En el encanto de los escenarios naturales los animales salvajes no son los únicos que acechan, la ilegalidad también lo hace a riendas sueltas cuando ocurren secuestros y asesinatos. Por más de 50 años sus responsables se han convertido en una huella imborrable de la historia de Colombia, y millones de personas se han sumado a sus listas de víctimas. En Venezuela no son una novedad, por el contrario, los habitantes de las zonas fronterizas saben a qué se refieren cuando escuchan hablar del Ejército de Liberación Nacional (ELN).

Aunque para varios países de la región son considerados como un grupo terrorista, en 2008 el fallecido presidente Hugo Chávez expresó su rechazo a esta calificación mientras daba su mensaje anual de Memoria y Cuenta. Lejos de ese término, el ex presidente describió a las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC) y al ELN como “verdaderos ejércitos” a los que “hay que darle reconocimiento”. Cuando cesó de hablar, una lluvia de aplausos llenó el hemiciclo venezolano.

Aquellos aplausos distan del ensordecedor silencio de El Tokuko en la Sierra de Perijá, estado Zulia, un sector en el occidente del país que no ha escapado de la presencia de grupos armados colombianos. 

Habitantes de la Sierra de Perijá aseguran que en el lugar hay presencia de miembros de la guerrilla | Foto: Iván Montoya

En los rústicos caminos de este lugar, las motocicletas conducidas en su mayoría por jóvenes indígenas se han vuelto parte de la cotidianidad. El contraste entre los que se movilizan en vehículos y los que caminan con los pies descalzos es evidente, así como la desigualdad entre las viviendas que inundan el paisaje: unas se cubren bajo un techo de materiales naturales, otras ostentan una antena con señal satelital.

Ante esas diferencias, la respuesta común es la vinculación con la guerrilla. “Ellos andan por aquí. Desde que este gobierno asumió el poder, ellos han hecho presencia real de vivir y de pasar al territorio venezolano”, afirma sin rodeos Nelson Sandoval, director de la casa hogar Fray Romualdo de Renedo ubicada en El Tokuko.

Una expresión de disgusto se asoma en el rostro de Sandoval cuando habla sobre el tema. Vestido de hábito y con el cerro Piyitaku de fondo, el padre capuchino explicó que allí la presencia de los conocidos “elenos”, como se les nombra a los miembros del ELN, aumentó luego de que un grupo de indígenas bari los expulsara de su campamento en el Catatumbo.

El motivo que desencadenó el hecho fue crucial, un disparo de los guerrilleros apagó la vida de su cacique, su máxima autoridad.

Pese a que Sandoval reconoce que no han recibido amenazas directas de los miembros del ELN, no oculta que desde el año pasado han vivido incidentes por su presencia. Uno de los que tuvo mayor trascendencia fue el día en el que una alcabala le exigió detenerse cuando se dirigía a la misión. Él sabía que no se trataba de funcionarios, sino de los “elenos” que minutos después lo apuntaron con sus armas para que se detuviera. 

Al recordar el acontecimiento, menciona con tono tajante las preguntas que les hizo cuando se bajó de su carro: “¿Por qué ustedes me están apuntando como si yo fuese un delincuente peligroso? ¿Qué están haciendo ustedes aquí?”. La única respuesta que ellos le dieron fue que estaban de «comisión”.

“Cuando vine a la casa del cacique me dijo: ‘Fray vos no sois el único que ha venido a poner esa queja’ y yo le dije: ‘¿Esto lo vamos a tolerar?, que ellos nos vengan a parar a nosotros en nuestro propio territorio, siendo nosotros venezolanos y ellos un grupo terrorista colombiano’”, relató.

Las comunidades aledañas a El Tokuko no han quedado exentas a la sombra de los guerrilleros. Durante marzo del presente año, además de herir de bala a un bari del sector de Saimadoyi, comenzaron a prohibirles el paso a los indígenas de esta etnia sobre su territorio ancestral.   

Jackeline Yirosi, habitante de esa comunidad, no se explica el por qué de estas exigencias. “Con qué derecho nos piden eso, si solo estamos viviendo de la caza, la pesca y más nada”, contó con un castellano pausado alegando que su rechazo también es por la tranquilidad de los niños.

Menores de edad han tenido que dejar los juegos por el declive económico | Foto: Iván Montoya

Su preocupación tiene fundamentos. Incluso los más pequeños terminaron involucrados en campamentos de cocaína de la guerrilla. Ante la acentuada crisis, niños de 11, 12 y 13 años de edad cambiaron los juegos de infancia por raspar con sus manos las hojas de coca para recibir dinero a cambio.   

“Nosotros hemos tenido deserción escolar de niños que se fueron a trabajar al campamento de cocaína de alta pureza, ese lo destruyeron los barí, quedaba en territorio colombiano a las orillas del río Catatumbo”, explicó con pesar el fray Sandoval.

Entretanto, bajo el canto de los gallos y la brisa de árboles centenarios los insurgentes allí permanecen, transitan libremente, mientras que las autoridades permanecen silentes.

“Los guerrilleros no son amigos de nadie. Así como dispararon a esa canoa contra los barí, en cualquier momento van a disparar contra los yukpa o contra quien sea”, sentenció Sandoval.

Al caer la noche, el eco de las chicharras se mezcla en la sabana perijanera, una sabana que en toda su inmensidad ha sido testigo de los murmullos y las miradas al suelo de quienes callan para ignorar la dominación de los grupos armados colombianos, una realidad que pocos rechazan a viva voz.


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