Desde finales de marzo, de manera sostenida o intermitente, la sociedad venezolana ha encontrado en la protesta pacífica la esperanza de revertir las condiciones socioeconómicas de hoy. Las fórmulas represivas han ido intensificándose en la medida en que la gente ha continuado con los reclamos de medicinas, alimentos y la petición indeclinable de una ruta democrática.

María Teresa Urreiztieta, psicóloga social, profesora titular e investigadora de la USB, piensa que tanto la ciudadanía como el gobierno son actores con responsabilidades muy delimitadas y que infundir terror en la gente es parte de un proyecto que podría tener permanencia en caso de que la constituyente se concrete.

—Hace apenas dos meses las protestas se disuadían con gases lacrimógenos y ballenas. ¿Cree que ahora se ha implementado una estrategia más agresiva?

—La ola de protestas se ha disuadido también con elementos represivos ilegales como detenciones arbitrarias, encarcelamientos sin el debido proceso, juicios exprés y condenas de estudiantes a cárceles de alta peligrosidad. Fueron fórmulas de intimidación a la sociedad para hacerle saber que no se permitiría la violencia que ellos tildan de “desestabilizadora”. Hay que decir que el gobierno abandonó formalmente la democracia y la institucionalidad el 20 de octubre de 2016, cuando suspendió el referéndum revocatorio, así que no le ha quedado otra que imponerse a la fuerza. Lo vimos desde el arrastre que sufrió la periodista Elyangélica González, sometida por un grupo de militares el 31 de marzo. Otro hito fue el ataque a paramédicos e iniciativas de las universidades que atienden a los heridos en los sitios de confrontación. A partir de allí ha habido una represión que tiene un componente de uso criminal de la fuerza del Estado en escalada cuyo objetivo es controlar las manifestaciones para imponer la asamblea nacional constituyente.

—¿Qué patrón podrían estar siguiendo los cuerpos de seguridad para infundir terror en la ciudadanía? 

—Las fuerzas armadas están sometidas desde hace mucho a un adoctrinamiento que subestima y coloca al poder ciudadano por debajo del poder militar. Este proceso tiene sus raíces en la doctrina ideológica del pueblo-soldado. Como lo expresó Chávez: el fin de la revolución es el pueblo en armas, lo que implica la militarización de las conciencias para borrar cualquier vestigio de educación y formación ciudadana que implique pluralidad, debate y reparto del poder. El ataque es contra el ciudadano que protesta de manera pacífica, que exige cuentas, responsabilidades y el ejercicio democrático de los derechos humanos y constitucionales.

—¿Hace bien entonces el general Padrino López cuando pide a la GNB que no cometa atrocidades aun cuando el proyecto que respalda es el de un pueblo-soldado en armas?

—No soy experta en fuerzas armadas, pero sí hay una profunda contradicción. Pareciera que el general no está controlando ciertos estamentos. Lo cierto es que en esta escalada de violencia de Estado el ciudadano es objetivo policial y militar, y lo que se busca es la desmovilización, la desmoralización y la intimidación de sus prácticas democráticas. La ideología del pueblo en armas, la militarización de la conciencia, nunca va a permitir protestas ni pluralidad; tampoco un ejercicio democrático de la disidencia ni crítica política de ningún orden.

—¿Cabría esperar que la gente se repliegue por miedo o que más bien siga manifestando?

—Este ciclo de protestas inaugura una nueva etapa en la construcción de una ciudadanía en marcha y en transición, la cual, por ser una expresión de afirmación y de hartazgo social importantísima, no va a encerrar a la gente en sus casas. Aunque puede ocurrir que haya un repliegue porque hay mucho miedo. Ese es uno de los efectos para desmovilizar e intimidar. Pero así como hay una escalada de la violencia de Estado, hay una escalada de la conciencia ciudadana que ya no tiene vuelta atrás. La gente con su indignación y reclamos no se va a volver a sus casas como si no hubiese pasado nada, pues a diario constata que sigue el mismo descalabro de las condiciones de vida, la agudización del desamparo y que no tiene garantía de sus derechos fundamentales.

—En su cuenta de Twitter escribió: “No entiendo este guion: los aplauden, alimentan y financian, los llaman héroes, guerreros, los lanzan al frente y luego los entierran”. ¿Puede ampliar esa lectura sobre los frentes de las marchas?

—Es un llamado de atención a la sociedad que apoya la construcción de un imaginario épico con unos muchachos heroicos y libertadores, como si estuviéramos en una epopeya del siglo XIX. Esos jóvenes van en una franja que se enfrenta a las tanquetas y a la represión del Estado más violenta y peligrosa. De hecho, hemos perdido una docena de adolescentes comprometidos con una idea de país libre por haberse enfrentado a lo peor del Estado. La sociedad tiene una responsabilidad importante en esta crisis y en las protestas tiene que ser consciente de ella, para ir construyendo una nueva ciudadanía alrededor de un proyecto de país que nos reconozca e incluya a todos. Me interesa destacar que no estoy en contra de la protesta juvenil, pero ellos no deben estar en una línea donde hay un uso desproporcionado de la fuerza. Es preciso desmontar el discurso épico: no son héroes, no son guerreros, no son libertadores, son ciudadanos que tratan de ejercer su derecho a la protesta en defensa de la democracia. No se debe seguir usando a los jóvenes como carne de cañón para agendas peligrosas de ciertos grupos y fracturar las manifestaciones. La protesta pacífica honra la vida al protegerla y al mismo tiempo permite que el ciudadano siga en las calles con la plena conciencia de que hay que defender la democracia, pues es ahora o nunca.

—¿Cómo aspirar a un sentido de civilidad en las próximas horas venezolanas? 

—El sentido de civilidad se está construyendo a diario y eso implica variar el repertorio de las protestas, no solamente marchar sino incidir en todos los escenarios problematizando la situación de gravedad, de tragedia que tendremos si se llega a imponer el proyecto constituyente. ¡Hay que ver la explosión de iniciativas creativas que ha habido para interpelar al gobierno y a la sociedad! Dale Letra, por ejemplo, está llamando la atención sobre la inmensa responsabilidad que tiene no solo el Estado sino la sociedad en la retoma de la ruta democrática.

—¿Podría producirse un estallido social amplio? 

—Es uno de los escenarios posibles: que la gente se lance a la calle con un “ya basta” que signifique la reafirmación de su convicción democrática; no sé si sea con violencia, ojalá que no. La transición está comenzando a dar sus frutos y la idea es avanzar sumando reclamos, indignación, voces y fuerzas sociales articulados con el hecho político.

—¿A qué concepción del mal alude este contexto de conflictividad y violencia?

—Es una pregunta muy difícil. Desde el punto de vista de la psicología social, es decir, desde una perspectiva política, el mal es todo aquello que atenta contra la convivencia y anarquiza las relaciones. El daño más profundo que se le ha hecho a este país ha sido a la convivencia democrática. La democracia tiene muchos defectos, pero también grandes virtudes y la primera de ellas es el reconocimiento de las diferencias. Cuando se trata de homogeneizar a través de un partido, un pensamiento, una ideología y un proyecto únicos, que se pone por encima del aparato legal, aparece claramente una expresión del mal que socava los derechos humanos y la institucionalidad democrática. Es el mal entendido como una profunda distorsión del Estado por la imposición de un proyecto que no está al servicio de los ciudadanos sino de un opresor.


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