La crisis ha llegado a lugares recónditos de Venezuela. La cuna de Simón Díaz no está exenta. Un anciano sin una pierna, una mujer que pide ayuda para mantener a sus 13 hijos en medio de una casa rural de la población y una pastora cristiana que desea ayudar son algunos de los rostros que visten Barbacoas, en el municipio Urdaneta del estado Aragua.

Becerros con poco peso, motos con tres o cuatro personas a cuestas, uno que otro comercio vacío con carteles “aquí no se fía” o “traiga sus bolsas”, personas saliendo de “el único abasto», que está enrejado y oscuro —así se veía desde afuera—, son las caras actuales del pueblo.

Amaneció. Las personas se reunen en el pueblo para inscribirse en el Consejo Nacional Electoral; el alcalde de la localidad se pasea con una camisa de cuadros y como pasando requisa entre los lugareños, que se encuentran en la plaza un martes en la mañana. “Esto va pa’ rato”, dice un hombre sentado en la acera para referirse al proceso de inscripción.

Nervioso y moviéndose de un lado a otro, el alcalde pregunta por un grupo de periodistas que se encuentra en la plaza. Él no sabe quiénes son ni por qué toman fotos o están en el pueblo.

La autoridad se acerca a las personas, pregunta, habla y saluda. Enseguida comienzan los murmullos. Parece una acción inmediata, repetida y aprendida. Al parecer, el funcionario no es querido en la población, o al menos no por todos los presentes.

Si bien es cierto que el pueblo conserva su belleza y el río sus colores, la realidad los golpea y hay voces que no han sido escuchadas.

Una mujer del pueblo indica cada camino, cual guía turística enamorada y con cierta nostalgia por lo que ve.

«Esto era bien bonito, los malandros acabaron con todo», asegura la mujer, quien prefiere resguardar su nombre por seguridad. Se refiere a la ola de asesinatos, robos y redadas que se han registrado en el pueblo, debido a su cercanía con El Sombrero, en Guárico, donde nació José Antonio Tovar Colina, alias «El Picure», líder de una banda criminal y conocido por cometer múltiples delitos.

“Ya casi los han matado a todos (la OLP)”, precisa mientras cuenta que a los delincuentes los llevan a las cercanías del río y los fusilan. “Luego los dejaban en Maracay para que la familia los buscara. Eso eran ráfagas que se escuchaban”.

Pero Barbacoas aún posee su lado amable, su lado venezolano. Así se ve en el rostro de Cirilo Montes, a quien de cariño le llaman «Cirilito», un hombre risueño que toca el cuatro. Es un soñador de atuendo desaliñado que compone desde el colegio. Le canta a las mujeres refiriéndose a ellas como “Doña Bárbara” .

También está Francisco Javier “El Chocao”, de 63 años, sentado en una acera rodeado de perros y sonriendo. En su mano sostiene un envase de refresco cortado por la mitad, desde el que se come una pasta con carne molida. Su cubierto es la rama de un árbol, pero parecía no importarle. Y bromeaba:

—¡Vas a salir en el periódico!, le dice la lugareña mientras recorre el pueblo con el equipo de periodistas.

—A mí me anda buscando la PTJ, responde entre bromas y replicando, ¿qué voy a hacer yo ahí?

—Ese está loco e’ bola, asegura la mujer entre risas mientras continúa con su camino.

En una casa pequeñita, del tamaño de un cuarto, con el baño afuera y una puerta mal colocada, está Gustavo Salazar, de 70 años de edad, quien tiene ajustada a su cabeza una gorra roja con una gráfica de los ojos del fallecido presidente Hugo Chávez. Viste camisa blanca y pantalón, mientras trabaja con cemento. Concentrado, no le quita la mirada a la batea que construye.

Foto: Iván Montoya

Gustavo cuenta que desde hace 35 años se dedica a hacerlas.  Con la manos llenas de cemento y un peine pequeño en una de ellas, dice que le gusta dejarles un lado “corroñongo”, expresión que usan para referirse a la parte más rústica de la pieza.

Aclara que para hacer una de estas piezas tarda mediodía y cobra, si los clientes llevan los materiales, 150.000 bolívares,  pero si no —y él tiene que poner el resto— cuesta 400.000.  

El Universitario

Pasando desde “la calle del río”, por la iglesia del pueblo que está en ruinas, al menos 30 minutos caminando, un sol inclemente y una carretera de tierra cercana a “La Manga” de coleo te llevan hasta el sector Universitario, uno de los más grandes de la población y con mayor pobreza.

«Esto por aquí era zona roja. Era plomo parejo», dicen habitantes del sector.

Ahí estaba Kenia Blanco, pastora cristiana, que se dedica a cuidar, ayudar y enseñar el oficio de peluquería en la escuela de la población. Kenia cuidaba a cinco ancianos en su casa,  tenía un proyecto en mente para crear un centro de atención para ellos. Pero debido a la actuación del alcalde de la entidad, no se logró.

Foto: Iván Montoya

“El alcalde me mandó a decir que me olvidara del proyecto”, relata mientras explica que el funcionario exigía la mitad del terreno dispuesto para crear el lugar, a pesar de que los habitantes del sector habían firmado un acuerdo para utilizar la tierra para la recreación y el uso de adultos mayores.

“Aquí había mucha necesidad, yo tuve un señor al que le faltaban dos piernas. Se lo estaban comiendo los gusanos. Trabajaba en una cochinera, parece que agarró una infección en el lugar”, narra.

Kenia Blanco presentó a Tania Cordero, de 42 años de edad. Su casa, al final del sector, es pequeña, la puerta de zinc se abre con facilidad y muestra un espacio lleno de niños. Cordero tenía 18 hijos, de los cuales solo 13 le quedan con vida. La mayor tiene 15 años y una hija pequeña.

“Tengo 18 hijos, me hacen falta cinco que murieron ya. Uno está preso y otros se me desaparecieron”, cuenta Tania.

Dos de sus hijos “de los mayores”, como los llamó, uno de 16 y otro de 14,  salieron «a afeitarse» un 23 de diciembre “y más nunca regresaron”.

“Yo puse la denuncia y nunca aparecieron”, asegura.  

En casa de Tania solo hay dos camas y un colchón que comparten para poder dormir en las noches. Ella duerme con “los pequeños”, y su hija de 15 con su bebé y una hermana.  Los demás en el piso en un colchón viejo que se logra ver en la entrada de la vivienda.

Afirma que su nevera está vacía y que la crisis la ha afectado. Solo pide, entre lágrimas, que la ayuden con sus hijos y que liberen a uno de “los mayores” que está detenido. Él prometió ayudarla con “los pequeños”.

Media cuadra más adentro de El Universitario viven Julio Mota y Nicolasa Mota, su hermana. Julio, quien reside en un rancho de zinc al lado de la casa de su hermana, es esquizofrénico medicado, pero no consigue los medicamentos. Nicolasa dice que cuando le dan las crisis se pone violento.

Julio Mota, sentado en una silla de mimbre y mirando con inocencia, sonríe apenado y pide que le den 10 bolívares para «completar», porque está reuniendo para comprarse unos zapatos. Mota calza unas cholas rotas que le quedan pequeñas y sus uñas encarnadas y amarillas tocan el piso.

Su hermana cuenta que ha pedido ayuda al cura del pueblo para comprarle unas alpargatas. Julio logró reunir 2.000 bolívares más para sus zapatos, aunque es poco probable que le alcance debido a que el precio supera, por mucho, el sueldo mínimo.

En la carretera cercana al río, como a cinco minutos, está Anselmo Ramón Román, de 68 años de edad, quien pasa los días en una silla de ruedas en la puerta de su casa, luego de haber perdido una pierna por una bacteria en 2015.

Foto: Veda Everduim 

Tiene doce dedos: seis en cada mano. A Anselmo le gusta conversar y recordar la época en la que “hacía de todo”. Una camisa rosada con el lema “Jesús vive”, un pantalón verde doblado cubriendo lo que queda de su pierna y las manos cruzadas, como de costumbre, mostraron a un hombre nostálgico.

“Yo soy diabético y, en 2012, estuve hospitalizado desde el 6 enero hasta el 17 de diciembre. Me hicieron cuatro operaciones en esta pierna. Después agarré otra bacteria en la izquierda y quedé amputado en el 2015”, revela Román.

Hay días en los que Román solo logra comer ocumo, yuca o ñame, según lo que consiga, a pesar de que los médicos le recomendaron comer “seis veces al día”.

A él le gustaría que la caja del Comité Local de Abastecimiento y Producción (CLAP) llegara cada 15 días, “como dice el presidente Nicolás Maduro”. Sin embargo, comenta que le llega una vez al mes o cada 45 días.

“Tengo necesidades bravas”, asegura.

Anselmo vive con su mamá, de 95 años de edad, quien padece de demencia senil y le cuesta conseguirle los medicamentos.

“El otro día se me resbaló en el baño y tuve que llamar a los vecinos y me la levantaron. Ella estaba tranquila, pero tiene mucha debilidad”, cuenta.

Kenia Blanco, «Cirilito», Francisco Javier “El Chocao”, Anselmo Román, Julio y Tania construyen la realidad de un pueblo sin atención. Todos coinciden en algo: la búsqueda de ayuda. ¿Es Barbacoas uno de los rostros olvidados de la crisis venezolana?


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