En 1938, un año después de la aparición de La carretera, Nelson Himiob, autor vanguardista de la Generación del 28, publica Álvaro Guaica en el sello editorial Élite. Se deslizan en esta nouvelle asomos de surrealismo, flashbacks —cuenta, de hecho, con uno los más extensos de la ficción venezolana de aquellos años treinta—, entre otros atributos como el humor y una afilada ironía que la hermanan con los relatos iniciales de Himiob compilados en Giros de mi hélice (1930).

Álvaro Guaica se hospeda en un hotel y disipa el tedio con muecas frente al espejo de su habitación. Decide distraerse con un libro, pero es incapaz de leer con sostenida constancia, por lo que, “con los ojos entornados, se entrega a los recuerdos”. Concluye que su identidad y su pasado son motivos para la reflexión: se pregunta por qué razón se cambió el Álvarez por un mutilado Guaica, de estirpe indígena, y rememora sus años de escuela en los que entretenía a sus condiscípulos girando como un trompo.

Comprendemos que Guaica solo mantiene la cohesión de sus asociaciones de ideas cuando fija, así sea de manera fugaz, la mirada en un objeto inmóvil: por ejemplo, las antenas radioeléctricas que precisa en el horizonte lo sintonizan con ambientes cosmopolitas o el “beefsteak con patatas” que le producen las evocaciones neurálgicas de esta historia: la de su novia londinense y la cena con el enigmático Raich, revolucionario destructivista, que de limpiabotas pasó a alistarse como “elemento de choque” de los obreros socialistas. Raich fue encarcelado y al recuperar la libertad trabajó como minero hasta el estallido de la guerra mundial. Raich advierte que si continúa contándole su vida lo considerará un criminal, pero Guaica lo invita a seguir.

Raich habla de que temía morir antes de que el destructivismo dominara Francia, por lo que, valiéndose de la confianza de los mineros, los alienta a tomar el poder, ya no en todo el país, pero sí en una porción de él, en el pequeño poblado en el que trabajan. El apoyo recibido es entusiasta, aunque el peso de la culpa lo inquieta: nunca les explica lo improbale de aquella aventura suicida. Con absoluta seguridad, su régimen durará horas. El gobierno, sin apenas esfuerzo, enviaría a la muerte a sus compañeros y a la ruina a sus familias. Por fortuna, es delatado y huye.

Álvaro Guaica requiere de la evocación de un espíritu compungido por la culpa para recuperar la concentración, leer y finalmente descansar.


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