Por MARIELBA NÚÑEZ

Luego de siete meses de separación, la pequeña familia de Ruth Armas pudo reunirse. El esposo, Fernando, había emprendido la aventura de la emigrar a Buenos Aires, Argentina, y finalmente pudo reunir el dinero para pagar los pasajes de su esposa y de su hija de dos años, que aún seguían en Venezuela. El itinerario, organizado por una agencia de viajes, comprendía una travesía de cuatro días en autobuses y aviones. “Salimos de Caracas, con 70 dólares, un lunes a la 1:00 pm. Llegamos a Puerto La Cruz y luego seguimos a Santa Elena de Uairén para seguir en bus hasta Boa Vista, Brasil. A esa ciudad llegamos el domingo, como a las 12 de la noche. Casi un día viajando”, recuerda Armas.

Describe ese trayecto como el más arduo del viaje, especialmente por lo complicado de explicarle a su hija lo que ocurría. “Para ella fue un cambio de rutina brusco porque el día anterior sí había dormido en una cama, se había bañado, había estado con su abuela. A raíz de ese viaje mi hija dejó el tetero. No podía prepararlo, se podía dañar”, dice. El final feliz de esta historia -la reunificación familiar- es un desenlace añorado por innumerables venezolanos que han decidido emigrar para huir de una crisis que obligó a incluir al país, por primera vez, en el informe de la Oficina de Coordinación de Ayuda Humanitaria de la Organización de Naciones Unidas, divulgado en diciembre. Los emigrantes venezolanos, cuyo número supera los 3 millones, según ese texto, son, muchas veces “mujeres embarazadas, solteras, madres con niños, ancianos, y personas con problemas de salud y alimentación que requieren apoyo urgente”.

Niños, niñas y adolescentes también integran la diáspora venezolana, y aunque son reconocidos como población vulnerable, no hay hasta ahora mediciones que puedan decir cuántos de ellos forman parte del movimiento migratorio, señala Abel Saraiba, de la ONG Cecodap. “Hay que recordar que estas personas, en la mayoría de los casos, no se marchan porque quieran buscar nuevos horizontes, sino porque no ven otras alternativas frente al dilema de la supervivencia. Muchas veces se van como sea y a lo que sea, lo que trae complicaciones de diversa índole que muchas veces afectan a niños y adolescentes”, señala.

De acuerdo con un estudio realizado por Cecodap, mediante una encuesta realizada en 68 hogares donde ha habido separación familiar por causa de la migración, en 10% de los casos han sido los niños, niñas o adolescentes los que se han marchado. En Ecuador, que ha recibido más de 250.000 venezolanos en los últimos años, se calcula que 21% de ellos tiene menos de 18 años de edad, según datos ofrecidos por Alexis Eskandani, subsecretario de Migración del Ministerio del Interior de ese país. El Registro Administrativo de Migrantes Venezolanos en Colombia, divulgado en junio de 2018, indica que del total de población censada hasta esa fecha -819.034 personas- 118.709 eran menores de edad: 43% de ellos en la primera infancia, 32% en la niñez y 25% en la adolescencia.

Sin protección, sin documentos

En el centro de Lima, en la zona de Cercado, emigrantes venezolanos suelen ofrecer agua, alfajores, chocolates, arepas, empanadas, helados, gelatina. Muchos están acompañados por niños que no están estudiando, bien porque al llegar a Perú el curso escolar ya había empezado o porque no tenían la documentación necesaria para inscribirse. “No es posible que estos niños hayan salido de su país para ponerse a trabajar, en vez de estudiar y jugar», dice Yolanda Pabón, también emigrante venezolana.

Saraiba dice que en efecto la falta de “papeles” es uno de los problemas que afrontan los niños y adolescentes que emigran. “Encontramos que hay familias que no tienen documentos, bien porque en el país nunca pudieron procesarlos o porque sencillamente se fueron escapando de una situación de riesgo personal o familiar”, apunta.

También se ha dado el caso de que uno de los padres viaje solo con el niño o adolescente, sin contar con los permisos del otro progenitor, a pesar de que lo exige la ley. “Esto no ocurre en los casos en los que la migración se da por vías aeroportuarias, pero sí en los pasos terrestres, donde encontramos que autoridades de migración tanto de Colombia como de Ecuador y Perú están permitiendo el ingreso de ciudadanos venezolanos con documentación vencida o que no tienen permisos, y a quienes se les admite cualquier vía para probar que son los padres de estos niños”.

Beatriz Borges, directora ejecutiva del Centro de Justicia y Paz y especialista en el tema de migraciones, recuerda que en el sistema de protección internacional existen instrumentos que pueden activarse para dar protección a quienes son vulnerables, como es el caso de una porción de la migración venezolana. “Niños y adolescentes son parte de este grupo, bien sea que estén o no acompañados por sus padres. En el caso de la falta de identidad, hay ciertas medidas que se están emprendiendo para atajar el problema. Por ejemplo, en Colombia se estudia la posibilidad de que a los niños que nacen en el contexto de esta movilidad se les otorgue una tarjeta de identidad”. Una de las consecuencias de la ausencia de documentos es precisamente la dificultad para tener acceso a servicios como educación y salud, por lo que esto requiere una solución urgente, señala.

Travesía en solitario

Invisibles en el contexto de la masiva migración dan también los casos de niños y adolescentes que se están trasladando a otros países sin compañía de sus familiares. “Pasa mucho en las fronteras con Colombia”, señala Saraiba. “Las oficinas de migraciones tienen restricciones en esos casos, pero hay 180 trochas sólo en la Guajira, a través de las cuales niños y adolescentes cruzan inclusive solos”.

Las motivaciones de estos niños para emprender travesías de muchos kilómetros muchas veces descansan en la búsqueda de parientes que han emigrado. “Van transitando por pasos no oficiales, sobreviviendo de la caridad de las personas, y pueden llegar muy lejos sin tener documentos ni protección adecuada. Esto supone un reto y un dilema grande porque las autoridades de estos países muchas veces de contactar a las de Venezuela y estas no tienen capacidad de respuesta para ubicar a las familias de estos niños”.

Tanto Saraiba como Borges enfatizan sobre los graves riesgos que afrontan niños y adolescentes que emigran sin estar acompañados, que pueden convertirse fácilmente en víctimas de explotación laboral y sexual, así como de otros tipos de violencia. Un informe especial de Cecodap sobre las condiciones en las que se está dando la movilidad humana en la frontera con Colombia alerta también sobre el deficiente estado de nutrición y salud de la población que emigra, particularmente de niños y adolescentes. “Los niños tienen derecho y deben ser protegidos en su país de origen”, recuerda Borges, “pero esto no está pasando y es lo que está originando toda esta crisis. Entonces, los países de tránsito y de acogida deben dar protección diferenciada porque uno de los problemas es que en estas situaciones de movilidad humana masiva se cruzan las discriminaciones: niñas y niños, mujeres, población LGBT son vulnerables pero a ello se suman las exclusiones por raza, género, edad”.

Si bien la región no estaba preparada para dar cabida al enorme flujo migratorio de venezolanos, hay esfuerzos que se están haciendo para dar una respuesta, reconoce Saraiba, que menciona las medidas adoptadas por el Instituto Colombiano de Bienestar Familiar, “pero este es un proceso que requiere recursos, voluntad política y competencias”.

Borges llama la atención sobre lo que ocurre en los puntos de control migratorio, especialmente en casos de detención. “Migrar no es un delito, si lo haces de forma irregular puede considerarse una falta administrativa, aunque esto no debería dar lugar a que haya una detención. Sin embargo, en los casos en los que se emprende un procedimiento como ese contra niños, niñas o adolescentes se debe garantizar que reciban el trato y la atención debida”.

Del otro lado de la frontera

“Mi papá nos dejó, no nos quiere”. Luisa Pernalete, coordinadora de las Madres Promotoras de Paz de la organización Fe y Alegría cita así las palabras de los niños a quienes se les dificulta entender que alguno de sus progenitores se haya tenido que marchar a buscar mejor calidad de vida. Son ellos quienes forman parte de un grupo al que se denomina “niños dejados atrás”, los que se quedan en los países de origen mientras los padres emigran. Cecodap calcula que esta población en Venezuela es de más de 600.000 niños y niñas.

“Los niños sufren mucho y también lo hacen muchas veces las abuelas, que son quienes se quedan a cargo, es complicado para todos”, dice. El hecho de que el gobierno no reconozca esto como problema dificulta que se atienda a quienes están pasando por este proceso, señala. En el caso de Fe y Alegría, consideran que hay más de 4.400 niños en esta situación en las 175 escuelas que forman parte de esa organización. En algunos planteles hay más de 100 escolares que han debido afrontar esta experiencia. A Pernalete le preocupa los riesgos que pueden incrementarse en estos casos y señala que tienen en proyecto entrenar a las Madres Promotoras de Paz para que sirvan de acompañamiento.

Saraiba forma parte del equipo que prepara un informe sobre la situación de los derechos de la niñez venezolana debido a la diáspora que se presentará en una audiencia de Corte Interamericana de Derechos Humanos que se efectuará a mediados de febrero. La necesidad de políticas reunificación familiar, que permita que vuelvan a estar juntos muchos padres que hoy están separados de sus hijos, deberá ser uno de los aspectos que se incluya en la exploración de soluciones. En la encuesta que realizó Cecodap, más de 70% de las familias emigrantes tienen planes para lograr ese objetivo, pero más de 60%, apunta Saraiba, no ve claras cuáles son las posibilidades de materializarlo. “Se trata de una meta que puede ser más difícil en la medida en que no ocurre en el corto o mediano plazo”.

Con información de Adriana Ramírez (Ecuador) y María Alejandra Cortés (Argentina)


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