La tarde pegostosa tiene rastros de llovizna pasajera. El terminal, ubicado en una de las avenidas del este de Caracas, se encuentra atiborrado de gente. Ruido de maletas rodantes que van y vienen, las voces se pierden entre el zumbido general de la  multitud y el cielo, anaranjado y con algunos nubarrones grises, enmarcan el cuadro caraqueño como si de una pintura triste se tratase.

“Pasajeros que van hacia Maracaibo, abordar la unidad por la puerta 4”, dice una voz femenina por el parlante que se oye en cada esquina de la sala de espera. Varias personas se ponen de pie y, con maleta en mano, se dirigen cabizbajos hacia la zona indicada para iniciar su viaje.

Sollozos inundan de pronto el lugar. Las familias se abrazan y lloran juntas, se toman de la mano y se susurran cosas al oído mientras tratan de secarse las lágrimas y disimular sus rostros enrojecidos.

“Te amo, hermano, no te olvides de mí”, se lee en un cartel que sostiene una niña que llora desconsoladamente y que se encuentra parada al lado de la puerta 4, esperando la salida de todos los pasajeros. Su hermano, un joven alto, se da la vuelta y la abraza. Todos miran la escena y siguen hacia adelante, a pesar de las lágrimas, a pesar de la despedida, no miran hacia atrás.

Una señora mayor, después de un largo silencio, explica que ella viajará hacia Maracaibo, Zulia, para irse a Maicao, Colombia. Con desesperanza en su mirada y un quiebre en la voz, relata que se va con sus hijos, que deja su hogar en “su tierra”, un lugar al que ya no pertenece y donde vivir se convirtió en una tarea casi insoportable. La mujer se levanta y se pierde entre la multitud, se convierte en una despedida más.

El trayecto hacia Maracaibo es intermitente, carreteras y avenidas oscuras contrastan con la luz que la luna arroja sobre cada calle, sobre cada grieta en el asfalto.

El amanecer se asoma y el calor característico del estado Zulia se siente desde antes de cruzar el puente sobre el lago. El cielo, de un azul pulcro, resalta cada color de la capital zuliana y los pasajeros se vuelcan hacia las ventanas para admirar aquel paisaje, como si aquella escena fuera única e irrepetible.

Al llegar a un terminal a oscuras, las personas toman su equipaje y los gritos de choferes y taxistas ofreciendo sus servicios inundan todo el lugar. Todos van hacia Maicao. Cada uno de ellos se hace parte de esa faena del adiós, marcada por los rostros cansados que cargan su maleta -y todas sus esperanzas- en aquellos automóviles de ruedas gastadas y latonería oxidada. Las despedidas no terminan.

El calor que se siente en la tierra de la Chinita es sofocante y el sudor recorre el cuerpo casi descontrolado. Trasladarse de Maracaibo a Machiques no es una travesía sencilla, un autobús atiborrado de gente espera hasta que ya no quepa ni un alma más para arrancar y dejar que la brisa caliente pueda sortear el vapor que mantiene a los pasajeros inmóviles.

El sol brillante ilumina cada parte del camino, a veces de tierra y otras de asfalto, y el trayecto parece inacabable. Después de cuatro horas rodando, las calles largas del poblado de Machiques se abren paso y un hospital de fachada desgastada le da la bienvenida a todo aquel que llega.

La luz del mediodía es casi enceguecedora. El aire se respira caliente y el terminal de Machiques luce desolado. Las rutas de los choferes varían, algunos se dirigen hacia la Sierra de Perijá y otros van hacia Maicao, nuevas despedidas se avecinan.

Niños descalzos inundan los rincones. Cabello liso y piel tostada son los rasgos característicos de los miembros de las etnias Yukpa y Barí, quienes esperan con rostros llenos de resignación que llegue el transporte que los llevará hacia la Misión del Tokuko, en la Sierra de Perijá.

Llega el “Pirata”, una camioneta que va hacia el Tokuko y que parece soportar no solo el calor y el peso de los pasajeros, sino también los baches que inundan todo el camino hacia la Sierra. Este tipo de transporte no solo se puede abordar en su interior, sino que también se puede hacer el viaje en el techo, lugar privilegiado desde donde se observa cada parte del magnífico paisaje que dibuja la cadena montañosa más septentrional de la Cordillera de los Andes.

Araguaneyes pintan el camino hacia la Sierra de un amarillo impecable. Mientras el Pirata avanza, las montañas parecen incrementar su tamaño. Varios kilómetros de terreno incinerado contrastan con los colores del paisaje y un cartel que reza “Bienvenido al Parque Nacional Sierra de Perijá” pasa desapercibido frente a la mirada cansada y llena de resignación de cada de uno de sus habitantes.

Niños desnudos y con sus pies de cara al asfalto hirviendo cargan machetes y comen mango a un lado del camino. El Pirata no se detiene y sigue su recorrido hacia El Tokuko. El calor deja la piel pegostosa y el zumbido de los mosquitos resuena sin cesar.

En la Casa Hogar Fray Romualdo de Renedo el ambiente es distinto. Las risas de los niños resuenan y el tiempo parece suspendido mientras cae la tarde y el cielo se pinta de anaranjado. Desde el patio central de la casa se ve Piyitaku, la montaña con rostro de hombre que es sagrada para los Yukpas y que se puede observar desde casi cualquier punto de la Sierra, no hay rastros de ciudad. El verde más puro y natural se adueña de toda la escena, que se muestra como un paraíso terrenal venezolano.

Una vez que culminan las clases en la Unidad Educativa Sagrada Familia, institución adjunta a la casa hogar, después de la hora de almuerzo, los niños ríen, juegan y se dispersan. Sin embargo, cada uno de ellos tiene su propia historia. Padres que emigraron, cartas que no han sido respondidas, luchas contra el paludismo, hogares vacíos y sueños por cumplir son situaciones que abundan en lo más profundo de la Sierra zuliana.

Niños olvidados, sonrisas apagadas, terrenos descuidados, un paraíso abandonado. Entre tanta belleza natural, la realidad de la Sierra de Perijá se asoma y no muestra más que un grito silencioso de auxilio.

Cada uno de los habitantes de la Sierra reconoce sus caminos y la mayoría domina tanto la lengua de su etnia como el castellano. Recorren los senderos y no dejan que el adiós los defina, los derrumbe.

“Todos se van, cuántos quedaremos”, se preguntan.

El drama de la despedida dice presente en el Ambulatorio Rural II del Tokuko. Todos se han ido. Un solo doctor, que se ha convertido en la esperanza de cualquier mal, es quien permanece y lucha día tras día contra los embates de la escasez, la desnutrición y el paludismo.

El paisaje, formado de altas montañas verticales, bosques húmedos y grandes y extensos ríos, permanece oculto debajo de una capa espesa de miseria, olvido y abandono. Cruzar la frontera y dejar atrás lo que en algún momento fue una de las maravillas naturales más grandes de Venezuela es para muchos, hoy en día, la decisión más acertada.

Amanece y el Pirata se dirige hacia Machiques. Se abre camino y la brisa helada de la mañana golpea los rostros, es un alivio en medio de tantas tardes acaloradas. Todos los pasajeros permanecen silenciosos y miran hacia Piyitaku, un rostro de hombre que se aleja cada vez más. El sol se va asomando en un cielo que parece pintado con acuarelas y el verde del camino ilumina, centellea.

Regresar a Maracaibo es una peregrinación, otra despedida. El calor del mediodía parece más pegostoso que el día anterior y el camino también parece hacerse mucho más largo. La Sierra se va a alejando con sus paisajes, sus tesoros y sus habitantes, quienes exigen que sus espacios sean respetados y cuidados.

La luz de la tarde embellece al puente sobre el lago. La gente no deja de volcarse una y otra vez hacia las ventanas del autobús para visualizar aquella escena que se muestra única ante sus ojos, un paisaje que es un regalo zuliano.

Caracas da la bienvenida con su brisa fría y su cielo oscuro. El terminal permanece abarrotado de personas y los rostros son los mismos. Los abrazos, lágrimas y quejas se replican, la despedida sigue ganando espacio. El adiós se volvió el lenguaje común y no importa si es en el Zulia o en la capital del país, muchos son los venezolanos que día tras día se resignan y viajan hacia otras fronteras, sin puente sobre el lago, sin las maravillas de la Sierra de Perijá.  


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