Cada vez que he de escribir algo relacionado con la traducción releo “La tarea del traductor”, de Walter Benjamin; es uno de los textos más extraños que conozco, nunca parece el mismo: ese modo de hablar extremadamente abstracto que, sin embargo, se compone de palabras tan fuertes y consistentes, tan materiales, de metáforas tan precisas y directas. Desde hace años, la lectura en estos casos se me ha duplicado y releo también el ensayo de Paul de Man sobre “La tarea del traductor”, que tiene efectos similares aunque su lengua asuma tanto poder analítico. Esta vez volvió a ser así, y me detuve donde Paul de Man se pregunta por qué, si Benjamin quiere proponer una poética, se pone a hablar de la traducción: “¿Por qué se recurre al traductor en relación con las preguntas generales sobre la naturaleza del lenguaje poético que el texto hace?”. Me detuve ahí y traté de pensar qué clase de libro es Sombra de paraíso, de Claudia Sierich (Caracas, 1963): un libro acerca de la traducción de poesía, que no es un ensayo ni tampoco un poema o colección de poemas, aunque consigue sugerir un solo campo común a todo ello, con su poder de pensamiento y su poder de vida. Me pregunto si, en su forma fragmentaria, en su haz de lenguas y posiciones, no quedará para mí también abierto, invitando a la repetición, a la relectura.

Fragmentario y móvil, con su subtítulo: “Astillas en tres cuerpos de lenta lectura”, pertenece a la tradición que tiene su raíz en Friedrich Schlegel, aquel que escribió: “¡Hay tanta poesía y, sin embargo, nada es más excepcional que un poema!”. Y quizá es en este difícil fiel, entre la repetición y la excepción, donde se sitúa Sombra de paraíso. Pero el modo que elige Sierich para hacerlo es un desplazamiento, generar un tercer espacio: “Pienso la traducción de poesía –son sus primeras palabras– como un medio para alcanzar un fuero que quiero llamar tiempo soberano”, y en eso que ambiguamente llama medio caben el trabajo de la reflexión y el pálpito de una utopía ganada para la vida; y en verdad no hay un medio porque el fin es el mismo hacer. “A contracorriente del tiempo físico trabajo el texto poético como lento tránsito”: juego de velocidades, de tempos y ritmos, de construir y desmontar, de voz propia y voz entregada, la traducción del poema genera un tiempo que se cumple como ley de vida, íntimo y perdido de sí. Esta es la intuición de Sombra de paraíso, la posibilidad de un paraíso en este momento, al alcance de la mano; muy distinto del determinado, tendente al absoluto, de Sombra del paraíso –del Nobel español Vicente Aleixandre–, y más bien con la virtud real, contable, de El segundo paraíso, de la alemana Hilde Domin. Repetición y excepción.

El “tiempo soberano” es a la vez experiencia y sentido, y únicamente se ofrece en el curso de una práctica, la de traducir el poema. No se parece al de los agobios cotidianos, de la economía o la sociedad, “tiempo en obra: el que no se va, no se encoge, no se pierde, el que siempre de nuevo se queda conmigo”. Desde ahí, el libro es, literalmente, autobiografía. No se podría haber concebido sin una lógica poética; su compás, sus saltos y asociaciones son poéticos; pero habla de un objeto externo, lo recorre como prosa, no es poema. Como ocurre con todos los textos realmente nuevos, cuesta hablar de él con otras palabras, cuesta explicar lo que deja dicho o calla en su tensión.

El tiempo, pues, está en obra cuando se habla y en el silencio, cuando una luz ilumina hacia dentro o gira hacia el exterior. Se hace de inestabilidad y de cambio, los continuos desplazamientos del texto se guían por un criterio que no es de eficacia, sino de contacto, de encuentro. Traducir es una relación entre cuerpos: cuerpos sonoros, lenguas que se tocan entre sí en una inmediatez previa al sentido: “a veces avanzo por zonas en las que no sé en qué lengua ando”. Si leemos pensando en el especialísimo gesto que es traducir, asistir a esa doble corporeidad, podemos entender la poética que se deriva: el tiempo soberano es presente, sin medida pero presente, porque su grado mayor es el regocijo, y este quizá sea una de las formas más elementales y puras de la presencia.

Junto a los fragmentos que, durante la práctica de la traducción, van reconociéndola en el tiempo habitable que genera, hay otros, tal vez más extensos, más descriptivos, un núcleo de relato a veces, que se refieren a formas de la música, a los relojes del espacio público, a distintos tipos de silencio, a la danza, al tronco de una ceiba centenaria: se imagina entonces el acuerdo entre los instrumentos, la ejecución de una partitura, componiendo un catálogo de formas del tiempo, más alejadas o cercanas de la experiencia de su soberanía. Esta vigilia de la sensibilidad se percibe también en la continua variedad de los tonos y las hablas, en la multiplicación de los contextos, como si mirar o escuchar en el mundo fuera un espacio paralelo a los laberintos íntimos de la traducción: “El lugar de las innúmeras decisiones: el pasillo de las interminables puertas abiertas, cerradas y basculantes”. Los poemas de Claudia Sierich –sus dos libros publicados: Imposible de lugar y dicha la dádiva­– dan cuenta, por su parte, como vio Gina Saraceni, de esta simultaneidad de lenguas que proliferan en una rara quietud.

Hablan los textos de un “despilfarro” o un “derroche”, en el que se evocaría a Lezama; pero la singularidad de esta mirada toma, en Sombra de paraíso, la forma dinámica de una inversión. A partir de la muletilla que persigue a los traductores: “lo que en la traducción se pierde es ene” (o, con más frecuencia, es casi todo), Sierich ofrece una “lógica del incremento”, el retrato de una materia que no solo se transforma, sino que también crece. Las distorsiones, las alteraciones que se dan en el tránsito entre lenguas, ¿no generan espacios nuevos?, ¿no abren lugares que no preexistían? Las pequeñas rupturas en el filo de las palabras usuales, la inestabilidad porosa de las categorías morfológicas, todo un pulular de microfenómenos sonoros y semánticos, llevan cada texto a un estado imprevisible, que pide otra lógica que la que le había traído hasta allí. Lógica del incremento: “un poema desencadena acontecimientos inesperados”. Traducir sería “trocar la pérdida en tesoro”; disolvería “la angustia de la pérdida” en la multiplicación del saber, “la dádiva de las muchas lenguas”, la bendición de Babel. La única lengua universal deseable y posible es la traducción.

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Lecturas

Claudia Sierich. Sombra de paraíso. Caracas: Oscar Todtmann editores, 2015.

—. Imposible de lugar. Caracas: Monte Ávila, 2008.

—. dicha la dádiva. Caracas: Equinoccio, 2011.

Walter Benjamin. “La tarea del traductor”, en Angelus novus. Traducción de H.A. Murena. Barcelona: Edhasa, 1970.

Paul de Man. “La tarea del traductor, de Walter Benjamin”, en La resistencia a la teoría. Traducción de Elena Elorriaga y Oriol Francés. Madrid: Antonio Machado, 1990.

Friedrich Schlegel. Fragmentos. Traducción de Pere Pajerols. Barcelona: Marbot, 2009.

Gina Saraceni. “Tinglado de lenguas (notas sobre dicha la dádiva, de Claudia Sierich)”. Prodavinci (http://historico.prodavinci.com/2012/11/03/artes/tinglado-de-lenguas-notas-sobre-dicha-la-dadiva-de-claudia-sierich-por-gina-saraceni), 3 noviembre 2012.


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