Lo primero que ve Jakeline Paredes al salir de su casa es una montaña de basura que rebosa de un contenedor oxidado a unos 3 metros. Poco a poco se ha acostumbrado al hedor, al paisaje y las moscas, que luego de merodear los desechos, se lanzan a invadir su vivienda. Desde la vía que está enfrente, la carretera Panamericana, algunos conductores arrojan desperdicios que quizás no caerán dentro del container. Ella ha intentado luchar contra este problema, pero es inútil: la apatía crece como el desamor de algunas personas hacia la ciudad.

Vive en el taller mecánico de David Jaimes, su esposo. Ahí ha dibujado la sombra de lo que fue su hogar durante cinco años, antes de que la Operación de Liberación del Pueblo lo derribara y la dejara a ella, a su pareja y a sus tres hijas a la intemperie. El sitio está dividido en dos partes. Una pertenece al negocio de Jaimes, donde se hallan las herramientas con las que repara vehículos. En la otra subsiste la familia, donde entre el olor a aceite de carro y de basura detenta un lugar en el cual puede dormir.

La poca luz que penetra a través de la ventana permite mirar la simulación que diseñaron de su anterior domicilio. En este, un espacio pequeño (aproximadamente 5 metros por 3), esbozaron una sala con un mueble verde y un cuarto con gavetero, espejo y armario. Las paredes están adornadas con las muñecas de las niñas, indicio de que hay ocasiones alegres. Nada está dividido por paredes. Es un pasillo en el que todo está a la vista. En una taza de café que ofrecen o en el budare colgado en la cocina se siente la esencia de un hogar venezolano.

Como no poseen baño, depositan sus necesidades en papel periódico que después tiran a la basura. Tampoco cuentan con servicio de agua, deben buscarla todos los días en Turmerito.

Duermen en una litera que David se siente orgulloso haber construido, al igual que la cuna de madera de la bebé de 2 meses. Entre la litera y la ventana colgaron una viga que sirve de tendedero.

Perdieron mucho. Pero una de las comodidades que más extrañan es la libertad de la que gozaban sus hijas para correr y divertirse al aire libre.

“Toda persona tiene derecho a una vivienda adecuada, segura, cómoda, higiénica, con servicios básicos esenciales que incluyan un hábitat que humanice las relaciones familiares, vecinales y comunitarias”, establece un fragmento del artículo 82 de la Constitución. La descripción choca con lo ocurrido en la Panamericana hace más de un año: motivado a una orden del Estado —con la que se pretendía capturar delincuentes— 110 familias fueron desalojadas de los sectores La Ensenada, Divino Niño, Bosque Verde y El Semáforo. Todavía esperan respuesta. Mientras tanto, viven en sitios en los que no existe ninguna de las características que ordena el mencionado apartado.

Aquel 24 de julio de 2015, después de observar cómo demolieron su casa, Jakeline y David durmieron durante tres días dentro de una camioneta a las afueras de La Ensenada. Vecinos, quienes tampoco tenían adónde ir, pernoctaron en colchones que colocaron en boquetes que les hicieron a unas paredes.

Jakeline fue además víctima de agresiones: un funcionario la golpeó en la cabeza con un casco porque trató de defender a Alexis Paredes, su hermano que querían llevarse detenido por tomar fotografías. Ella estaba embarazada.

“Éramos chavistas. Votamos por Chávez y por Maduro. Pero ese día, cuando tumbaban las casas, se burlaron de nosotros. Los mismos militares nos decían: ‘¿Esta es la revolución que ustedes quieren? Sigan votando’. Aseguraban que éramos paramilitares y que teníamos carros robados y drogas”, recuerda David Jaimes.

Luego debieron pasar tres meses en El Valle, en la casa de un familiar. Hasta que decidieron asentarse en el taller.

La mayoría de la comunidad se dedicaba a la siembra, aseguran Jakeline y el Comité de Víctimas de la OLP La Ensenada. “Mi mamá (quien tenía 30 años ahí y fue una de las fundadoras del sector) poseía matas de guanábana, mango, lechosa. Eso lo tumbaron. Dijeron que esas tierras pertenecían al Estado”.

Además de estar obligados a escuchar el zumbido constante de las moscas, Jaimes y Paredes han disciplinado su estómago para comer lo menos posible, a fin de conceder más alimentos a sus hijas. Es raro cuando los dos se deleitan con los tres platos diarios. Jaimes incluso ha llegado a pasar hasta tres días ingiriendo solo agua y mango.

Afirman que llevan más de un año sin saborear un pollo . Suelen comprar sardinas, legumbres, yuca, plátano, huevos y ocumo para llenar la nevera.

Debido a que no residen en un domicilio como tal, el consejo comunal de la zona los obvió de la ayuda de los Comités Locales de Abastecimiento y Distribución.

“Tuvimos una lucha con ellos porque no nos querían dejar vivir aquí”, narra Jakeline.

“No apoyo a este gobierno ni soy revolucionaria. Ni siquiera si me da una casa, porque ese es su deber luego de haberme dejado en la calle. Nosotros creemos en Dios, en él esperamos”.

Estas últimas palabras retumban en el taller, causando que las moscas posadas en los platos sobrevuelen por unos segundos y regresen otra vez


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