En Playa Grande ha oscurecido. Es casi medianoche del viernes y todos sus visitantes han regresado a sus casas o posadas. Las olas rompen y liberan su energía a la orilla del mar, la espuma del agua salada resalta por encima de la marea y la línea del horizonte. La imponente silueta de las palmeras y las montañas que bordean la playa contrastan con las miles de lucecitas que brillan y titilan en el cielo. Al sureste cae una “estrella fugaz”, perceptible solo por un breve instante.

La arena desprende un leve brillo con la fricción de los pies, producto de organismos bioluminiscentes que también abundan en el agua. El pueblo de Choroní también está a oscuras desde hace varias horas, producto de un corte de electricidad. La tenue luz de la luna cae sobre sus calles y ofrece un panorama único.

El amanecer se hace esperar. El sol sube lentamente por encima de las montañas. Cuando termina de salir se oculta la luna, escoltada por el brillo inconfundible del planeta Júpiter, visible a simple vista. Mar adentro ya se encuentran pescadores de la zona en busca del principal sustento alimenticio de la población: el pescado. Al mismo tiempo, los colores de las casas y calles de Choroní vuelven a brillar.

Los colores cálidos del crepúsculo en el horizonte dan paso a un cielo azul nítido, reflejado en el mar en una variedad de tonos que llegan hasta el verde aguamarina. Las montañas exhiben un verde exuberante, con abundante presencia de mariposas y gran diversidad de árboles y flores. Las casas y posadas sonríen pintadas de tonos claros: amarillos, azules, rosados, anaranjados y verdes. Resaltan las ventanas coloniales.

Choroní se encuentra al norte del estado Aragua, en el municipio Girardot. Su única vía terrestre es una estrecha carretera de 43.500 metros que atraviesa las montañas del parque nacional Henri Pittier, construida décadas atrás y deteriorada por la falta de mantenimiento por parte del Estado. En el sector Romerito aún recuerdan con asombro la crecida del río “Las Mercedes”, ocurrida el lunes 21 de agosto, que dejó cuatro muertos y un niño desaparecido.

Ese lunes había llovido durante varias horas en lo alto de la montaña. Por el inusual caudal del río, el tránsito de vehículos y de personas fue detenido. Testigos narraron que de pronto bajó “una ola” de varios metros de altura arrastrando árboles, piedras y sedimentos. Producía un estruendo que se escuchaba en todo el sector. En el intento desesperado por echar para atrás los carros, un hombre quedó atrapado en medio de dos vehículos, lo que le causó la muerte. En ese momento un Aveo azul, que no tuvo tiempo de retroceder, fue alcanzado y arrastrado por la corriente: murieron otras tres personas y desapareció un niño.

Ana Rodríguez, quien tiene un negocio al lado del río desde hace 21 años, llegó al sitio una hora después del incidente. Narró que los carros estaban unos encima de otros, las personas aterradas en medio de un panorama desolador. El agua dejó grandes piedras en su camino y se llevó además una pasarela y el sistema de suministro de agua. Nunca había visto nada igual en el tiempo que vive en Choroní. Yerimar Pirela, habitante del sector, perdió parte de su casa ese día. Debió reubicarse con familiares y fue advertida de que no puede volver a residir en el mismo lugar. El gobierno solo le dejó la promesa de darle un nuevo hogar.

La carretera también se vio alcanzada por el fenómeno natural. Hubo derrumbes de árboles producto de las precipitaciones que incomunicaron al pueblo. Más allá de Romerito no hubo afectaciones. La atención por parte de las autoridades fue lenta, comentó Rodríguez. Los funcionarios del Estado acudieron a Romerito pero a tomarse fotos. Los habitantes de Choroní han tenido que levantarse por sus medios, colaborar entre todos y unirse para recuperar, paso a paso, la normalidad.

Poco después, los habitantes y posaderos de Choroní estuvieron listos para retomar el turismo, principal fuente de ingresos de la zona. Pese al incidente, el pueblo todavía conserva su magia, característica por la que es reconocido en todo el país.

Recorrer el pueblo es encontrarse con personajes pintorescos, pero también con niños que corren, juegan y conservan la inocencia reflejada en sus rostros y palabras. Niños que comparten sentados en el piso o sobre embarcaciones y no temen llenarse las manos de tierra, cuyos ojos brillan de curiosidad e ilusión. Los adultos, por su parte, van y vienen por las calles coloridas. Muchos caminan descalzos, cómodos. Se reinventan día a día para mantenerse en pie a pesar de la grave crisis económica que afecta al país.

A pocos minutos del malecón, en el mar, un grupo de pescadores espera pacientemente que sus redes se llenen para sacarlas del agua. El sitio para pescar no fue seleccionado al azar. Una persona se ubicó en una parte alta de la montaña para avisar dónde había mayor presencia de cardúmenes. Además, dos buzos están sumergidos para reportar a los lugareños la cantidad de peces dentro de la trampa armada.

En uno de los botes hay once pescadores, nueve hombres y dos mujeres; en el otro solo seis. Hay un clima oportuno. El sol se alza sobre sus cabezas y  sobre las redes se ubican más de una decena de pelícanos que conocen la escena que tendrá lugar a continuación, esperando alcanzar algún pez.

En el momento indicado por los buzos, los pescadores comienzan a tirar de la red hacia arriba, a estrechar el espacio entre ambas embarcaciones y a obtener el fruto de la paciencia y la experiencia. La operación compromete la fuerza de todos los pescadores. Los botes se balancean de un lado a otro por sus esfuerzos y poco a poco comienzan a caer los pescados dentro de los barcos. Aún no están muertos, revolotean y se estremecen unos encima de otros, salpican el agua hasta por más de 45 centímetros sobre ellos. El sonido que producen es ensordecedor, opaca el del oleaje. El olor inconfundible del pescado inunda todo el bote.

Los lugareños coinciden en que sin el alimento que les brinda el mar se morirían de hambre. Además de esta actividad, han comenzado a sembrar, pues no escapan de la crisis alimentaria. Los alimentos que venden en el pueblo, como el azúcar, la harina, los huevos y el arroz, tienen un alto costo. La tierra en Choroní es fértil y permite cosechar en abundancia plátanos, cacao, aguacates, caña de azúcar y ñame de palo, entre otros alimentos. Alrededor del mediodía la gente se organiza en el malecón para esperar el regreso de las embarcaciones con el pescado, que es vendido mucho más económico que el pollo o la carne, inaccesible para la mayoría.

Los peces más comunes son el atún, bonito, jurel, albacora y en menor medida el dorado. Son preparados fritos, en albóndigas o en salsa y sirven de relleno para las empanadas con las que desayunan en el pueblo. En la tarde es común ver a los lugareños con tres, cuatro y hasta cinco pescados en la mano, camino a sus hogares o mientras charlan en el malecón. La actividad no para durante todo el día en la zona.

Aunque parezca contradictorio, los pescadores aseguran que mientras más peces atrapen menos ganan: los precios del alimento son definidos arbitrariamente por los compradores al mayor. Los lugareños llaman a dicha situación “la rosca”, pero en el día a día lo tildan de “sinvergüenzura”.

Martha Elena Gómez está orgullosa de su desempeño en la pesca, dice que ningún hombre es mejor que ella a la hora ir mar adentro. Son las 5:00 pm y está sentada sobre un tobo en el malecón, descansa de la jornada sabatina que inició a tempranas horas del día. Observa el ir y venir de las personas en el pueblo para luego partir a su casa. Su esposo es carpintero y debido a la crisis económica se hizo pescadora para ayudar al sustento de su casa. Pese a todo, disfruta de lo que hace.

La electricidad parece haber vuelto de forma definitiva. Es temporada baja y hay pocos turistas. Los lugareños se concentran en varios puntos del pueblo para conversar y compartir un trago. El sol anuncia el anochecer ocultándose sobre el mar. El cielo en el horizonte adopta tonalidades amarillas y anaranjadas, visibles desde el malecón de Puerto Colombia. Al mismo tiempo, en las montañas destacan los sonidos que producen los animales de la zona: el canto de despedida de las aves, el croar de las ranas y el anunciamiento de los grillos. La relación y convivencia armónica de los seres humanos con la naturaleza y el pueblo son parte de la magia de Choroní, que despertará al día siguiente con los brazos abiertos para recibir a las personas.

Fotos: Abel López


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