Para muchos venezolanos, la incertidumbre de llegar a una tierra ajena guarda en sí el quebranto de alejarse de las querencias. De desacostumbrarse a las cotidianidades y de, incluso, reinventarse para mantener la promesa de ayudar a los familiares. Bien sea en Colombia, Perú o Argentina, los kilómetros de distancia no se olvidan con los días. 

Sobre las calles de Riohacha, Colombia, algunas franelas de la Vinotinto se observan con recurrencia. El morral tricolor, que se ha convertido en símbolo de la diáspora, tampoco es una excepción. “Aquí hay más venezolanos que colombianos”, aseguran la mayoría de los locales.

Alejandro Gómez es uno de los rostros que ha tenido la migración de Venezuela. Es licenciado en Administración de la Universidad del Zulia, técnico superior en Instrumentación Industrial y asegura que nunca imaginó que terminaría trabajando en la ciudad costera.

“Lo que en mi vida había hecho, lo vine a hacer aquí”, confiesa mientras toma un vaso de refresco en la pizzería del hotel Arimaca, donde trabaja desde hace siete meses. Aunque reconoce que no puede quejarse por la estabilidad que ha logrado, no oculta cómo fueron sus primeras experiencias de trabajo.

“El venezolano tiene que bregar, tiene que ser fuerte. No es emigrar porque sí, porque vas a estar en un país que no es el tuyo. Es difícil trabajar sin ningún tipo de beneficio laboral. Yo trabajé un año y ocho meses en mi primer empleo aquí y el día que me fui, me fui como entré: sin nada”, comenta.

Luego de llevarles el menú a los comensales, Gómez asegura que hay intolerancia hacia muchos venezolanos en Riohacha. Su caso no estuvo alejado de esa realidad.

“Me cansé del maltrato psicológico, que me dijeran que todo estaba mal, que nada de lo que hacía servía porque yo era venezolano. Y llegó el momento en el que ya no pude aguantar más. Uno como persona tiene que ponerse ciertos límites”, relata sobre su primer trabajo, en el que comenzó como bartender y luego fue encargado del local.

A pesar de que Gómez comenta que el trabajo que ahora tiene, también como encargado, le permite enviar semanalmente dinero a sus familiares en Venezuela, hablar de su país le evoca recuerdos y nostalgia.

“Créeme que tengo mucha esperanza de que Venezuela cambie. No te imaginas las ganas que tengo de volver”, afirma de forma pausada.

Sentado en la barra del local, Gómez observa a uno de los mesoneros entregarle el pedido a un visitante.  “Vas a probar la mejor pizza venezolana hecha en Colombia”, le dice antes de retirarse.

Desde una de las ventanas se observa cómo el ocaso se asoma en Riohacha. Entretanto, algunas personas con camisas de la Vinotinto y bolsos tricolor siguen cruzando la frontera y dando nuevos pasos lejos de su tierra.


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