Si la crítica literaria se nutre de una versión de los hechos, de una mediación, entonces la experiencia personal debería informar ya no la historia, sino una manera de la imaginación, una escritura que se propone fijar la frontera entre el realismo y su discusión. Si la necesidad, o el afán, de circunscribir un objeto lleva a esa crítica a querer vérselas con unidades acabadas –especímenes previamente certificados–, adentrarse en la experiencia afanosa de decir, de mostrarse, la enfrenta a una generalidad de lo real donde la vida es ordenada desde y para variadas disciplinas. Quizás inadvertidamente Violeta Rojo lleva a su redil un grupo de textos autoreferenciales –la denominación es suya– y aunque sabe que se ocupa de todo un género no prevé su alcance. Al cabo, cuando los ha revisado, explicado, anotado, nos damos cuenta de la magnitud de ese acopio: desde lo evidente, signado por un título sin ambigüedad (memorias), hasta lo oblicuo (digamos, ese libro de Salom Mesa), una escritura sostenida en el proceso mental del país se va revelando, y con ella el país mismo. Así, lo que parecía circunstancia, una pausa egotista, la necesidad forense de divulgar anécdotas, adquiere en ese despliegue el sentido de una comunicación, construcción de lo verificable de una biografía (del país, de sus clases sociales, de la tensión de un artista).

Quiero creer que ese conjunto de nombres y libros se le fueron mostrando como en una revelación, en el ritmo de unas lecturas el mundo reconocido se ajustó de tal modo que con facilidad fue sumando ejemplares en un inventario señalado de poco florido, ese de la confidencia y la perspectiva subjetiva de lo público. Descubre, pues, ya no una carencia sino la relativa abundancia del género, entradas recurrentes al testimonio y desde distintos formatos: diarios, memorias, ficción. El correlato en su intimidad, despejado y limpiado de la carga demostrativa, evolucionando desde el solaz de quienes enfrentan la realidad ya no para desmentirla o exaltarla, solo para reconciliarse con su complejidad. Autobiografía o memorialismo, la división no resulta satisfactoria, en medio de lo heterogéneo una gradación se va abriendo paso en tal variedad de escrituras y ya no es posible separar con asepsia. Ese Francisco de Miranda, por ejemplo, elegido no tanto desde su propia voz como desde su condición de “coto de fabulaciones” –otros hablan y suponen, lo retratan, desde la imagen visual hasta moral, y justamente por aquello omitido, callado por el hombre mudo a la hora de la intimidad–. Hay así un espacio para la ficción autorizado por el propio personaje, entra como actor en la novela porque antes un compás en la confidencia se ha abierto y será llenado. Miranda, el antiíntimo, deviene especulado en virtud de la saga del vanidoso en plan de Don Juan y héroe, casi contradicción en los términos.

Pero la entrada a saco hace sus elecciones, y puede dejar fuera aquello poco lustroso o difícil de degustar como esas aspiraciones imperiales de Rusia y su Catalina sobre América. Aunque no se consigne para enmendar, la escritura prevalece, sea que ajuste o desmienta la historia oficial, sea que perturbe con el susurro, siempre parece estar hablando de espaldas. Un cargo sobre la novela histórica se cuela aquí, la compiladora hace crítica de la excesiva libertad de los fabuladores: “omisiones, exageraciones, anacronismos, erotismo exuberante”, en sus palabras. Pero ya se dijo, las fronteras son tenues y a veces inexistentes, la ficción se interna en los recuentos de experiencias huidizas, esquivas de lo público pero a la vez deseosas de reconocimiento. El antiguo dilema entre individuo y hechos cumplidos, la historia enmendada desde la noticia personal.

Ni crónica forense ni realismo como prestigio, estas exploraciones se adentran en los intereses públicos desde la dimensión de lo mediato, pausado en una larga contemplación, y quizás esa sea una de las fórmulas de la literatura. Seguro son exigencias de la modernidad drenando a lo largo de las necesidades de puesta al día: alteridad y género, de este su magnificación (desde las mixturas de escritura hasta el sexo, feminismo y otros resentimientos). El mismo José Antonio Navarrete se describe mientras habla de otros, esos personajes imaginados y a ratos forjados. Pero este ejercicio sigue la norma o el relajado acuerdo: es discurso autorreferencial. “No solo quería mostrar conocimiento, sino que disfrutaba escribiéndolo…”, se nos dice del fraile, y aquí seguimos en la autonomía de la confidencia, quien habla de sí prescinde de lo probatorio, inventa para contestar a un tiempo agotado. Desde hacer de la experiencia sustancia para explicar hábitos pacatos o proceso creador, hasta la novela que se superpone al correlato, saquearlo para elaborar punto de vista, como en el caso de Miguel Otero Silva y sus novelas de la contemporaneidad inmediata, llevado a un punto abrumador en La muerte de Honorio.

La cantidad y variedad de títulos que Violeta Rojo ciñe en esa subclasificación no deja de ser sorprendente, desmiente ese cargo del exceso de historia oficial y menguada voz del disidente, del observador en su desdén de compromiso; resulta que esta voz tiene su tono nada bajo, y sobre todo estable en el tiempo. Su poca consideración tendría que ver con la recepción misma, la circunstancia del lector, también el canon escolar ha debido influir en su estatuto marginal. Los relatos vida personal se leen en Venezuela al menos con desdén, y ante el exceso de consideración de lo certificado por la historia oficial. Ni siquiera Memorias de un venezolano de la decadencia ha podido competir con Doña Bárbara en un acercamiento aleccionador. Me interesa resaltar lo que tienen en común estos libros, en un primer acercamiento es evidente su decidida interlocución, hablan para ser oídos, distinto de la novela, por ejemplo; pero en ningún caso se proponen una relación: ni hechos ni doctrina vehemente. Y en algunos casos, como en el ciclo de Otero Silva, lo ficcional se propone relevante, en su caso el país enmascarado tras una transparencia: leer en la novela elemental las tensiones de una movilización –de una de ellas la autora ha dicho que sería el equivalente narrativo del Pacto de Punto Fijo, y aunque parezca una equiparación poco sutil tiene la virtud de ilustrar cuanto de discurso público hay en la aspiración del género que convoca–. Un memorialista como Argenis Rodríguez (sería un nombre natural de esta lista) funde lecturas y experiencia, da su prospecto del escritor, lo contrasta con el entorno, y decidirá vaciar en sus ficciones una versión de su tiempo arrasado, más allá de cualquier desencanto. Su obra pareciera el armónico diálogo entre el testigo y el escritor aferrado a la literatura. Lo testimonial encarando un tiempo ejecutor está perfilado en su concluyente contraste en el conjunto que se ha seleccionado para retratar el gomecismo. Por un lado los libros de Francisco González Guinán, Ignacio Luis Arcaya y Laureano Vallenilla Planchart, por otro, Emilio Arévalo Cedeño, Rafael Arévalo González y José Rafael Pocaterra, en la oposición feliz se descubre la voluntad de juzgar ad hominen pero cuidando la confesión, los puros nombres y su expediente público nos previene de los énfasis. Todos militantes de cierta gestión gustosa del poder, hay no obstante en aquellas relaciones una perspectiva desconocida de ese poder –se quieren justificar sin perder las maneras, como en ese admirable Escrito de memoria (Vallenilla Planchart).

Pero también en esos textos la infancia es elegida como iniciación sentimental del discurso, y termina misteriosamente escondida, digo, sus pulsiones y crisis, no la anécdota incidental del colegio o el primer amor. ¿Se afirma entonces la negativa de la confidencia? Diría que no, aunque no se la ejecute se amenaza con ella (a los lectores taciturnos, al público que no debate sus crisis, a una sociedad modosa que ha oído hablar de la corrección). Necesario apartado este donde algo se atesora, o se esconde, magnificada o disminuida esa infancia es una vuelta a lo dejado sin armar, y cuando aparece no se sabe qué hacer con su peso, se la rellena con tradiciones de pueblo o se la pone a adornar el folclore. Y sin embargo ella está ahí, llamada para una pausa, casi un susto. Aquello que ya no existe se mira con sobresalto, pero a la vez se le aplasta. Como si el escritor temiera rememorar en voz alta, contrario a lo que hace Jules Vallés en su novela de autopsia, El niño. En ese género cabe también un poco de teoría literaria, y no le viene mal restregarse de moral, es el caso de Oswaldo Trejo, cuando expone sus ideas de la literatura y el proceso creador, lo hace desde la vecindad, agobiada de aliento, de sus observaciones del trato con la gente: memoria y experiencia atadas a la explicación de una suprema abstracción.

En general, la escritura de este género acopiado y ajustado por la autora está infestada de imaginación, el país figurado desde el padecer y la imposibilidad –también las fugas salvadoras– y en esa misma medida alejado de la fatuidad, cuánta frivolidad no hay en el éxito. “Vidas que cuentan vidas”, se dice en algún punto, y acaso sea esto una definición circular, aspiración de meterlo todo (experiencia personal y ruido de la calle) en una sola proclama –desde la justa pretensión de Otero Silva de recrear una contemporaneidad, hasta la voluntad de Miguel Szinetar (Expediente familiar) de deformar para mejor acercarse–. Si el realismo de Otero Silva se instala en un compromiso y la escritura se hace cívica, en el libro de Szinetar la autora encuentra una continuidad donde la naturaleza ha mutado, así dirá, como en una declaración principista: “los libros que me gustan son aquellos que cuentan vidas, vidas que se falsifican aunque se esté recordando, vidas que parecen reales aunque sean inventadas”.

Una especie donde el modelo es casi exacto sería Sin partida de yacimiento (Luis Barrera Linares), allí la experiencia está ampliada desde la confiscación de los ruidos: todo se vale en tanto se ajuste a las razones de una voz. Y qué decir de este Navarrete, en un primer momento metido aquí como un alien, pronto se nos muestra su filiación, reflexiona fuera de las urgencias, se contempla a sí mismo y se pregunta por lo que falta, así lo inventa sin forjar nada. La autora reclasifica sus largos aforismos cuando descubre el peso de la descripción: minicuentos. Pero lo esencial es qué cuentan: pues son biografías imaginarias. Correcciones introducidas a fin de extraer sus sujetos de lo inocuo, modelar la vida de otros desde el íntimo gusto, tal y como haría Marcel Schobw ciento cincuenta años más tarde. Qué habría dicho Andrés Bello, la más pura imaginación civil de la Colonia, de aquellas adjetivaciones, de ese idioma prístino fuera del barroco. Es Navarrete el primero de esa lista, se aleja como un cometa de las obligaciones de cronistas y amanuenses, afirma el recelo de lo público y se instala en la serenidad del idioma y así irrumpe en la imaginación moral.

Historia, memorialismo, biografía, autobiografía, libros perdidos, acopio de saberes, textualismo –resulta la refundición de un discurso marginal en el imaginario de una sociedad y actuando como una potencia aclaradora, organizando los insumos freudianos y dejando descubierto, o inaugurado, el horizonte donde deberán explicarse y hasta su resolución los traumas–. Revela esta junta varia pero eufónica otra identidad, esa de la mediación mostrada desde el autor que habla para reordenar el acuerdo, el espacio necesario de una subjetividad: introduce el desarreglo en lo público para cuestionar lo privado. Si la ficción resulta en Venezuela debate con los prestigios de lo civil, y en esa medida crónica, la escritural memorialista puede permitirse invenciones cuestionadoras de la ficción. Mediar desde la experiencia íntima para así fecundar un imaginario, o removerlo –pienso en la tierra martirizada del criollismo–. Más memorialismo que autobiografía, otro acuerdo para la identidad, no sorprende pero permite comparar dos autores, por ejemplo, Miranda y Rafael de Nogales Méndez: cosmopolitismo y ampliación de la experiencia expuesta –para ser validada y confrontada en un escenario de prestigio–. La intimidad se restringe a figuraciones, apenas se nos deja imaginar, otra cosa son los avisos publicitarios de haberse chapeado una puta, Miranda, o el Rufino Blanco Fombona (que no está aquí) una monja a bordo de un trasatlántico. Me pregunto por qué fueron dejados fuera, de manera explícita, dos ejemplares casi estridentes de esta clasificación, las Memorias…, de Pocaterra, y Crónica de la memoria, de Armando Rojas Guardia –si aceptamos que el libro de Pocaterra es traído como comparsa en un apartado específico, ese de los testigos del gomecismo–. Parecen estar en los extremos de una adecuación. El primero tiene para sí un escenario cautivo, al punto que la palabra memorias puede sustituirse sin escándalo por historia, el segundo todavía se lee con indiferencia y se desautoriza desde la gens, y dígase que las palabras crónica y memoria no alienten y oculten –y pospongan– otras revelaciones. Consumo público y consumo privado, esta separación escueta algo adelanta, pues nos informa de cierta valoración de lo testimonial en la expectativa de los lectores, también de las preferencias y eficacias en la sustentación de un expediente: el de una sociedad dispuesta a ponerse en manos de salvadores, pero que ha decidido salvar lo peor de sí misma. Si el Oswaldo Trejo testimonial se aleja de las confidencias y en cambio enlaza el cuerpo de una literatura con otras intimidades (eso que dice del escritor requerido de explicar su obra –es un crimen, insiste, debe responder escribiendo más, y encriptando– me parece admirable). Pocaterra y Rojas Guardia, estaría en una intimidad agotada, o destruida, el primero; el segundo en una individualidad donde lo social aún no ha hecho irrupción, tan solo observa desde la sombras.


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