La última hora

De pronto, en el último momento,

antes de que él me llevara al aeropuerto, se levantó

chocando con la mesa y dio un paso

hacia mí, y como un personaje en una antigua

película de ciencia ficción, se inclinó

hacia delante y hacia abajo, extendió un brazo

golpeando mis pechos e intentó

agarrarse a mí. Me puse en pie y tropezamos,

y entonces nos detuvimos alrededor de nuestro núcleo, su

ronco grito de temor, en el centro,

en el final, de nuestra vida. Rápidamente, entonces

–lo peor había pasado ya– pude consolarlo,

manteniendo desde la espalda su corazón en su sitio

y por delante tranquilizándolo, su propia

vida continuando, y lo que lo había

atado, en torno a su corazón –y que lo había atado

a mí– ahora yacía sobre nosotros y a nuestro alrededor,

agua de mar, óxido, luz, esquirlas,

los pequeños eternos rizos de eros

golpeados hasta quedar tiesos.

**

Frontis nulla fides

Ahora, a veces, pienso en la parte posterior

de su cabeza como en una fisonomía,

brusca, rica, como con vello facial,

las formas convexas de muros de piedra del cráneo

como cejas nariz mejillas, tan difíciles de leer

como superficies de la tierra. Él era tan

misterioso para mí como la frenología

–occipucio, lamboidea– pero conocido como un

afloramiento de rocas en casa, y su quietud tenía

la veracidad, para mí, de algo

más antiguo que lo humano. Yo conocía y a la vez no

conocía su cerebro, su revestimiento de boscosa

montaña, pero la pura familiaridad

de su frente era como un tipo de conocimiento,

yo tenía mis poros favoritos de su piel,

y el caos, la multiplicidad, y

lo generoso en ellos era como

la abundancia de estrellas sobre el desierto.

Él rara vez fruncía el ceño, parecía

sereno, como si estuviera por encima o ajeno

a la ira. Ahora bien, puedo admitir que sus ojos

a veces eran sombríos o taciturnos, pero yo los veía

como lagos: una podía auscultarlos, y no

recibir pista alguna de sus límites ni de su fondo. Algo en

la penuria de sus mejillas, los hundidos

pómulos, siempre me conmovía. El audaz

viejo cartílago anglosajón de la nariz, la ancha,

elocuente curva del arco del arquero, su

carcaj vacío a veces, como si la ausencia de un lenguaje

fuese un paso hacia arriba en la evolución,

desde la cháchara de la consciencia. Ahora

que viajo de memoria por el país de la

máscara hermética de su yo, otra vez voy tocando

sus contornos, como si estuviese cantando a ciegas,

siento que el amor ignorante me dio

una Vida. Pero desde dentro de mi espejismo de él,

no pude verlo a él, o conocerlo. Yo no

tuve el arte o no hay ningún arte

de hallar la construcción de la mente en el rostro:

él fue un caballero sobre el que construí

una confianza absoluta.

**

Intento de banquete

Cargar de mariscos las neveras, hervirlos

al hacer la bullabesa –el almuerzo de verano

que habíamos tratado de dar, cancelado dos veces

al volver el parásito a mi intestino,

intentarlo de nuevo, la esperanza recurrente

de servir a las criaturas de la superficial

profundidad. Bromeamos sobre el retraso, pero

debajo de esa broma, sombrío

y oculto, él quería dejarme, y estaba ya

trabajando en ello y contra ello, preocupado tal vez

por si no se atrevía, anhelándolo

y temiéndolo, y no hablando de ello, inclinado

sobre los crustáceos sin cáscara y sobre los

vagabundos sin aletas de las pozas de marea, sus antenas,

que se habían retorcido por última vez en el lenguaje de casa.

Recordar su trabajo sin alegría, aún,

tiene un tacto afilado, como de utensilio para quitar la cáscara,

sudamos codo a codo tres veces

como un hechizo o una maldición, hasta que,

el Día del Trabajo, el salmón, por fin

ondulé por la puerta de la cocina en su

medio-slip de escamas finas de pepino

en su bandeja acanalada hacia la mesa puesta con un

lienzo bajo los antiguos

árboles de la vida. Y casi nadie

en realidad llegó allí, en el último momento hubo

esguinces y gripes y suegros y pisos

así que los pocos que éramos nos movimos a través del pesado

aire como niños en una escuela vacía en un día de fiesta,

y la comida desperdiciada era como una especie de

carnicería. Vivimos de ella una semana, como habíamos estado

viviendo, sin yo verlo,

de la costumbre rota de lo que no fue un amor

duradero. Cuando me acuerdo de él

en la cocina, la visión me penetra

con ternura, él estaba entonces sufriendo

como yo lo haría pronto. Cuando veo ese día,

hay momentos en que lo veo casi sin culpa,

o con una pura culpa compartida,

o una causa común, sin culpa, y no hay

nada que hacer,

solo puede ser conocido y soportado, no puede ser

convertido en algo fructífero o dulce,

sino solo encarado, como lo que era,

simplemente una comida, un pedazo de carne y sal.


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