La rutina de Fernando Martínez solo llega hasta la entrada de su casa, ubicada en el barrio Unión de Petare. El marco de la puerta es su lugar para observar a la comunidad y el hastío se convirtió en su compañero. Un accidente de tránsito lo confinó a esas cuatro paredes, hechas con tablas y zinc.

Un automóvil lo atropelló y desde ese momento su vida dio un giro de 180 grados. El diagnóstico fue preciso: las fracturas en la tibia de su pierna izquierda y en el brazo derecho lo llevaron directo al quirófano del Hospital Dr. Domingo Luciani, en El Llanito, donde estuvo tres meses.

“Cuando me desperté después del accidente, pensé que estaba en mi casa, pero estaba en el hospital”, contó Martínez, que no pierde las esperanzas de volver a caminar algún día.

Informe médico suministrado a Fernando Martínez

La falta de insumos en todos los recintos médicos del país dejó de ser eventual para convertirse en parte de la cotidianidad: son los “buenos días”, las “buenas tardes” y las “buenas noches” de los pacientes en Venezuela. La pierna de Martínez fue operada, pero con el brazo no tuvo tanta suerte.

“Cuando me iban a operar el brazo, solo contaban con dos pedazos de platino: uno grande y uno chiquito. El grande no lo podían cortar. Así que no me operaron”, explicó.

Un lunes le dieron de alta. Fernando insistió en que no se quería ir con el brazo sin operar. “Me dijeron que cuando asistiera a las consultas, me indicarían el día que me dejarían en el hospital para intervenir el brazo, pero eso no pasó. Aún tengo el brazo fracturado”.

El hombre de 68 años de edad siente que no pertenece a su nueva vida en cama, pues no está acostumbrado a que lo ayuden. Sus movimientos están limitados de la cama a la silla, de la silla a la puerta y de allí no puede más.


Fernando Martínez solo llega hasta la entrada de su casa en el barrio Unión de Petare. Su nieta de 9 años de edad, que siempre lo acompaña. Foto: Abraham Tovar 

El siniestro también transformó la vida de sus familiares directos. Tiene cuatro hijos: tres varones y una hembra. De los hombres, dos trabajan y uno se encuentra privado de libertad. Con él vive su hija y sus cinco nietos: tres varones y dos niñas.

Martínez solía trabajar en el mantenimiento de una empresa para colaborar con los gastos. Ahora, todo está en los hombros de su hija, quien sale por la mañana todos los días a vender cosas en Petare y llevar algo de comer a casa. No es suficiente. En la zona no llega regularmente la caja del Comité Local de Abastecimiento y Producción (CLAP), por lo que tampoco es una opción segura de alimentación para la familia.

“Nosotros comemos cuando mi hija trae algo. Lo que se puede, pero no te diré que es una alimentación balanceada porque es mentira. Hoy desayunamos una tortica de harina de trigo con lenteja. En el almuerzo, ya veremos si podemos comer”, comentó Martínez.

Mientras tanto, la mayor de las nietas, de nueve años de edad, es quien realiza las labores domésticas. “Cuando mi mamá se va, yo tengo que limpiar la casa completa. Fregar, barrer, pasar coleto, limpiar la cocina. Debo hacer todo, porque soy la hermana mayor de la casa, aunque no soy la mayor”.

Su infancia parece estar marcada por las precariedades. Sabe escribir y leer “un poquito”, porque su tía le enseño. Nunca ha ido al colegio. “Yo quiero estudiar. Mi mamá no nos ha conseguido el cupo porque no tenemos papeles. No tengo cédula”.

Dice que quiere ser maestra, porque así los niños “echan pa’ lante” y sonríe. Saca la silla de ruedas y ayuda a su abuelo a sentarse. Ella le pregunta si quiere algo y lo lleva a la entrada de la casa. “Yo espero pararme un día, porque aún tengo fuerzas”, suspiró Martínez.


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