Miguel Carrasco, de 27 años de edad, no lleva en el bolsillo ni pesos colombianos ni bolívares, pero asegura vehemente que su bolso de viaje esconde un tesoro. No es oro de las minas del salvaje oriente venezolano, tampoco son los diamantes arrancados al embalse de El Guri. El joven abre el cierre y allí está, perfectamente doblada: la bandera venezolana de siete estrellas, anterior a la que impuso el fallecido presidente Hugo Chávez, con ocho estrellas.

«Traigo a mi país en el bolso y con orgullo», dice mientras contiene la emoción. «Pero la bandera con la que salía en la calle es aún mayor. Con ella luché en enero por la libertad en mi barrio, en Catia. Salimos a protestar, pero los colectivos nos dispararon y los de la Fuerza de Acción Especial mataron a nuestros líderes. Los únicos que nos ayudaron fueron los militares de la Guardia Nacional Bolivariana, que nos prometieron que no nos iban a atacar», rememora el joven, que hasta el jueves pasado vivía en Catia.

Tanto la Oragnización de las Naciones Unidas como Amnistía Internacional confirmaron denuncias parecidas a las de este joven. Comandos de la FAES ejecutaron, por lo menos, a 5 personas en operativos realizados cuando no se desarrollaban protestas. En total, 40 personas murieron en las zonas populares del 21 al 24 de enero.

En su barrio, lo llaman «el luchador». Ahora en Colombia lidera un grupo de cuatro jóvenes que se unieron al pasar la frontera cerrada entre San Antonio del Táchira y Villa del Rosario. Los cuatro forman parte de la nueva ola migratoria causada por el colapso nacional, iniciado el jueves 7 de marzo con el primer apagón, al que siguieron fallas constantes y el racionamiento eléctrico. El agua, las telecomunicaciones, la cadena alimentaria y el transporte multiplicaron su habitual ineficacia. La situación es tal que Nicolás Maduro decretó feriado desde este lunes por Semana Santa, además de acortar las jornadas laborales durante este mes.

«No me quedaba otra solución que dejar mi lucha adentro para seguir luchando afuera. Si no se cuenta es imposible creer lo que pasa en mi país. Subí y bajé miles de escaleras con baldes de muchos litros de agua. No funcionan los puntos de venta, no consigo dinero para comida. Espero que mi país cambie lo antes posible para que podamos regresar», argumenta Carrasco, que cruzó por las trochas del río, la misma ruta que siguen miles de personas todos los días ante el cierre fronterizo. 

La nueva ola extrema aún más la formidable diáspora venezolana que este año alcanzará los 5,3 millones de migrantes en una población de 30 millones, la mayor crisis humanitaria de la historia de América Latina. Así lo confirman los cálculos de Eduardo Stein, representante especial de las Naciones Unidas, que reconoce que la inestabilidad del país suramericano influye en estos emigrantes.

«El impacto de los apagones es brutal; todos los que pasan por aquí nos lo describen. Antes venían huyendo por la desesperación del hambre; ahora los dejan sin luz y sin agua. Es como estar en el medio de una zona de guerra», confirma uno de los «ángeles guardianes» del refugio que la Fundación Venezolanos en Cúcuta tiene a pocos metros del puente internacional. Pese a que Venezuela queda al otro lado del río, el hombre prefiere ocultar su identidad.

«Los apagones son constantes, eso viene, eso se va. De broma tenemos una hora de electricidad y 23 de apagón. Y si no hay electricidad, no hay agua. Hay que buscarla en ríos y en lagunas. Somos seres humanos y no queremos estar sin lo primordial, agua y electricidad», dialogan los obreros Miguel Hernández, de 25 años de edad, y Edwin Flores, de 30 años de edad, además del barbero Iván, de 24 años de edad, todos ellos camino a Ecuador, «o a dónde sea».

Los 3 jóvenes forman parte de un grupo de 10 caminantes que se disponen a emprender la famosa subida al Páramo de Berlín, que tantas imágenes dejó al mundo el año pasado. Son cientos y cientos. La ruta que une Cúcuta con Pamplona y Bucaramanga volvió a llenarse de venezolanos que recorren 200 kilómetros, pese a los cero grados de las noches y las constantes subidas y bajadas. Los 10 proceden de Maracay, capital del estado central de Aragua.

No muy lejos de allí, Miguel y sus tres amigos, gracias a un donativo, acaban de comprar medias para emprender la misma caminata. Quien ya la ha recorrido y les puede describir su dureza es Daniela Arcaya. La epopeya de esta mujer de 48 años de edad es descomunal. Rodó durante 8 días en su silla de ruedas, empujada por su hija Génesis. Daniela buscaba en Colombia una nueva operación para sanar la vértebra que se fracturó en Venezuela al romperse una silla de plástico sobre la que estaba sentada.

Pero la crueldad no conoce límites en la tierra del petróleo. «Mis hijas Pilar, de 16 años de edad, y Luisa Ángeles, de 11 años de edad, están enfermas allá en Tinaquillo, estado Cojedes. La mayor, con lechina, y la pequeña, con epilepsia. No tienen agua ni luz, no funciona el teléfono y no pueden conseguir comida ni medicinas. He decidido regresar a buscarlas, porque aquí me las van a cuidar en la Cruz Roja», explica minutos antes de atravesar la frontera de regreso a su país, con 20 dólares en el bolsillo, recaudados durante la mañana entre personas de buen corazón. Y decidida a recorrer, en su silla de ruedas, los 511 kilómetros que la separan de sus dos hijas.

Un éxodo incesante

3,4 millones: Alrededor de 10% de la población de Venezuela vive ahora fuera de su país. La proyección de la ONU es que a finales de 2019 sumarán 5,3 millones, en la mayor crisis humanitaria de América Latinaen tiempos de paz.

1,1 millones: Son los venezolanos que están en la vecina Colombia, el país latinoamericano que recibió la mayor cantidad de migrantes; le siguen Perú, Ecuador y Chile.

130.000 venezolanos: Es la cantidad que vive en Argentina, donde se registró una de las mayores tasas regionales de crecimiento de emigrantes de ese país en los últimos años.


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