No quiere dar su nombre y tampoco quiere hablar. Solo está parado a un lado del patinódromo ubicado en el Malecón de Cúcuta (Colombia) esperando a que la clase de patinaje finalice. Los niños dan la vuelta a la pista una y otra vez. Él los mira mientras saca chocolates, turrones y una docena de Frutilupis desde el interior de su morral. “Adivina cuánto hay en esta mercancía, en estas tres cositas: 2.500.000 de bolívares”. Es venezolano, no lo dice, pero se delata.

A pesar de que no revela nada sobre su origen, en esta ocasión es evidente, pues su “tumbao” al hablar contrasta con el ritmo pausado del colombiano y con el “usted” cortés de ese lado de la frontera. No tiene zapatos. Calza unas zapatillas tipo Crocs y unas medias blancas. “Estas bichas son muy cómodas pa’ caminar, me pongo mis medias y ando de aquí pa’allá”.

El Chuchero vive en Cúcuta desde hace dos meses, pero tiene que cruzar caminando la frontera hasta Venezuela para comprar mercancía en bolívares. No utiliza ningún tipo de transporte a pesar de que debe recorrer dos horas entre ida y vuelta. Lo hace para ahorrar dinero. Sin embargo, las pérdidas son inevitables, pues, al pasar por la frontera debe pagar “aranceles” a los militares venezolanos para que lo dejen entrar al país. Ese día, más temprano, no tenía nada que darle a los oficiales, solo la mercancía.    

—¿No tienes nada? Bueno, dame dos chocolates ahí —exigió un guardia nacional venezolano para dejarlo pasar.

“Me descompletaron la mercancía. Yo por lo menos ahí perdí parte de mi ganancia.  No me lo estás preguntando, ‘mano’ (hermano), pero es un rollo pasar la frontera. Los guardias siempre quieren quitarte algo. La vaina está ruda, no es como la gente piensa. Vienen pa’ acá a trabajar y creen que la vaina es ‘mantequilla’ (fácil). Uno tiene que guapear (esforzarse)”.

Las barras de chocolate las vende en 1.600 pesos, mientras que los turrones y los frutilupis los deja en dos por 1.000 pesos. “Me quitaron dos chocolates, pero ahorita agarro y vendo y recupero algo. Se le gana poco, pero lo importante es salir de la mercancía. Estamos en un país que no sabemos. Vivimos el día a día”.  

II

La conversación es fluida, unilateral, un monólogo. Aunque al principio no quería hablar, ahora no deja de narrar su vida. No hay preguntas en esta entrevista improvisada, solo desahogo. Aunque no revela su nombre, cuenta que también vende jugo de naranja en las calles. Narra que emigró con su esposa desde Puerto Cabello. Ella es farmacéutica y trabaja como masajista en Colombia.  Explica cómo es su relación con sus compatriotas venezolanos.

“Hay venezolanos que han venido acá y, lamentándolo mucho, han echado a perder la broma. Mucha gente, por ejemplo, me mira con mala cara por solamente ser venezolano. Nosotros tenemos es ese venezolano de raíz, ¿me entiendes?, ese venezolano que viene de nosotros. De hecho, me he puesto a hablar con mi esposa, he pensado en irme. Hay días en que uno se para y las ventas no son iguales”.

En esos días malos el Chuchero obsequia el jugo de naranja que le sobra. Él prefiere regalarlo en vez de botarlo. “¿Coye, quiere jugo, jefe?”, le dice a la gente en la calle. “Uno el venezolano es humilde, uno está echándole pichón, uno está haciendo el bien”, lo dice para justificar su acción y recalcar que no es ajeno ante las injusticias de su entorno.

Un niño está tirado en el suelo de un parque y al lado tiene su bicicleta. Un señor discute con él, lo agrede verbalmente. El niño calla. El tipo le grita. Lo sigue agrediendo.

A un lado un comerciante de la calle vende jugo de naranja. Mira la escena. Continúa con su faena. Hace calor. La gente le compra. Trata de omitir la escena.

El niño llora. El hombre sigue gritándole. El Chuchero sigue vendiendo jugo. El niño llora. El hombre levanta la bicicleta y la golpea contra la humanidad del menor. Ahora lo agrede físicamente.

El venezolano deja de vender jugo. Se interpone entre el niño y el señor.  

“Aquel día eso me cayó como que… ¡naguará! Coye es un niño vale, ¿cómo te vas a meter con un niño? ¿Cómo lo vas a maltratar así? Entonces le reclamé y el señor me dijo un poco de cosas y ofensas. Tuve que retroceder y quedarme callado porque no estoy en mi país. Estoy trabajando, hermano, igual que todos”. El Chuchero hace una pausa. Suena indignado, impotente. Cambia su tono de voz:  “Por lo menos vacié dos garrafitas de naranja hoy”.

El saco de naranja lo compra en Cúcuta entre 12.000 y 15.000 pesos, según el día. En una jornada con buenas ventas se pueden obtener hasta 25.000 pesos y, además, le quedan frutas para otra ocasión. El dinero que le sobra lo invierte en el pago del alquiler, 250.000 pesos mensuales (con servicios públicos); en comida y en remesas para su mamá en Venezuela. Se divide los gastos con su esposa, quien posee un sueldo mayor que él. El salario mínimo en Colombia actualmente es de 781.242 pesos mensuales.

“Aquí también la plata se vuelve sal y agua. Pero por lo menos aquí uno consigue los artículos que no hay en Venezuela: harina de maíz, arroz, carne, pollo. Con lo que uno medio gana aquí, uno come bien”.

III

En Venezuela probablemente el Chuchero no era chuchero, tenía un nombre. No caminaba tanto y, tal vez, no lo miraban atentamente cuando le escuchaban el acento. Su denominación común, “venezolano”, no salía en la primera plana de Sucesos y tampoco se resaltaba lo malo de su lugar de origen. La palabra “extranjero” no la relacionaba con él mismo sino con los colombianos, peruanos, ecuatorianos, chilenos, dominicanos y  portugueses que fueron en otro tiempo a trabajar a su país.

—Yo te lo voy a decir, lo que pasa es que me da un poco de pena —comenta como si fuera a confesar un pecado—: yo soy dueño de una tienda de ropa en Puerto Cabello. Me tuve que venir acá porque el capital ya no me daba para vivir. Cuando vendía la mercancía no podía comprar más prendas porque no me alcanzaba.

Su tienda la sustituyó por unas golosinas, su carro por unas Crocs y su casa por una habitación. Su familia se convirtió en imágenes y voces con las que habla cada tres días. El dinero que podría gastar diariamente en llamadas prefiere enviárselo a su madre y hermanos en Venezuela. El minuto para llamadas internacionales cuesta 200 pesos y 1.000 una llamada de 5 minutos.

“Está fuerte la vaina en Venezuela. Cuando me vine dije: ‘¿Qué puedo perder yo?’ Desde que estoy aquí  cambio de pesos a bolivares. Compro en bolívares, vendo aquí y lo mando en pesos a mi  familia. Abandonar a mi mamá fue una de las cosas más fuertes. Ella está por allá lejos, uno está por aquí. Por más que sea eso pega”.

El vendedor de chucherías mira la hora en su teléfono y voltea hacia el patinódromo, donde los niños terminan de entrenar. En la noche habrá una pequeña reunión en las gradas del recinto, ahí aprovechará para vender sus productos. Es prudente al momento de abordar a sus clientes y se acerca mostrando las golosinas que sostiene en sus manos.  No siente pena de ser lo que es en ese momento, un chuchero, porque sabe que no está haciendo nada malo, pero cuando piensa en lo que era en su tierra natal la melancolía vuelve, pues un plato de comida pesa más que una tienda sin ropa, un carro sin repuestos y una esposa farmacéutica sin medicinas que vender.


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