El recuerdo más antiguo que tengo implica a mi padre. No a mi madre; solo a mi padre, como para refutar el Edipo de Freud. Escudriñando las imágenes en mi memoria, es esa la más vieja: estamos en un avión y Ugo Ulive me dice que vamos a morir.

Pocas cosas son menos fiables que los recuerdos infantiles. Sin embargo, este lo afecciono de manera particular: estábamos propulsándonos a través de las nubes con destino a Europa. Miré por la escotilla que hacía las veces de ventana y, durante pocos segundos, percibí una estrella fugaz en llamas, partiendo el firmamento. Mi padre, que seguramente estaba en su etapa Marcel Proust, tuvo que arrancar sus ojos de lo que intuyo era Sodoma y Gomorra para responder las preguntas de un párvulo. Por supuesto que, cuando volteó, la estrella fugaz, meteorito o escombro de alguna aeronave, había desaparecido. El viejo rezongó –algo que haría mucho durante toda mi infancia– y volvió al Barón de Charlus. Me fui de bruces explicando que de verdad había visto una bola incandescente. Él respondió con el “umjú” cansado de padre bombardeado con preguntas ingenuas sin parar. Cuando traté de indagar aún más, ventilando las posibilidades de que nos impactara el objeto volador, mi papá respondió que moriríamos instantáneamente. Luego siguió leyendo.

Fue un momento extraño para que la colección de células llamadas “Vicente” se conectaran. A partir de allí estuve online, integrado a la vida, un ser humano. A mi lado, otro ser humano: uno de los directores de teatro más talentosos y galardonados de Venezuela. En la casa había innumerables tertulias y reuniones de artistas. Crecí con el tintineo de las copas y las risas de sus colegas como trasfondo. Tarde o temprano, todos llegaban a la misma pregunta: ¿qué se siente ser hijo de Ugo Ulive? Luego me lanzaban una sonrisa nerviosa y condescendiente.

Jamás entendí esa pregunta. Mi mente nunca fue tan viva y rápida como la del Maestro Ulive. Para mí era un ser cariñoso y bondadoso, origen de todo afecto masculino. Los comentarios cínicos, los dobles sentidos que hacían sus alumnos y actores alrededor mío, siempre me pasaron por encima de la cabeza.

Supongo que para ser un buen director de teatro hay que ser un tirano de las tablas. Era percibido como un dictador que ladraba regaños y en pocas ocasiones daba cumplidos. Admirador de la escuela Stanislavski, para los demás no salió de personaje en el ámbito profesional o docente. Ugo Ulive era un perfeccionista infatigable que odiaba la mediocridad y el talento desperdiciado. Ya de grande, cuando abrazaba la quimera de ser escritor, le presenté un borrador de novela. Yo sabía que el texto tenía limitaciones, pero creía que los dos o tres conatos de idea eran suficiente para no abandonarlo. Esa no fue justificación para convencer a mi viejo. Me dijo, en una conversación que siempre recordaré, que no se puede hacer arte a medias. “Yo cuando escribo o monto una pieza, estoy tratando de pintar la Capilla Sixtina”, me increpó. “Yo no me conformo con garabatos, y tú tampoco deberías”. Ese es el temple del verdadero artista. Ugo Ulive no se preocupaba por que lo publicaran, que montaran la pieza, que le escribieran artículos ditirámbicos en los medios de comunicación. Él era un existencialista que creía que la realidad se construye a partir de los actos individuales. Por eso me recomendó, a mis veinte años, esa joya que ya nadie lee, llamada La condición humana de André Malraux. Por eso hablábamos de Sartre, de Camus, de las querellas en las páginas de Tel Quel. Su pelea siempre fue por encontrar sentido en un mundo absurdo a través de los actos. A través de sus obras de teatro, de sus excepcionales novelas y, al final de su vida, de su pintura.

Ugo Ulive me enseñó que no podemos sucumbir ante la mediocridad porque la realidad siempre nos atrapa, tarde o temprano. Me enseñó a no prestar atención a los artículos laudatorios de lo que él llamaba “el club de los favores”, los círculos de interés y amiguismo que existen en todo ámbito cultural. No solo me lo dijo, sino que lo actuó: jamás me presentó a nadie, jamás hizo llamadas para que me publicaran. Era parte de su ética personal.

Supongo que de allí venía su imagen de exacerbada disciplina. Escuché su voz retumbar en los ensayos más de una vez. Su estridencia decapitaba cualquier intento de subversión de parte del elenco. Era un tono carrasposo y agudo a la vez, capaz de aplastar a los actores y llevarlos exactamente a donde él quería. Pocos entendían lo que intentaba hacer desde el principio. Sin embargo, una vez la función montada, cuando llovían los aplausos y los premios, todos se rendían ante su trabajo. Luego venían a preguntarme cómo lo sobrevivía a diario, cómo lo soportaba, cómo no me volvía loco. Para ellos, ser hijo de Ugo Ulive era como ser hijo de Hannibal Lecter.

La gente me preguntaba eso porque los extraños no conocían nuestra familia por dentro. Ellos no nadaron una piscina completa a los cinco años para que Ugo Ulive los levantara en brazos con orgullo. No escucharon La Polla Records con él ni le explicaron los chistes de la Radio Rochela. Nunca compraron un papagayo chino para luego ver al intelectual venezolano corretear patéticamente intentando que volara antes de arrojarlo al piso, derrotado (ese papagayo nunca voló, ni siquiera cuando lo intentó mi madre, a todas luces más atlética).

Ellos no lo vieron reír entusiasmado la primera y única vez que me monté en una góndola para pasear por los canales de Venecia. Ellos no caminaron por el Prater mientras Ugo Ulive les explicaba que era el parque más antiguo del mundo. Ellos no visitaron Pompeya con él, ni susurraron en la Catedral de Saint-Paul para probar la acústica, ni comieron sándwiches de pastrami en el Carnegie’s.

Ellos no eran su hijo, el único ser capaz de convencer al Maestro Ulive de hacer la ridícula foto sosteniendo la Torre de Pisa. Ellos no lo vieron tragarse su orgullo y sonrojarse mientras levantaba las palmas hacia la construcción inclinada. Ellos jamás hubiesen podido convencerlo de interrumpir sus sesiones de cine de autor para ver Indiana Jones 2 (la 2, siempre la 2), por enésima vez.

Yo sí. A mí me llevó al teatro a los seis años, a ver un montaje de Peter Pan donde los actores volaban colgados por hilos. Fue la primera obra que vi con mi viejo. Nuestras salidas al teatro concluyeron veinticinco años más tarde cuando vimos el Salomé de Richard Strauss; lo recuerdo como si fuese ayer. La última vez que hablamos de teatro, fue para comentarle emocionado que había visto un montaje de Sam Mendes en el Epidauro griego. El viejo se conmovió. Fueron emociones que tuvimos que vivir a distancia, en las frustrantes conexiones de Skype o de ese esperpento llamado Cantv. A pesar de la lejanía, sentí su voz quebrada y su entusiasmo. Cuando le hablaban de teatro él se transformaba en niño, como el Zarathustra de Nietzsche. Explicaba fascinado el guión, aplaudía el decorado, describía el vestuario como si fuese la primera vez que había visto una obra.

Yo envidio a Ugo Ulive, lo confieso. Me hubiese encantado tener una pasión tan grande como la que él tenía por las tablas. El teatro era su obsesión, cada obra era un nuevo intento de crear arte total, atemporal, imperecedero. Lo abordaba de manera fenomenológica, pura: ninguna función es parecida a la anterior. Es un arte alquímico, capaz de transformar el corazón del espectador en oro si se ejecuta a la perfección. Era esa su mayor aspiración: lograr la trascendencia al tocar lo más humano que llevamos dentro de nosotros.

Aquellos que tuvimos la suerte de ver alguna de sus obras pudimos, durante unas pocas horas, alejarnos de lo absurdo de la existencia para abrazar la belleza que gente como Ugo Ulive ofrece al mundo.

Te quiero, viejo.

Vicente Ulive

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000 Especial: Lo que aprendimos de Ugo Ulive (podcast):

https://quemas.fr/2018/11/000-especial-lo-que-aprendimos-de-ugo-ulive/


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