Los rayos del sol calientan las calles caraqueñas y empegostan la piel de los transeúntes, el mismo sol que desde hace semanas se ha convertido en la principal fuente de luz de todos los venezolanos, que se aferran a él durante el día para después sumirse en el frío y en la oscuridad de una noche que se muestra interminable, incierta.

Es miércoles, la semana aún no ha llegado a su final, pero trajo consigo un nuevo desafío que el país debe afrontar: las secuelas de un segundo apagón que afecta al menos a 19 estados.

La oscuridad no llega sola, aparece junto con el silencio de una ciudad que se observa adormecida y atormentada por las dificultades que parecen haber convertido la injusticia en cotidianidad y la desesperación en estado recurrente.

En la calle 13 de Lomas del Ávila, en Caracas, se escuchan silbidos, gritos y el ruido de una carretilla que va y viene. Una abertura en el suelo representa para muchos la solución de uno de los problemas más graves que llegan junto con las fallas en el servicio eléctrico: la falta de agua.

“No queremos a Maduro, no queremos a Guaidó, lo único que queremos es vivir bien”, grita un hombre a lo lejos. Nadie lo cuestiona, pero nadie le da la razón.  

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Envases plásticos de todos los tamaños decoran la acera que rodea el pozo de agua improvisado y en una fila las personas esperan su turno pacientemente.  

“Allá arriba en el barrio tenemos más de 22 días sin agua; cuando se va la luz todo empeora, no vemos mejoría. Agarrar agua de aquí antes de que se vuelva a ir la luz es la única solución que tenemos”, dice una mujer en exclusiva para El Nacional.

De rodillas y ayudándose con una cuerda, otra mujer se coloca al borde de la abertura y trata de asegurar su reserva de agua. “Nunca es suficiente”, indica mientras cuenta sus recipientes.

Las fallas en el sistema eléctrico no solo perjudican el resto de los servicios básicos, sino que implican otros problemas que los ciudadanos deben afrontar.

“¿Cómo hago para comprar hielo y mantener la comida que tengo? Si compro hielo entonces no me alcanza para comprar los alimentos. No hay salida, todo es malo”, lamenta otra de las mujeres que espera en la fila para recoger agua del pozo improvisado que se ha convertido en la salvación de muchos.

Algunos abastos abarrotados, estaciones de servicio saturadas, ventas de hielo improvisadas; no han pasado más de dos semanas desde que un primer apagón dejó al país a oscuras y el panorama es similar: las costumbres citadinas han quedado desplazadas por la premura y la preocupación de millones de personas que no saben en qué momento puedan volver a quedar en medio de la oscuridad silenciosa, en medio de la incertidumbre.

Cada quebrada, pozo o tubería rota en medio de la ciudad se muestra como una oportunidad, como una medida que no solo funciona para solventar las dificultades que trae consigo el apagón, sino que también es el único sistema con el que cuentan algunas personas que tienen más de dos meses sin que una gota de agua pase por las tuberías de sus casas.

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“Primera vez que venimos a buscar agua aquí, pero en nuestro barrio, en Guaicoco, desde el 4 de enero no llega el agua”, dice un hombre que hace fila en la Estación Pajaritos en la avenida Boyacá, mejor conocida como la Cota Mil, donde el Cuerpo de Bomberos Forestales del Cuartel Central dispone de un sistema de llenado que pueda beneficiar a todo aquel que necesite agua.

La Cota Mil se ha convertido en un punto estratégico, ya no es solo una vía que une Caracas de centro a este, ahora también es una zona de “aprovechamiento de agua”.

El calor del mediodía se percibe cada vez más fuerte y la fila de personas crece de manera acelerada; todo es plástico, gotas de sudor y una plegaria colectiva, pero silenciosa: “Ojalá que el agua no se acabe, ojalá que la luz no se vaya”.

José Luis Gutiérrez, Carlos Moncada y José Luis Patiño son tres hombres que comparten un camión en el que llevan envases de gran tamaño para tener agua de reserva en sus hogares, viven en el kilómetro 15 de Fila de Mariches y tienen año y medio sin el servicio de agua potable; se han vuelto expertos en la recolección, compra y almacenamiento del líquido.

“En todo este tiempo hemos pagado varias cisternas, ninguna nos llevó agua limpia, teníamos que purificarla con un producto que le regalaron a mi esposa, sobre todo para que los niños pudieran consumirla”, explica Gutiérrez.

Las preocupaciones de la familia Gutiérrez no solo se limitan a la falta de luz y a la carencia de agua limpia; no importa cuántos tratamientos de purificación lleven a cabo, no han podido impedir que sus hijos terminen afectados.

“Los niños se han enfermado, no paran los vómitos ni la diarrea, todo eso es por el agua, les hace mal y se deshidratan”, comenta abatido José Luis, quien además hace todo lo posible para distraer a sus hijos cuando la luz falla, todos sus esfuerzos van dirigidos a ellos, quienes “merecen ser felices a pesar de estar a oscuras”.

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“¿Será que algún día las cosas van a mejorar?”, se preguntan, pero nadie les responde.

Largas colas de vehículos se multiplican en todas las autopistas de la ciudad, comunicarse es prioritario. “Hay que hacer todo antes de que la señal vuelva a fallar”, dicen algunas personas. La autopista Prados del Este y el distribuidor Altamira, en la autopista Francisco Fajardo, se convirtieron en un centro estratégico de conexiones.

Luego del apagón de más de 100 horas registrado el 7 de marzo –que sumió al país en la oscuridad más larga de toda su historia– y del apagón de este lunes 25, los venezolanos no consiguen recuperarse, viven sumergidos en la paranoia y en la preocupación de que en cualquier momento el sistema eléctrico volverá a fallar y la incertidumbre pasará a ocuparlo todo, normalizando lo incorrecto.


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