Ricardo Sánchez estaba brincando entre las piedras de una playa, “gozando un puyero”, cuando de repente se le apagó la vista. Asustado, se fue a un hospital. Pensaba que tenía conjuntivitis. Pero el médico le dijo que se había contagiado de toxoplasmosis. Trataron de salvarlo con una operación a la que no lo llevaron a tiempo: a los 48 años se había quedado ciego. El “Cumbirigüiz”, como lo conocen, recuerda cómo pegó gritos cuando comprendió lo que le había ocurrido.

Entre sus manos y su bolso azul siempre carga sus paletas, producto de una labor ardua y solitaria que realiza todos los días: la artesanía, que le brinda el sustento y la felicidad. Su piel bronceada y brillante, como la de la mayoría de la gente de Choroní, contrasta con los colores de sus instrumentos de trabajo (marrón claro); en su voz manifiesta lamentos y alegrías de niño, aunque mantiene un tono nasal de pueblo: claro y sincero. De prendas usa una deteriorada braga tipo blue jean, que deja al descubierto su torso, y como zapatos lleva un estilo distinto en cada pie. A pesar de que no ve, al “Cumbirigüiz” lo caracteriza una mirada inocente, como si siempre estuviese pensando en el porvenir.

El haber quedado ciego no fue motivo para dejar de amar la vida. Luego de 17 años (actualmente tiene 65), se siente “muy sencillo, muy natural”. Rechaza decir que es pobre, pues dentro de sus intereses no está ser millonario, lo que quiere es solo detentar lo suficiente para vivir. Más bien celebra el lado positivo de haber perdido la vista. Antes, cuando hacía figuras de madera, debía acercar mucho los ojos para ver bien, ahora (que se dedica a la artesanía con madera, bambú y macramé) cuenta con un instinto que le permite tener mayor intimidad con la obra que crea. Además, desarrolló un sentido del olfato y del oído con el que reconoce cuándo alguien se le para al lado.

Ricardo, que presume de gozar de una excelente memoria, experimentó un desespero cuando supo que ya no iba a tener la capacidad de ver los paisajes de Choroní, donde creció; sin embargo, pensó “No voy a matarme por quedar ciego”, así que empezó a salir de su vivienda con el fin de aprenderse las calles y las aceras. Todo lo tiene grabado en la mente. “El olfato me lleva adonde estés. Estás allá y tienes un olor y voy derechito adonde estás”.

Entre risas y aflicciones saca una de sus paletas y una navaja para fabricar un tenedor. Se coloca la madera en la rodilla, acerca el oído a su obra y comienza a trabajar con una paciencia de muchacho entretenido. Cada movimiento lo lleva a cabo con una profesionalidad que envidiarían los artesanos de Bellas Artes. Sus manos son duras, ásperas, fuertes, fruto del oficio de cortar y cortar. Después de unos minutos muestra el resultado: un cubierto dirigido a la cocina de alguna casa venezolana, esos que se cuelgan en las paredes para lograr un decorado más colonial.

Diariamente, al levantarse, pide a Dios que no lo abandone y que le dé la fortaleza que usa en las ventas de artesanía. Se va entonces a Playa Grande, que le fascina porque puede respirar aire puro, y empieza a ofrecer a los visitantes las paletas. Sus creaciones -afirma- han llegado a través de los turistas a España, México, Japón, Arabia, Suiza, etc. El carisma le ayuda a que le compren: le encanta hablar con la gente y “hacer relaciones públicas sin haber estudiado”. Su sueño es recibir algún financiamiento que le ayude a adquirir un taladro, una caladora y cabuyas de colores para colocárselas a las paletas. “Para guindarla en tu cocina y le pones tu firma: Ricardo Sánchez, Choroní”.

Su apodo, Cumbirigüiz, es un juego de palabras con “compañero” y el nombre de una ardilla, pues Sánchez solía ser veloz cuando era más joven. Por esa amabilidad y carisma que lo caracteriza la gente de Choroní lo ayuda con comida y él retribuye con alguna de sus creaciones. “La gente me dice ‘Tú estás ciego y te diviertes. Hay otros que están de mal humor y tú no, estás alegre. Hablas, ríes’. Pero no puedo ver. Yo entretengo a las personas, se hacen amistad mía. No me canso de caminar. Todos los días vengo a caminar esta playa, que parece algo mandado por Dios”.

La vida de Ricardo ha estado llena de momentos de grandes riesgos y felicidades. Una vez, cuando tenía 20 años y se la pasaba saltando, casi se mata buscando orquídeas en la montaña. Se cayó por un barranco y se salvó porque un bejuco lo rebotó. Cuenta que hasta abandonó las orquídeas por el susto que pasó. También vivió en Mérida, donde barría y lavaba platos para un amigo que lo ayudaba; en Margarita fue decorador de tiendas y en Puerto Ayacucho se dedicaba a la artesanía. Con el tiempo regresó a Choroní en búsqueda otra vez de las playas, que para él son como un imán. En la actualidad, aunque reconoce que ha adelgazado por la crisis económica, muestra con orgullo sus músculos, que los compara con los de Bruce Lee. “A mí me dicen: ‘Ricardo se te marcan los chocolates”.

Con todo lo que hace y dice el “Cumpirigüiz”, podría pensarse que ya no hay más nada que le falte por experimentar. Pero no, además de la artesanía, de haber superado su ceguera y de vivir entre risas, canta. Con una voz con la que imita a los grandes artistas de la década de los 60, interpreta “El pájaro chogüi”, popularizada por el venezolano Néstor Zavarce: “Cuenta la leyenda que en un árbol se encontraba encaramado un indiecito guaraní, que sobresaltado por un grito de su madre perdió apoyo, y cayendo se murió. Y que entre los brazos maternales por extraño sortilegio en chogüi se convirtió. Chogüi, chogüi, chogüi, chogüi, cantando está, mirando allá, llorando y volando se alejó”. Al recibir sus aplausos, Ricardo se emociona, ríe y grita mientras choca sus paletas: “¡Qué alegría me da!”.


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