La década del sesenta en Venezuela estuvo marcada por violentas oposiciones ideológicas que no dejaron de tener su impacto a todos los niveles del orden social, incluyendo por supuesto el de las artes. No se trataba sin embargo de una especificidad nacional, ni de un estallido espontáneo, sino por el contrario de uno tan solo de los episodios que –a lo largo de los siglos XIX y XX– opusieron dos ideologías, dos proyectos políticos, dos formas también de concebir el rol y la función del artista en el seno de las sociedades occidentales y más allá. Con el fin de los gobiernos de antiguo régimen, el de las diversas monarquías europeas, se soñó con una nueva forma de organización política capaz de asegurar el bienestar de todos los ciudadanos por igual, y los ideales marxistas surgieron a mediados del siglo XIX como una vía idónea, en todo caso la más eficaz, para alcanzarlo.

“Un fantasma recorre Europa: el fantasma del comunismo…”, escriben Marx y Engels en el Manifiesto del partido comunista de 1848 (1) [Fig. 1]. Y tenían razón, porque el escalofrío producido por ese espectro atravesaría sin pausa ni tregua el continente entero, obsesionándolo, transformando de manera radical las relaciones entre obreros y patrones, entre los gobiernos y las organizaciones sindicales, los partidos, las comunidades, y seguiría haciéndolo a nivel planetario durante más de siglo y medio, hasta hoy. Nos guste o no, lo queramos o no, los ideales marxistas transformaron todas las áreas de la actividad humana, a todos los niveles posibles, y, mientras no alcanzaron el poder, su actividad redundó en el bien de los pueblos. Y lo hicieron, sí, (en significativo paralelo con las teorías de Darwin), introduciendo por una parte la idea de que “el movimiento de la historia” podía y debía ser comprendido científicamente, que aquellos que poseyeran la inteligencia de esos procesos detendrían las claves del futuro y que, por otro lado, la historia de las sociedades evoluciona siguiendo el principio casi biológico de la lucha de clases (2).

El marxismo ofrecía objetivos precisos para quienes se esforzaban por materializar la idea de un mundo mejor, de un nuevo contrato social, equitativo y justo. Les daba herramientas de acción y métodos para conquistar el poder. Pero el deseo de lograr estas metas, concretizándolas en una experiencia objetiva, no se haría realidad sino a principios del siglo XX, cuando el horrible cataclismo de la Primera Guerra Mundial le brinda a los comunistas rusos la posibilidad de acceder al poder para darle inicio, en 1917, a la primera gran república comunista de la historia. Y esa gran república nacía apoyada, y por así decir alimentada, por esa otra revolución de la ciencia y la tecnología que estaba dotando a la especie de fuerzas y utensilios nunca antes conocidos: la electricidad, el motor, y con él los aviones, los tractores y los submarinos, instrumentos con los que se esperaba construir ese orden nuevo, completamente humano, liberándonos al fin de las ataduras naturales que habían determinado nuestra existencia hasta ese momento (3). La Primera Gran Guerra parecía marcar con su horror el fin de un mundo y la aurora de otro. La idea de que la humanidad atravesaba una crisis radical, y de que solo un vuelco total de nuestra experiencia podría transformar la vida para hacerla mejor, se inscribió con fuego en la historia humana.

No es un azar, sino una exigencia de los tiempos, que Dadá haya nacido en 1916, en plena Guerra Mundial, un año antes de que los bolcheviques tomaran definitivamente el poder en la Rusia tzarista. Ellos también pensaron (sin que esto significara necesariamente igualdad de criterios en lo político, o no siempre), que un inmenso trabajo negativo estaba por hacerse, que era indispensable destruir por completo el antiguo orden material, económico y político de la humanidad, como requisito previo ineludible para construir uno distinto, más humano y digno. Pero la transformación radical que la especie estaba experimentando nunca sería completa si se limitaba a la política, a la economía, la industria, el mercado. Una insurrección igual debía producirse a nivel simbólico, desacreditando por completo el universo de ideas y de valores que sostenían las sociedades moribundas, deshaciendo las amarras del lenguaje para que la palabra, y con ella la voz humana, recuperara su potencia primitiva.

En 1919 además, y en gran medida consecuencia de la guerra, André Bretón y Philippe Soupault sientan las bases experimentales de lo que luego se llamaría el surrealismo, escribiendo Les champs magnétiques (Los campos magnéticos) [Fig. 2], el primer texto automático del siglo XX. La idea, justamente, era la de liberar las fuerzas del inconsciente para aprovecharlas enseguida, enriqueciendo la existencia consciente de los individuos en una especie de superrealidad. Desde entonces, las herramientas forjadas por estos artistas (Dadá y surrealistas), sus esperanzas políticas y su convicción de que el arte debía contribuir con la gran empresa de liberación que estaba ya en marcha, generaron inmensas ondas de choque que atravesaron el planeta entero. Desde allí, desde ese epicentro europeo, los ideales revolucionarios se expandieron en tiempos y ritmos diferentes, llevando siempre consigo sueños de libertad y de progreso. La década del sesenta marcaría así una especie de cúspide para estos procesos, el momento máximo de tensión, con los movimientos de la llamada contra cultura, las guerras de descolonización y las revoluciones populares en diversos puntos del globo.

No obstante, esas ondas de choque que vienen de Europa no descargan su fuerza sobre terrenos neutros. Su empuje, por el contrario, toma formas diversas dependiendo del relieve cultural que consiguen ante sí, como las ondas de un tsunami no producen los mismos efectos si se encuentran al llegar a tierra con una cadena montañosa o un archipiélago de islas. Sucede incluso que un acontecimiento local, en gran medida producido por las ondas originadas en Europa, genere luego perturbaciones capaces de ampliar o de modificar sus efectos. Es, en gran medida, lo que ocurre con la Revolución cubana, cuyo triunfo tendría consecuencias enormes en toda la región. Son esas las oleadas que alcanzan a Venezuela, como a toda América Latina, a finales de los años cincuenta y tocan tierra en al menos dos ciudades, Maracaibo y Caracas, bajo la forma que le dieron los integrantes de 40° grados a la sombra y El Techo de la Ballena [Figs. 3 y 4].

En el caso venezolano, podríamos decir que las modalidades de acción desarrolladas por estas agrupaciones artísticas, se verían marcadas a la vez –y simultáneamente– tanto por la herencia europea (la influencia clara de las corrientes surrealistas y afines), como por esa dupla política de la Revolución cubana, el hecho mayor que desde afuera precipita los acontecimientos y divide la escena política de Venezuela, y luego la dictadura del general Marcos Pérez Jiménez quien, en el plano interno, dirige al país de manera autoritaria. Ambos fenómenos funcionarían, para decirlo metafóricamente, como las caras opuestas de un molde que, bajo la enorme presión de la Guerra fría, le imprimiría su rostro definitivo a la obra de estos artistas.

Con la dictadura militar de Marcos Pérez Jiménez (1952-1958) [Fig. 5], por ejemplo, las modalidades vernáculas de lo moderno se concentran casi exclusivamente en su vertiente constructiva y progresista. Ese voluntarismo de su régimen se materializaría por lo demás en grandes empresas urbanas y arquitectónicas, sorprendiendo a los habitantes de ciudades que salen apenas de una vida pueblerina, y que tienen por eso mismo un ardiente y casi ingenuo deseo de modernidad y progreso.

Los proyectos faro del régimen, esos en los que es posible leer con mayor claridad su ideal progresista, tanto en su manera de inscribirse en el paisaje (con una evidente voluntad de dominación sobre lo natural), como en sus manifestaciones técnicas y estéticas, son a este respecto de una claridad perfecta. Si el Hotel Humboldt [Fig. 6] y su teleférico dominan la silueta de El Ávila, el mayor relieve geográfico de la capital, el de Mérida, se encumbra hasta la cima más preeminente del territorio nacional. La autopista Caracas-La Guaira [Fig. 7] une por su parte la capital con el mundo, dándole un acceso rápido al puerto y al aeropuerto, mientras las torres del Centro Simón Bolívar [Fig. 8] y los espacios de la Ciudad Universitaria [Fig. 9], reorganizan el corazón civil, cultural y económico de la nación.

En todas estas construcciones se evidencia la confianza en las fuerzas del progreso y de la pericia humana, en características típicas de la arquitectura moderna, en particular la desnudez de sus estructuras de sostén y de las técnicas y materiales que, como el hormigón armado, son producto claro de la industria (4). En dos de las realizaciones más sobresalientes del período, los lenguajes cercanos o derivados de la abstracción geométrica tienen una posición privilegiada, ocupando por ejemplo el nivel más alto en la estructura iconográfica de las Torres de El Silencio, y el corazón mismo de la Universidad Central de Venezuela. Fuera de estos grandes proyectos urbanos, los abstractos se imponen también en los museos nacionales, e inclusive en escenarios europeos cuyo peso legitimante es máximo. En 1955, por solo dar algunos ejemplos, Jesús Soto participa en la célebre exposición Le Mouvement [Fig. 10], de la Galería Denis René, y a partir de allí expone regularmente en los museos más importantes de Europa. Apenas concluidas las experiencias de la Universidad Central de Venezuela, Alejandro Otero continúa su producción plástica con la serie de Los Coloritmos [Fig. 11], de considerable proyección nacional, mientras, en 1959, Carlos Cruz-Diez comienza sus Fisicromías, para emprender luego una carrera internacional de enorme peso. Los abstracto-geométricos, y luego los cinéticos, dominan pues incontestablemente la plástica nacional durante ese período.

Y esa preeminencia de lo abstracto cobra todo su sentido simbólico cuando constatamos que la participación de los jóvenes venezolanos en los conjuntos iconográficos desarrollados por la dictadura, se produce en cierta forma legitimada por la presencia simultánea de creadores europeos y norteamericanos como Fernand Léger Alexander Calder, Pevsner y Vasarely, que tenían ya un amplio prestigio histórico, encarnando sin equívoco alguno la voluntad de inscripción histórica que los guía. Es decir que, de ese modo, le dan forma visible al deseo de insertarse en la historia europea –a la que consideran universal– como uno más de los países que conforman la órbita de Occidente, con lo que muchos, particularmente los artistas de izquierda, sienten que se cercena una parte importante de nuestra herencia indoamericana.

Aún así, el impacto de tales proyectos en una ciudad y en un país pequeños, de escaso desarrollo material y cultural fue, como habría esperarse, enorme. Y esta anómala coexistencia de un poder dictatorial, capaz de concentrar los recursos en grandes programas urbanos, unido a un conjunto excepcional de artistas y arquitectos con lenguajes afines, produciría en Venezuela una especie de efecto lupa de fuerza considerable. Esto es, que la inusual concentración de recursos en un foco relativamente pequeño (casi exclusivamente centrado en Caracas), terminaría por generar la identificación de lo moderno con sus manifestaciones más voluntaristas, solapando casi por completo su esencial y constitutiva dualidad interna (5). Esa modernidad así mutilada adquiriría entre nosotros un rostro casi caricatural, como un movimiento exclusivamente racional y progresista, frío, encarnado formalmente en las prácticas abstracto-geométricas, y en lo político por un régimen autoritario, capitalista y eurocéntrico.

El hecho es que de la deformación que introduce en la escena venezolana ese potente efecto lupa de la dictadura, surgirían luego diversos movimientos que, tras el derrocamiento de Marcos Pérez Jiménez por el golpe cívico-militar de 1958, intentarían repensar la vida nacional, oponiéndose entonces de manera radical a todo aquello que a sus ojos estuviera asociado a su régimen militarista. Entre estas diversas agrupaciones destacaría sin duda la revista Sardio, de cuyo estallido posterior, producto claro de las tensiones que ejerce sobre ella el segundo gran acontecimiento histórico del momento, la Revolución cubana, emergería El Techo de la Ballena.

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Notas

(1) Carlos Marx y Federico Engels, Manifiesto del partido comunista. Edición electrónica, Buenos Aires, 2004. http://www.laeditorialvirtual.com.ar

(2) El origen de las especies, de Charles Darwin, se publica por primera vez en 1859, solo doce años después del manifiesto marxista. Es el mismo Engels, en su prefacio de 1888, quien pone en paralelo el manifiesto y las teorías de Darwin.

(3) “La producción [en los tiempos bárbaros] se movía dentro de los más estrechos límites, pero […] los productores eran dueños de sus propios productos. Esta era la inmensa ventaja de la producción bárbara, que se perdió con la entrada en escena de la civilización y que las generaciones futuras tendrán el deber de reconquistar, pero dándole por base el poderoso dominio de la naturaleza conseguido en la actualidad…”. Federico Engels, Origen de la familia de la propiedad y del Estado. Ed. Claridad, S.A., Buenos Aires (6ª edición), 1957, p. 129.

(4) La Plaza cubierta en la UCV, la Concha acústica de Bello Monte y el Techo en concreto armado del Teleférico de Caracas son, en este punto, ejemplares.

(5) Lo moderno, desde sus inicios, no es una corriente unificada, racional y maquinista, sino un conjunto de fuerzas a veces contradictorias que responden, cierto, a una orientación progresista de la humanidad, pero que se desarrollan entre dos polos opuestos y en constante tensión: el polo racional y constructivo, cuya expresión más cabal podríamos identificar durante el siglo XX con las tendencias abstracto-constructivas, y otro por así decir intuitivo, lírico o pulsional, cuya materialización clara encontraríamos en Dadá y el surrealismo. En Venezuela, sin embargo, producto del lente deformante de la dictadura militar de Pérez Jiménez, lo moderno llegó a identificarse con una sola de sus manifestaciones, la racional y constructiva, lo que era sin duda no una simplificación, sino un error. El informalismo y los lenguajes automáticos cercanos al surrealismo que utiliza El Techo de la Ballena, serían entonces percibidos como una corriente liberadora que vendría, después de ellos, a romper las compuertas.

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Este texto de Ariel Jiménez, que publicaremos en 5 entregas de domingo, a partir de hoy (“El Techo de la Ballena: Ecos de libertad”; “Sardio y las premisas de la Ballena”; “Los inicios de la Ballena”; “Aquí y ahora, la política, la urbe” y “Una investigación de las basuras”), es el producto de un estudio inicialmente realizado en el 2013 para la Fundación Noa-Noa, de Ignacio y Valentina Oberto, quienes durante décadas fueron pacientemente adquiriendo, catalogando y estudiando las obras y documentos que pudieron conseguir sobre esta agrupación de los años sesenta: pinturas, esculturas, fotografías, publicaciones periódicas, catálogos, intercambio epistolar, etc., y que pusieron a la disposición de Ariel Jiménez para su examen y consideración.


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