Una vez derrocada la dictadura militar, y reinstalados en Caracas a inicios de los sesenta, los jóvenes exiliados se unieron a los escritores que no encontraban ya oxígeno suficiente en Sardio, y a otros que fuera de la revista (entre ellos los organizadores de la exposición colectiva que llamaron Espacios vivientes), sentían también la necesidad de actuar en el entorno concreto del país, oponiéndose en el plano estético a los lenguajes “fríos” de la abstracción geométrica. Al unirse, retomaron el imaginario que Contramaestre y sus amigos trajeron consigo de Salamanca, asociándolo a los lenguajes del informalismo donde creyeron ver una fuente primitiva de libertad, y a todo un universo directamente extraído de la realidad urbana. Para ellos se trataba –así lo afirma Daniel González– (1) de construir un orden iconográfico que, al unir las viejas imágenes a las que acudían, junto a las producidas por la urbe contemporánea, les permitiera lograr una cierta atemporalidad, un espacio en todo caso históricamente imprecisable para su experiencia artística, en una dualidad característica de lo moderno.

La agrupación recién creada iniciaría su actividad pública con el primer Rayado sobre el techo (su órgano oficial de divulgación en cierta forma), en marzo de 1961 [Fig. 19], y una exposición de obras informalistas realizada en una casa de clase media, no muy lejos de la zona de los museos en Caracas. Pero sus objetivos, y su posición política en particular, se definirían aún más claramente con el último testimonio de Sardio (mayo-junio de 1961), y es evidente que siguen de cerca las que el mismo Breton hizo públicas en su Posición política del surrealismo de 1935:

“Si queremos evitar que en la sociedad nueva la vida privada, con sus oportunidades y sus decepciones, siga siendo la gran dispensadora como la gran negadora de energías, nos conviene prepararle a la existencia subjetiva una revancha resplandeciente en el terreno del conocimiento, de la consciencia sin debilidades y sin vergüenza”.

Es decir que, para Breton y los surrealistas, e igual para los jóvenes venezolanos veintiséis años después, la labor artística debía preparar al individuo para vivir en la sociedad sin clases del futuro, solo que debía hacerlo trabajando en su propio terreno, cumpliendo con sus objetivos artísticos, y no plegándose a los imperativos prácticos de la contienda política. Acompañarla, sí, e incluso coyunturalmente plegarse a las urgencias de la lucha social, mas no someterse a ellas en el plano expresivo como lo pretendía el partido comunista, promoviendo la pobreza eficaz del realismo socialista.

Y no obstante, el entusiasmo inicial de los balleneros por esa transformación radical e “irremediable” parece haber sido tal, su confianza en la victoria próxima tan rotunda, que los militantes que tomaron las armas, y los artistas que los acompañaron en el plano simbólico, creyeron que su victoria sería tan solo cuestión de meses, y de algunos pocos golpes audaces, para que la estructura de poder que creían podrida hasta la médula se derrumbara por completo. Es lo que expresa claramente uno de los dirigentes guerrilleros más decididos, Douglas Bravo, cuando describe los momentos iniciales del enfrentamiento armado:

“Nuestro error más grave fue el de ser demasiado aventureros. Aún cuando hablábamos mucho sobre una guerra prolongada y a largo plazo, en ese tiempo usábamos tácticas de choque, como para un golpe de Estado. Queríamos derrocar a Betancourt en pocas horas, en una o dos batallas”.

Algo comparable o en todo caso paralelo sucede con las actividades de El Techo en sus tres primeros años, como lo afirma acertadamente Ángel Rama cuando asevera que “sus acciones imitaron las tácticas de una lucha guerrillera, con sus bruscas acometidas, su repentismo, el manejo de una exacerbada y combativa imaginación” (2). De manera que para comprender la forma que tomaron sus primeras manifestaciones, es indispensable concebirlas como gestos de oposición, actos que nacen y se piensan a contrapelo de los valores establecidos, verdaderos golpes de estado culturales. Así se organiza por ejemplo la exposición que reúne por primera vez a algunos de sus futuros miembros: Los Espacios vivientes, presentada en el Palacio Municipal de Maracaibo, en febrero de 1960, y en la Sala Mendoza de Caracas.

Los jóvenes organizadores de la muestra que, como Juan Calzadilla y Daniel González, buscaban mermar el impacto de los movimientos abstractos y cinéticos, encontraron un inesperado apoyo en el crítico argentino Romero Brest quien, en enero de 1961, hacía escala en Caracas a su regreso de un largo viaje por Europa y los Estados Unidos. Él, que había defendido las agrupaciones concretas de Argentina, y había visto en sus lenguajes plásticos el arte prototípico del siglo XX, regresaba lleno de dudas, transformado tras su contacto directo con el informalismo europeo y norteamericano. Sus vacilaciones y su entusiasmo por la energía renovadora que descubre en esas telas, le dio a los jóvenes venezolanos un impulso suplementario, y canalizó su ideal de la tela como un espacio activo.

La exposición se pensó en principio en contraposición al dominio para ellos hegemónico de la abstracción geométrica, y en general contra los lenguajes “racionales y fríos” a los que asociaban lo moderno. Aparte de esa bocanada de aire fresco que les había traído Romero Brest, el pabellón español en la Bienal de Venecia de 1958 fue también una referencia fundamental. Antoni Tapiès [Fig. 20] se revelaba allí una de las mayores figuras del informalismo, de esa pintura matérica y “libre” que parece encausar en ese preciso instante sus aspiraciones libertarias. No todos los que participan en estos Espacios vivientes responden a los lineamientos del informalismo, cierto, pero todos sin duda buscan deslindarse de la abstracción geométrica dominante, y eso precisamente los acerca; el hecho de concebir sus obras como espacios dotados de una vida plástica de la que carecen en su opinión las estructuras geométricas de quienes consideren sus oponentes.

Hay, no obstante –es indiscutible– una cierta artificialidad en ese deseo voluntarista de enfrentarse a los factores dominantes, y de hacerlo apoyándose en los lenguajes de un movimiento de éxito internacional como el informalismo. Revelarse, aspirar a una libertad absoluta como la que pregonaban a partir de ideas y lenguajes que ya tienen nombre, no es precisamente una aventura, y quizás por eso entre los principales activistas de la Ballena se impone muy pronto (desde 1962), la idea de que el informalismo había dejado de responder a las necesidades más apremiantes del momento. Ese acuerdo colectivo en contra de los lenguajes dominantes era, de cualquier modo, un proceder que contrastaba con el de personalidades que, como Jesús Soto, piensan y construyen su universo plástico en la paciente continuidad orgánica de los procesos históricos y de las obras que le interesan, forjando a la par las herramientas de lenguaje que le permitirán expresar las preocupaciones de su tiempo, antes de que exista un movimiento que los englobe y un nombre que califique sus búsquedas.

En los hechos pues, los jóvenes de El Techo tienen poco que oponerle a sus adversarios; todo el material del que disponen al inicio se reduce a esa voluntad de cambiar el orden establecido, de derrumbarlo por la fuerza si fuera necesario, para instalar uno distinto que vendría a “liberarlos”. Solo así se comprende el manifiesto inaugural, publicado en su primer Rayado sobre el techo, el 24 de marzo de 1961:

“Es necesario restituir el magma la materia en ebullición la lujuria de la lava colocar la tela al pie de un volcán restituir el mundo…” (3).

Porque se trata de un gesto que se piensa a contra corriente de la hegemonía que ejercen los lenguajes abstracto-geométricos a finales de la década del cincuenta. Como si, en su imaginario, la abstracción geométrica viniera a imponerle una forma intrusa a la materia primigenia, restringiendo lo real a los límites estrechos de un molde artificial. Y es justamente contra esa utilización racional y metódica de los elementos plásticos que se lanza esa erupción de materia fundida en la imagen romántica del volcán, como es decidida y violenta su oposición a cualquier intento por darle continuidad a lo que consideran “una sociedad burguesa”, condenada a sus ojos por el movimiento objetivo de la historia.

En su imaginario marxista, solo una explosión “natural” y violenta podría garantizar esa tabula rasa a partir de la cual se hacía factible pensar lo nuevo, reinventar la vida, e instaurar la sociedad sin clases que añoraban y que la revolución prometía. Restituir el magma, la materia en ebullición, era volver al origen, reencontrarse con las fuerzas primitivas de la naturaleza y de lo humano, para volver a empezar, en un gesto típico del marxismo y de lo moderno.

Las dos operaciones públicas de este primer año (1961): Para restituir el magma y Homenaje a la cursilería y el lugar común, son gestos ostentosos y por momentos burlescos de oposición. En su primer Rayado sobre el techo, que sirve de catálogo a la muestra inaugural, se mezcla sin jerarquía alguna la supuesta noticia de un robo perpetrado en la galería recién inaugurada, a un agresivo pero serio poema de Caupolicán Ovalles, “Carta a Ahab”, dos encuestas inventadas donde los entrevistados (los mismos autores de la encuesta y sus amigos), se burlan irónicamente de los salones oficiales y de la pintura, lo que no deja de ser curioso –si no contradictorio–, en el catálogo de una exposición dedicada, púdicamente, a dos medios tradicionales: la pintura y la escultura, incluso si estos se quieren irreverentes. Junto a estos textos, se publican igualmente sus primeros manifiestos: El gran magma, de corte programático e ideológico:

“bajo toda estructura que pretenda encerrar una dinámica existe ya un germen de ruptura

tenemos menos capacidad para organizar esto es evidente que para vivir vivir es urgente…”

Para la restitución del magma, más cercano a las exigencias técnicas de la expresión plástica:

“demostrar que la materia es más lúcida que el color de esta manera lo amorfo cercenando de la realidad todo lo superfluo que la impide trascenderse supera la inmediatez de la materia como medio de expresión…”.

Ese material se aglutina sin orden específico en medio pliego de papel doblado en cuatro, con una tipografía carente de mayúsculas, como ya antes lo hicieran los movimientos modernos a principios de siglo. El escenario mismo de la exposición (el patio y las habitaciones de una de esas casas de pequeña clase media que estaban desapareciendo bajo la presión inmobiliaria de Caracas), y las condiciones en la que se realiza la muestra (sin ninguna operación museográfica específica), son significativas del desprecio que sentían, o al menos del irrespeto con el que aspiraban conseguir el escándalo público. Esa fue su primera “galería”, el espacio prestado por la familia de uno de sus miembros, patio casi pueblerino y habitaciones oscuras que ocupan sin más, guindando los cuadros en los espacios disponibles, incluidas las puertas y las ventanas, sin marcos ni iluminación especial.

Si este primer acto colectivo está claramente centrado en las artes plásticas, justificando de algún modo la opinión de Calzadilla según la cual la plástica fue la matriz inicial del Techo, la segunda: Homenaje a la cursilería y al lugar común, del 7 de mayo de 1961, mezcla ya claramente los valores plásticos, políticos y literarios que la muestra pretende desenmascarar. La exposición que finalmente abren al público es el resultado de una investigación (que de antemano saben incompleta) y en la que se pretende evidenciar la cursilería “pavosa” que inunda la prosa de los escritores venezolanos ya consagrados, la pintura tradicional de corte paisajista, y por supuesto algunas personalidades políticas como –era de esperarse– el mismo presidente de la República, Rómulo Betancourt.

Por cursi se entiende, en el lenguaje popular venezolano, aquel gesto: pintura, escultura, poema o frase aislada donde prevalezcan imágenes estereotipadas y sensibleras, de esas donde el amor es siempre “sublime”, toda flor “linda”, todo niño “angelical y puro”. Por pavoso algo que da mala suerte, que trae problemas o es de mal augurio. Casi ninguno de los autores investigados logró salvarse de lo cursi, salvo Rómulo Gallegos, en cuyos textos, y bien a pesar de su tradicionalismo y su telurismo llaneros, no pudieron conseguir ninguna frase digna de ser considerada como tal.

MIRA FLORES Y SERÁS CURSI, es la frase con la que terminan una primera descripción de los falsos valores nacionales, haciendo un claro juego de palabras entre el lugar de las flores en esa literatura y pintura que condenan, y Miraflores, la casa de gobierno. El objetivo explícito de la exposición era desprestigiar a los autores estudiados y poner así en evidencia la fatuidad de las tradiciones intelectuales venezolanas; en una palabra, destruir o por menos desprestigiar el orden simbólico sobre el que se sustenta la sociedad “burguesa” que anhelaban destruir. Mientras en los cuarteles y fuera de ellos se conspiraba contra el poder establecido, ellos hacían otro tanto en el plano de las ideas, complotando contra el orden sintáctico del discurso. Y eso lo hacía una serie de jóvenes que tenía en verdad poco que ofrecerle a sus lectores, escasos ejemplos concretos de lo que podría ser esa obra fuerte, comprometida y madura, que pretendían oponerle a la literatura pueril de sus antecesores.

Este primer año de actividad lo completan además dos exposiciones individuales, una de Daniel González en la Facultad de Arquitectura y Urbanismo de la Universidad Central, y otra de Gabriel Morera, Cabezas filosóficas, en la Librería Ulises. La de González se componía de objetos escultóricos construidos con chatarra, barriles de petróleo y piezas mecánicas soldadas o ensambladas, lo que no deja de ser significativo en un país exportador de petrolero e importador de mercancías (4). Sus títulos, por lo demás; Rescatador de tuberías muertas, o Tótem de petróleo, hacían clara referencia a la principal industria nacional, fuente de su repentina riqueza, pero también de innumerables desequilibrios que pretendían denunciar. La de Morera, por su lado, presenta estructuras pictóricas de fuertes texturas, de objetos, materiales encontrados y de desecho, todo ello para aludir a la filosofía y a sus autores en títulos burlescos y absurdos: Cabeza trampa para atrapar cosas seres vivos y personasCabeza de filósofo oriental perseguido en sus sueños por un imperativo categórico erótico.

Igual que en las dos exposiciones anteriores, el objetivo era el mismo: desprestigiar el saber establecido, los valores consagrados, como parte de ese trabajo negativo que, desde Dadá, parecía condición indispensable para refundar la experiencia humana. Sus obras, aunque en general muy cercanas –demasiado en algunos casos– de sus modelos europeos, especialmente del informalismo español y francés, introducían una nota nueva y sin duda liberadora para aquellos que, en el ámbito nacional, veían en la abstracción geométrica y cinética una camisa de fuerza. Hay, no obstante, en Daniel González un mérito que conviene resaltar, y es que si la mayoría de estas piezas informalistas, de pretendido desinterés artístico, aparecen hoy como recatadas estructuras estéticas, las suyas siguen manteniendo un carácter “seco”, de escaso interés plástico, que las convierte en verdaderos logros de ese anti-arte que buscaban lanzarle a la cara de la burguesía venezolana.

Con todo, estas primeras manifestaciones señalan ya los objetivos perseguidos (la confusión y la destrucción de la sociedad capitalista en la que viven), sus filiaciones históricas con el informalismo español, el surrealismo, Dadá, los Beats y una cierta investigación de las basuras que Adriano González León formalizaría al año siguiente en su prólogo al poema-panfleto de Caupolicán Ovalles Duerme usted, señor Presidente?

Se evidencian del mismo modo las principales características que el grupo desarrollaría en adelante, en particular esa estrecha vinculación con las circunstancias políticas, con el aquí y ahora en el que viven: una coexistencia sistemática de la plástica y la literatura; un lenguaje popular y a menudo callejero, si no grosero, paralelo al empleo de los desechos en las artes plásticas; la incorporación de lo arbitrario y azaroso –en clara filiación surrealista—, y el uso sistemático de lo grotesco, de la muerte, lo necrófilo y del sexo como herramienta de ataque, arma de guerra. Hay, en fin, una violencia verbal y formal (que hoy por cierto cuesta trabajo aprehender en muchos de ellos), y que forma parte de esa insurrección de la palabra y de la imagen con la que pretendían responderle a la violencia política del gobierno. Asimismo, y desde estas primeras manifestaciones, se hace patente una cierta retórica ballenera que iría ampliándose a medida que el movimiento pierde en fuerza de choque y que, echando mano de la metáfora marina, convierte las críticas contra ellos en ataques de arponero, sus defensas en mordiscos y coletazos, y toda aventura personal en sinuosa navegación cetácea.

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Notas

(1) Entrevista de Ariel Jiménez con Daniel González, Caracas 15 de abril de 2013.

(2) Ángel Rama, Antología de El Techo de la Ballena. Ed. Fundarte, 1987.

(3) Según Adriano González León, Carlos Contramaestre habría sido el autor de este primer manifiesto. Ver a este respecto la entrevista concedida por el escritor a Daniel González, Nelson Dávila y Ester Coviella, en El Techo de la Ballena, trabajo para la obtención de la licenciatura en Letras. Universidad Central de Venezuela, Caracas, 1981.

(4) Afirmación de Carlos Contramaestre en su entrevista con Daniel González, Nelson Dávila y Ester Coviella, en El Techo de la Ballena, trabajo para la obtención de la licenciatura en Letras. Universidad Central de Venezuela, Caracas, 1981.

(5) Juan Calzadilla, “Los años turbulentos”, prólogo para la Antología de El Techo de la Ballena 1961- 1969. Monte Ávila Editores, Caracas, 2008, p. XV. La pistola de aire hace referencia directa a los Coloritmos de Alejandro Otero, hechos con esa técnica.

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Este texto de Ariel Jiménez, que estamos publicando en 5 entregas de domingo (“El Techo de la Ballena: Ecos de libertad”; “Sardio y las premisas de la Ballena”; “Los inicios de la Ballena”; “Aquí y ahora, la política, la urbe” y “Una investigación de las basuras”), es el producto de un estudio inicialmente realizado en el 2013 para la Fundación Noa-Noa, de Ignacio y Valentina Oberto, quienes durante décadas fueron pacientemente adquiriendo, catalogando y estudiando las obras y documentos que pudieron conseguir sobre esta agrupación de los años sesenta: pinturas, esculturas, fotografías, publicaciones periódicas, catálogos, intercambio epistolar, etc., y que pusieron a la disposición de Ariel Jiménez para su examen y consideración.


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