar las instalaciones.

En 2018 también se recibieron antimaláricos de la Organización Panamericana de la Salud, canalizados por el gobierno, tras dos años sin medicamentos, según Noya.

«Hoy en día estamos en el foso, pero somos batalladores. Por eso es que seguimos aquí, aun cuando hemos tenido ofertas para irnos del país» a trabajar en el extranjero, agrega Noya.


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