A Fabián Alfonso Urbina Barrios le otorgaron la Orden Capitán Antonio Ricaurte en su Única Clase, post mortem. Fue por decisión unánime del consejo directivo del Instituto Universitario Antonio Ricaurte. La distinción, que lleva el nombre de un prócer independentista conocido por haberse inmolado en San Mateo para no entregar el parque de armas a los enemigos, fue entregada a sus padres, Iván Urbina y Mercedes Barrios en una graduación. “Un orgullo y un dolor que cambiaríamos porque él estuviese aquí”.

Hoy el joven asesinado hubiese cumplido 18 años de edad. Un disparo del arma de reglamento de un guardia nacional en la llamada Toma de Caracas, del lunes 19 de junio, lo mató. Nunca había ido a marchar a la capital, aunque ya había sido herido dos veces en Maracay. Sus padres esperan “la luz de la justicia”. La audiencia de presentación en el Tribunal 41 del Área Metropolitana de Caracas ha sido diferida dos veces, con una próxima cita el viernes 3 de noviembre.

“Algo muy bueno debe haber hecho si le dieron esa orden, que según el director del Iutar apenas se la han dado a seis personas”, dice Iván Urbina en su casa en la urbanización Caypreoce de San Joaquín de Turmero. Desde allí se ve un inmenso tanque de agua en una montaña vecina. Allí Fabián tomaba videos y fotos que publicaba en su blog en Internet, acompañado de reflexiones personales. “Era el psicólogo de sus amigos”, recuerda su amiga Aurys. “Él iba allí a meditar, a pensar, con una taza de café”.

Antes de entrar a la urbanización un grafiti estampa su nombre y tiempo de vida. Al traspasar la reja de la entrada, un acróstico de su nombre está sobre el asfalto mientras que una mesa de pingpong aledaña reproduce el tatuaje que llevaba en el brazo: un lobo con el signo de Ohm. “Admiraba el papel de ese animal en la manada, cuidándola, velando por los demás”.

Su padre atestigua de personas, jóvenes, adultos y ancianos que le han revelado anécdotas con su hijo durante las marchas. “Que ayudaba a levantar a quienes se caían, a resguardarse y beber agua. Y que era pa’lante, que no tenía miedo para devolver las lacrimógenas. Luchaba por una Venezuela mejor, de oportunidades, como muchos de los muchachos que han salido a la calle”.

Al entrar en su casa sale Luna, una perrita con una pata herida que Fabián había curado. Es una de las varias que protegía, alimentaba y curaba en la urbanización. Incluso llegó a cuidar a un pájaro que emprendió vuelo libre una vez que se curó. “Era un amante de la naturaleza. Cuando veía una lagartija o una mariposa le tomaba fotos, nos llamaba para que la viéramos. Dígame con la lluvia, me pedía que no me la perdiera”, cuenta su mamá, haciendo un esfuerzo con su voz. Recuperada de un cáncer de la garganta, ahora está de reposo.

Fabián había enfrentado las penurias de buscar los medicamentos. “Veía a la gente comer de la basura, pero también decía que luchaba por sus hijos. Le decía que los tuviera primero, pero consideraba que este era el momento”, evoca su padre, quien confiesa que la pasión de su hijo llegó a enfrentarlos. “Una vez me llamó cobarde porque no marchaba. En ese momento lo reprendí, me parecía que me había faltado el respeto, pero ahora creo que tenía razón, si todos saliéramos otro gallo cantaría”.

Sus padres recuerdan su desprendimiento. Después de una concentración en Parque Aragua hurgó en su clóset, buscó cuatro franelas y dos días después fue a regalárselas a jóvenes de la calle con quien coincidió en las protestas. “Tuvo que dar varias vueltas para encontrarlos”.

Su bicicleta montañera permanece aún en el porche de la casa. Estaba a la venta, igual que su televisor. “Le pedí que no lo vendiera porque a veces se distraía viendo sus programas”, dice Iván Urbina. Ya había vendido el Wii y el DS que atesoraba de colección. Había trabajado hasta diciembre de 2016 en una empresa que fabrica material publicitario, gorras y franelas en Maracay. Como la falta de recursos económicos lo alejó de su aspiración de estudiar Relaciones Internacionales en la Universidad Central de Venezuela, se había negado a cursar otra cosa.

Un día sorprendió a sus padres. Impulsado por su jefa, llegó a su casa con la inscripción en la carrera de Publicidad y Mercado. Estaba por iniciar su tercer semestre cuando fue asesinado. “No basta con que ese guardia nacional sea condenado, aunque tiene que pagar por su crimen. Hay una cadena de mando que no tomó medidas contundentes y necesarias para detener las muertes que causadas en 79 días de manifestaciones”, sentencia su padre. “Me quedé sin hijos por el gobierno. Mi hija mayor se fue del país, decepcionada, brava, triste, buscando oportunidades para su vida”, añade.

Su delirio gastronómico eran las cachapas. Antes las comía a diario. Costaban 20 bolívares cuando su padre las compraba en un local de la avenida Intercomunal Maracay-Turmero. Hasta eso había perdido. Su dormitorio, aún intacto a cómo lo dejó al salir, es un templo cuidado por su madre.


 “Cambiar el mundo”

“Debido a mis experiencias sociales una de mis principales metas es cambiar al mundo, y que a su vez eso pueda motivar a otras personas hacer por su parte un cambio igual o de mayor impacto. Estoy seguro de que muchos de ustedes al igual que yo no están de acuerdo con esas cosas injustas que somos capaces de presenciar cada día”.


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