La represión de los cuerpos de seguridad del Estado en contra de las manifestaciones que exigieron la salida del gobierno de Nicolás Maduro provocó que Luis Eduardo González pendulara entre la vida y la muerte. Aunque sobrevivió, nunca volvió a ser el mismo.

A mediados de abril de 2017, González, de 19 años de edad, decidió unirse a las protestas, luego de que el Tribunal Supremo de Justicia (TSJ) decidiera atribuirse las competencias de la Asamblea Nacional (AN) con las sentencias 155 y 156.

Impulsado por el anhelo de concretar un cambio en el país, se integró a “La Resistencia”, primera línea que hacía frente ante la represión de los policías y militares, aun a sabiendas de que podía pasar a engrosar la lista de heridos, muertos o detenidos que dejaban las manifestaciones.

“Estaba consciente del riesgo que corría. Ir al frente era arriesgar la vida, pero sentía necesidad de apoyar”, recordó en declaraciones a El Nacional Web.

Con el paso de los meses, pese a que la cantidad de presos y fallecidos no paraba de crecer, el muchacho, que recientemente había comenzado a estudiar en la Universidad Simón Bolívar (USB) en Vargas, se mantenía al frente.

Herido de guerra. El 6 de julio González tuvo su primer encuentro con la pólvora. “Me dieron 11 perdigonazos”, comentó. 

Aquello no bastó para hacerlo cambiar de parecer: “Solo pensaba en recuperarme y volver a salir porque sentía que estábamos cerca de la meta”.

Casi dos semanas después cumplió con su premisa y retomó su rol como miembro de “La Resistencia”. Poco tiempo duró su cuerpo nuevamente sano, intacto. Lejos de recuperarse, el 17 de julio apenas estaba por iniciar su calvario.

“Sentí que me iban a matar”

La tranquilidad del pueblo de Naiguatá —zona ajena a barricadas, trancas y disturbios— se esfumó ante la arremetida que la Policía Nacional Bolivariana (PNB) y la Guardia Nacional Bolivariana (GNB) protagonizaron en contra de los detractores de Maduro.

Durante los enfrentamientos una bala impactó en la pierna izquierda de González, que cayó desmayado segundos después producto de la sangre que comenzó a brotar de su herida.

“Sentí que me iban a matar. No puedo explicar lo que sentí cuando me dispararon, simplemente sientes que la vida se te va”, describió.

Desmayado, unos compañeros lo cargaron y trasladaron a un ambulatorio del Seguro Social (IVSS) en Naiguatá, donde le prestaron primeros auxilios, le frenaron el sangrado y pudieron ponerlo en contacto con sus familiares, radicados en Barquisimeto, estado Lara.

La primera en enterarse de su condición fue su madre, quien hasta entonces desconocía que su hijo protestaba cada día. Preocupada, le reprochó que hubiera mantenido en secreto sus actividades, pero mantuvo su apoyo.

Con el primer diagnostico parecía que su suerte sería similar a la que corrió la relación con su madre. En un lapso de tres o cuatro días le darían alta médica, pues el proyectil no le había perforado el hueso. Sin embargo, no fue así.

Todo se fue al traste. Cuando se suponía que estaba listo para regresar a casa, su recuperación cayó en picada.

“El 95% de mi pierna izquierda estaba muerta. Enseguida las cosas pasaron de ir bien a complicarse”, expresó.

Luchar para salvar su pierna

La situación de González empeoró cuando llegó a Caracas. Médicos del Hospital Miguel Pérez Carreño sentenciaron que debían amputarle la pierna para salvarle la vida.

“Sentí como si estuviera en una balacera y me dispararan desde todos lados”, describió el joven cuando recibió la advertencia. Reflexivo, dijo no comprender cómo podía ocurrirle eso solo por querer un mejor país.

No todo estaba perdido. Aun consciente de que solo tenía 5% de probabilidades de conservar su pierna, especialistas del Hospital Clínico Universitario lo sometieron a una intervención quirúrgica, de la que salió con las esperanzas intactas en recuperarse. Posteriormente decayó.

Durante dos meses se sometió a curas, limpiezas y progresos, pero el viernes 15 de septiembre un shock séptico terminó de derribar lo que la bala comenzó a dañar durante las protestas.

El lunes 18, tras pasar el fin de semana en terapia intensiva, despertó y pensó que apenas había transcurrido un solo día. Adormilado, notó un vacío en su camilla. “Mi pierna ya no estaba. Fue como morir otra vez”.

Esperanzas intactas para vivir

González no niega la diferencia de vivir incapacitado. Pero en lugar de sentirse disminuido, asegura que tiene toda una vida por delante en la que pretende seguir adelante.

Con el objetivo de colaborar a materializar la Venezuela que añora, desea crear una fundación que ayude a niños en situación de calle, a los que anhela regalar juguetes, comida y ropa. 

Recalcó que su condición no es impedimento para cumplir su sueño. “Una discapacidad no define nuestras vidas; lo hace la actitud con la que encaramos las cosas”.

Aferrado a su fe, negó tener rencor hacia quienes le dispararon. “Arriba hay un Dios que todo lo mira. No depende de nosotros hacer justicia”, deslizó.

Confiado en que ya terminó su calvario,  tras haber conseguido por medio de donaciones el dinero para poder implantarse una prótesis, sonríe a pesar de su pasado, confiando en que el futuro le depare cosas mejores.

 “Jamás me arrepentiré porque hice lo que creí correcto. Si uno debe morir por el cambio, los frutos los disfrutarán mi familia y mis amigos”.


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