Si existe pues una característica definitoria para El Techo de la Ballena, más incluso que la supuesta libertad de sus lenguajes expresivos (al fin de cuentas, para ese momento sus medios expresivos no son ni más ni menos históricos que los lenguajes “fríos” de la abstracción geométrica), esto es la estrecha vinculación de sus obras con la situación que se vive en la Venezuela de los años sesenta; realidad política, cierto –que fue central–, pero también la existencia concreta de la urbe y de sus calles agresivas, ruidosas y sucias, que hacen su aparición en la literatura nacional. Un aquí y ahora en el que un grupo de jóvenes se entregó a esa “consumisión de vida” (1) de la que hablaba Edmundo Aray, y en la que quisieron zambullirse más allá del llamado arte comprometido para transformar la sociedad, en los hechos, y no tan solo en las ideas.

Fue esa urgencia la que les permitió trascender, cuando lo hicieron –que no fue siempre, y solo en el caso de sus mejores exponentes– el peso enorme de sus antecedentes históricos; Dadá y los surrealistas, los beats o informalistas. De allí la contundente y honesta afirmación de Carlos Contramaestre cuando dice:

“¿Quién de nosotros podría ignorar los manifiestos de Breton u otras influencias a nivel internacional? Pero, a pesar de eso […] la realidad del país se impuso y posibilitó una cosa que se alejó mucho del modelo inicial. A pesar de nosotros mismos El Techo tuvo que hacer algo muy alejado de ese patrón, justamente porque la realidad fue demasiado fuerte y la situación nos dio la posibilidad de asumir los actos estéticos y dirigirlos hacia objetivos políticos” (2).

Esta exigencia central y apremiante de actuar en la vida inmediata, efímera por naturaleza, se exteriorizó en ellos a diversos niveles; en el plano político, en la naturaleza misma de sus instrumentos de lenguaje, y hasta en sus manifestaciones por así decir museográficas y performáticas. La coincidencia, por ejemplo, entre sus procesos y las fechas definitorias que marcaron el inicio, la cúspide y luego el fin de las acciones armadas a lo largo de la década del sesenta, no podía ser más significativa, porque inclusive si sus miembros no pretendieron plegarse a las directrices de los políticos, ni tuvieron un activismo político abierto, queda claro que sus procesos fueron paralelos, sus esperanzas y desilusiones las mismas.

Algunas pocas fechas bastarían para que este paralelismo salte de inmediato a la vista. Del 10 al 16 de marzo de 1961, el III congreso del Partido Comunista de Venezuela decide, si no iniciar la lucha armada de inmediato, sí preparase para hacerlo tan pronto como lo permitieran las condiciones objetivas. Para ello contaban ya con diferentes grupos armados que venían entrenándose desde 1959: las Brigadas Armadas Universitarias (BAU), la 21 de noviembre y la Ricardo Navarro específicamente (3). Las actividades públicas de El techo se inician por su lado justo después de que el Partido Comunista tomara esta decisión, inaugurando su primera muestra Para restituir el magma, y su primer Rayado sobre el techo, ocho días después, el 24 de marzo de 1961. Lo harían fuera de Sardio, quizás justamente por las oposiciones internas y por la urgencia de hacerlo en ese preciso instante. Y de hecho esa premura se siente en la diagramación descocida de su primer Rayado, responsabilidad de Ángel Luque, y en ausencia de esa poderosa presencia iconográfica que caracterizaría sus publicaciones posteriores. La ballena de ese primer Rayado es un dibujo en tinta china, de gran fuerza gestual, cierto, aunque de escasa o casi nula densidad histórica.

Sí, por otra parte, apenas publicado su tercer y último Rayado, en agosto de 1964, todos los analistas coinciden en afirmar que sus fuerzas comienzan a declinar, ello se debe por supuesto a la dinámica y a la naturaleza misma de sus acciones (libertad, rebeldía y revolución no son fenómenos que puedan durar y menos aún institucionalizarse), pero también y en gran medida a los reveses que estaba sufriendo la guerrilla, en lo militar como en lo político, lo que tendría claras repercusiones en las expectativas de todos aquellos que tenían puestas en ella buena suma de sus esperanzas.

El 28 de septiembre de 1963, en efecto, una columna armada ataca el tren de El Encanto, en el Estado Miranda [Fig. 21]. En el ataque mueren cinco guardias nacionales, mientras mujeres y niños fueron gravemente heridos, lo que genera un amplio repudio de la población que el gobierno aprovecha con innegable habilidad. Los parlamentarios del PCV (Partido Comunista de Venezuela) y del MIR (Movimiento de Izquierda Revolucionaria) fueron detenidos de inmediato y sus partidos ilegalizados. La situación se agrava para ellos cuando las FLN (Fuerzas de Liberación Nacional) y las FALN (Fuerzas Armadas de Liberación Nacional), las dos principales organizaciones guerrilleras, llaman a abstenerse en las elecciones presidenciales de 1963. Sin duda suponían que una amplia abstención vendría a respaldar sus posiciones, dándole cuerpo visible al apoyo que creían tener entre la mayoría humilde. El resultado fue sin embargo dramáticamente distinto al que esperaban, y no solo hubo una participación cercana al 90% del electorado, sino que el vencedor resultaría ser Raúl Leoni, el candidato del partido de gobierno, con lo que Betancourt puede jactarse de tener un apoyo popular del que carecía en toda objetividad la insurrección armada.

Ese diciembre de 1963 marcó pues un punto de quiebre para las actividades subversivas y por ende para las estrategias del Techo, y sus consecuencias no tardarían en hacerse sentir. En abril de 1964, en una reunión clandestina de su Comité Central, el PCV decide reorientar sus esfuerzos optando por una estrategia de “guerra prolongada de guerrillas” en las zonas rurales, en vez de las actuaciones puntuales y de carácter golpista en las áreas urbanas. En cierta forma, pues, la lucha armada se preparaba para una acción de largo aliento, organizada y programada, que paradójicamente sería para ellos mortal. A su vez, los integrantes de la Ballena comienzan a pensar a largo plazo, concibiendo y escribiendo textos de mayor envergadura, e incluso abriendo una galería formal (abril de 1965). Muchos de sus integrantes comenzarían por lo demás a preguntarse cuál sería el futuro de su obra y su eventual trascendencia artística más allá de la insurrección.

Por último, si el año de 1968 marca el tope definitivo de su actividad grupal, se debe una vez más a la conjunción entre los factores políticos y las características mismas de la actividad intelectual de sus miembros. Para abril de 1967, en el VII Pleno de su Comité Central, el PCV reconoce la derrota militar y opta por un “repliegue”, para finalmente abandonar la clandestinidad y, junto al MIR, participar en las elecciones presidenciales de diciembre de 1968. Con ello, y con su participación en la llamada política de pacificación promovida por el presidente recién electo, Rafael Caldera, termina casi una década de insurrección armada en Venezuela. El Techo de la Ballena, en cuanto a él, ya había cerrado su propio ciclo en julio de 1968, publicando el folleto titulado Salve, amigo salve, y adiós.

El apego cercano y entusiasta a las luchas revolucionarias, esa fe ingenua en la victoria inminente que les otorgó una de sus características más notorias, sería también la razón primera del desencanto que ocasionaría su desaparición como grupo constituido. No hay allí azar, sino coincidencia de fines y estrategias de acción, un anhelo compartido.

El engranaje voluntario y consciente de sus acciones con la vida cotidiana y política de Venezuela, se manifiesta por otra parte en la selección de las fechas en las que deciden inaugurar algunas de sus muestras o sacar a la luz sus publicaciones, principalmente durante los tres primeros años, entre 1961 y 1963. A partir de allí se pierde esta sincronía, en lo que podría verse uno de los primeros síntomas de la creciente desarticulación que terminaría con la agrupación.

La fecha escogida para su primera aparición pública, el 24 de marzo de 1961, es perfectamente sintomática. Ese día, específicamente, en el que lanzan su primer manifiesto, Para restituir el magma, grito de libertad ante lo geométrico, llamado romántico a las fuerzas primitivas de la materia sin forma ni límites asignables, es precisamente el día en el que se festeja el fin de la esclavitud en Venezuela, cuya abolición se promulga el 24 de marzo de 1854. Duerme usted, señor presidente?, de Caupolicán Ovalles, ese panfleto agresivo contra un presidente al que se acusa de “vivir gozando en su palacio y de comer más que todos los nacionales juntos”, se publica el 1° de mayo, día internacional del trabajo. Las Cabezas filosóficas de Gabriel Morara, con su sarcástico ataque a los sistemas filosóficos, al saber establecido durante siglos de civilización, se inaugura el 15 de junio de 1962, fecha en la que se firma el Decreto de Guerra a Muerte de 1815. Por último, Dictado por la jauría, de Juan Calzadilla, aparece el 12 de octubre, día de la raza o del descubrimiento de América. ¿Y qué representa esa jauría, sino la rebelión de los que antes vivieron sometidos a un poder superior?

Cada fecha mantenía pues una relación más o menos estrecha con el tema abordado, y permitía lecturas que a menudo complementaban lo que se decía explícita o implícitamente en el texto o en la exposición presentada. A veces, claro, las contingencias materiales les impedían hacerlo efectivo, y la publicación o la exposición planeada debía hacerse después de la fecha prevista. La publicación en todo caso señalaba claramente la fecha que había sido seleccionada, porque esa sincronía era también parte de su sentido.

Otras fechas son profundamente significativas y no deben haber pasado desapercibidas para el público, en particular las que escogen para inaugurar el Homenaje a la necrofilia, abierta al público el 2 de noviembre de 1962, día de los difuntos o de todos los muertos. Inaugurar ese día una exposición sobre un tema tan escabroso y contrario a las “buenas costumbres”, presentar un catálogo en el que se habla de individuos que mantienen relaciones sexuales con cadáveres, y donde se exponen obras hechas con huesos reales, no podía ser más impactante. También es evidente la relación pensada entre la fecha y el día en que publican Asfalto-infierno, de Adriano González León, el 23 de enero de 1963. Esa visión estridente y agresiva de lo urbano, donde la presencia de lo militar y de la muerte es constante en su estructura iconográfica, se publica el día exacto en el que se conmemora el golpe que derrocó a quien ya antes había asentado su poder en el abuso de las armas: el general Marcos Pérez Jiménez.

Otro de los medios que no dejaron de emplear en ese enfrentamiento contra las fuerzas y los grupos de poder activos en el país fue, por supuesto, el espacio que les brindaba la prensa escrita. Pero no tan solo porque, como cualquier institución, agrupación artística o individuo, desearan darle la mayor proyección posible a su trabajo, sino porque la naturaleza misma del efecto que deseaban conseguir en el público exigía esa sincronía con el presente. Porque era en la existencia inmediata, cotidiana, donde querían actuar.

Por eso buscaron siempre la manera, primero, de alcanzar el máximo impacto en la prensa, inventando por ejemplo un falso robo de pinturas informalistas durante su primera exposición de 1961, Para restituir el magma, y publicando la supuesta noticia –acontecimiento de última hora– en su primer Rayado:

“hemos tenido que retirar un reportaje gráfico sobre max ernst, que insertábamos en esta misma página, para informar sobre el audaz robo cometido en nuestra galería…” (4).

Lo intentaron, luego, abordando en sus publicaciones los temas de mayor sensibilidad: la blasfemia, el sexo, la muerte, lo que en no pocas ocasiones les dio un estimulante sabor de victoria, cuando la prensa les acordó un espacio absolutamente inusual, atacándolos durante semanas, después de inaugurada la exposición escandalosa en Homenaje a la necrofilia. También, por supuesto, lo buscaron publicando sus textos en la misma prensa, aunque es de suponer que no siempre consiguieron quien les diera la oportunidad de hacerlo, especialmente en esos tres primeros años de práctica virulenta. Y, sin embargo, lo lograron con rotundo éxito, cuando obtuvieron que el diario Clarín de los viernes (de orientación marxista), publicara los textos que habían sido leídos en París por principalísimos integrantes del surrealismo (entre ellos André Breton), para defender la exposición de Jorge Camacho, pintor surrealista y miembro de El Techo de la Ballena.

Camacho había organizado en una galería parisina una exposición en Homenaje a Oskar Panizza, un conocido médico y escritor alemán condenado a un año de cárcel en 1894 tras publicar El concilio del amor, un libro donde se burlaba sarcásticamente de la fe cristiana y de sus principales figuras, entre ellas la Virgen y el mismo Cristo. La muestra, inaugurada el 18 de octubre de 1962, fue de inmediato condenada por el clero francés, lo que generó la reacción airada de los surrealistas, quienes leyeron una serie de textos de conocidísimos filósofos y escritores occidentales contra Dios y la Iglesia. Aprovechándose del escándalo desatado en Francia, los venezolanos publicaron estos mismos textos bajo un título provocador: Para aplastar el infinito, con lo que consiguieron una no menos enérgica intervención de la iglesia venezolana calificando sus textos de blasfematorios, lo que el clero hizo público en un remitido firmado por numerosas asociaciones educativas y caritativas del país.

En otras ocasiones, inclusive, les tocó responder a ataques severos publicados contra ellos en la prensa nacional, lo que hicieron desde sus propios medios, el segundo Rayado de mayo de 1963, en un texto de Edmundo Aray titulado: Contra el arpón. El mordisco de la ballena. Jesús Sanoja Hernández, intelectual comunista y miembro de la agrupación Tabla Redonda, se dedica en varios artículos a criticar las posiciones de la agrupación, en especial la que se expresa en dos de sus mejores realizaciones, el Homenaje a la necrofilia y Dictado por la jauría. Sanoja arremete contra ellos, en nombre de la temporalidad y de lo auténtico, contra una literatura que haga “centro metafísico de la impureza y del asco”, y, en el caso de Calzadilla, en ese texto automático y onírico que se enfoca en un rechazo de la rutina diaria, en particular del trabajo y su “vitalidad” económica, y ello desde posiciones basadas en las teorías marxistas. La respuesta de Aray le dio al grupo una nueva ocasión para afirmar sus posiciones, no sin pagar el tributo de una creciente retorización del discurso y de su vocabulario marítimo y ballenero. La prensa fue pues un arma entre otras, un espacio complementario de confrontación buscada, provocada o aceptada, en todo caso vital, y no un simple medio de difusión masiva.

Pero de allí, de esa fundamental preocupación por actuar en el presente, se desprende además una serie de características que, unidas al interés filosófico de los surrealistas por lo que llamaron el azar objetivo (especie de manifestación azarosa de la necesidad), lo arbitrario y lo incontrolado, le acuerdan a sus manifestaciones un carácter particular, asistemático e irreverente, típico por lo demás de muchas manifestaciones artísticas durante la década del sesenta.

De allí su gusto por la teatralidad, que los lleva a vestirse de negro durante la apertura del Homenaje a la necrofilia, por ejemplo, o cuando deciden ir todos juntos a manifestar su descontento contra el Museo de Bellas Artes, ataviados con capuchas parecidas a las del Ku Klux Klan y portando carteles contra el museo y su función. También en esa especie de museografía sui generis y despreocupada que se manifiesta en sus exposiciones, donde las telas y los diversos objetos se colocan por igual en las paredes y sobre las rejas de las ventanas, o justo delante de las puertas, obstaculizándolas incluso.

Y esta irreverencia museográfica llegaría a conformar un verdadero lenguaje de lo efímero y de la agresividad en casos específicos, como el que cita Juan Calzadilla durante el desarrollo de su exposición Dibujos coloidales, en marzo de 1963 (5). Según Calzadilla, los dibujos fueron enmarcados en estructuras a propósito frágiles e inestables, con el objetivo explícito de que muchos de ellos fueran desarmándose durante la exposición, lo que de hecho ocurrió, hasta el punto de que a la clausura debieron recoger los vidrios rotos y algunos de los dibujos caídos al suelo. Otro ejemplo, ya más cercano a los niveles del lenguaje, es el que protagonizan Jesús Soto y Daniel González en 1961, cuando González le plantea a Soto una exposición cuya particularidad sería la de mostrar las obras producidas, todos por igual, en apenas ocho horas de trabajo. El gran Mural de la GAN, es justamente resultado plástico de ese ejercicio casi automático al que se libra Soto, con la ayuda de su esposa Hélèn, que Ángel Hurtado recoge en un video de la época. La exposición, lamentablemente, no pudo llevarse a cabo, pero el gesto de Soto quedó allí, testimonio de una necesidad importante que, en el caso de Daniel González, había alcanzado a convertirse en una clara característica de su lenguaje plástico, en una manera regular de operar.

El automatismo, lo sabemos, no es una simple manifestación de la irreverencia juvenil, sino producto además de uno de los mayores descubrimientos científicos de finales del siglo XIX y principios del XX: el psicoanálisis, que los jóvenes surrealistas descubren a principios del siglo XX y acogen con entusiasmo, casi con fervor. Y es así porque en él reside una posibilidad, entonces revolucionaria, para comprender la naturaleza de la inteligencia humana, de los mecanismos conscientes e inconscientes que controlan nuestras vidas y la hacen posible. Con la escritura automática, los jóvenes surrealistas se sienten en posesión no solo de una técnica diferente, sino de una herramienta nueva –y potente–, capaz de desatar las fuerzas recién descubiertas del inconsciente, para usarlas eventualmente en el enriquecimiento de la experiencia consciente de cada individuo.

Hay, cierto, muy diversos niveles de automatismo, que van desde la simple y a menudo irresponsable improvisación, hasta la consciente y metódica investigación de los mecanismos que rigen el pensamiento humano en profundidad, de sus posibles manifestaciones y sus consecuencias a nivel de lenguaje. Se sabe que, en 1919, cuando André Breton y Philippe Soupault trabajan en Los campos magnéticos, no se limitan a poner en práctica el automatismo de una manera incontrolada, sino que estudian la potencia expresiva del medio recién descubierto, analizando por ejemplo los efectos producidos por una escritura automática a diversos niveles de velocidad. Lo que estaba en juego era la posibilidad misma de emplear el procedimiento recién descubierto con fines expresivos.

Un nivel muy rápido en la velocidad de escritura, tanto al menos como lo permite el mecanismo mismo de nuestra mano al escribir, es el que se acerca más a los procesos del inconsciente, y por ello mismo produce los textos más próximos a la actividad onírica, con imágenes a veces brillantes, y hasta deslumbrantes, aunque de difícil acceso para el lector, porque responden a imperativos personalísimos del escritor, los de una experiencia humana intransferible y secreta. Una escritura así difícilmente podría prestarse para abordar un tema específico, pues el autor no tendría casi ningún control sobre lo escrito. Solo reduciendo la velocidad de la escritura, acercándose paulatinamente a los niveles de la conciencia, podría llegarse a ese término medio en el que las imágenes provenientes del inconsciente iluminan aún con un brillo inusual el lenguaje, permitiendo no obstante un mínimo de intervención autoral, suficiente para orientar el texto en la dirección requerida: sus preocupaciones y sus objetivos de orden político.

Es ese término medio que parece predominar en la escritura practicada por algunos de los mayores escritores del Techo, en el caso de Juan Calzadilla, por ejemplo, autor de uno de los textos mejor logrados de ese año crucial que fue 1962: Dictado por la jauría [Fig. 22]. La introducción de Edmundo Aray señala una orientación de claro carácter político, subversivo, donde ese “funcionario privado del sueño, ¡arma peligrosa!” le permite decir:

“Pero Juan, el poeta, que no dice como Jimmy Porter, hombre abatido, no dice simplemente ¡Aleluya! ¡Estoy vivo! Poeta que no tiene acuerdos, poeta que no pacta, que no busca lo humano por ser infructuoso, que acepta su condición de espectador, de mercancía o de número, asume también su violencia y aúlla:

más valdría hacer algo, te digo,

     dispararlos, remover los escombros para buscar una salida

olvidar todo propósito inconcebible y construir la felicidad

a cualquier precio y del modo más inmediato […]

     y crearla en nombre de todos

por todos los medios que estén a la vista, por los medios lícitos e ilícitos por medio del bien por medio del mal

utilizando todos los métodos,

los métodos pacíficos y los métodos bélicos

por los métodos más violentos incluyendo el suicidio…”.

Los elementos que los caracterizan en ese momento de máxima confrontación (exactamente paralelo a lo que sucedía con los movimientos armados, es importante repetirlo), y sus influencias europeas y norteamericanas, son detectables en esta introducción. Ese funcionario que vive alienado, amarrado, negado en medio de una urbe agresiva y regida por el mercado, recuerda los personajes de Sartre, maquinaria biológica y absurda mientras no se comprometa con las reivindicaciones de su época, con el otro, con los otros. Imperativo marxista además el de esa lucha inmediata y violenta que promete la felicidad en nombre de todos y a cualquier precio, que el poeta aúlla sobre el papel, como en el célebre poema de Allen Ginsberg, Aullido, que todos ellos conocen y admiran.

Tras esta introducción algo rebuscada para el público en general, pero claramente política y subversiva, de evidente carácter urbano, el texto de Calzadilla sumerge de repente al lector en un universo onírico, escrito en una especie de automatismo de velocidad media e incluso por momentos rápida, y por eso mismo confuso, donde se mezclan los tiempos y donde el sujeto (el mismo poeta), pasa de su apartamento a la calle y de allí a la oficina en medio de un sueño. Y ese sujeto camina y aúlla a la par de perros hambrientos, “con todos sus ladridos”, se sube “a los titulares de la prensa como sabandija trepada al cráneo de un turista”, habla (¿o sueña?) con cuadros en los muesos, y termina finalmente el texto sintiéndose “arco peligrosamente tendido”, fuerza latente, preparada para lanzar la flecha en espera de algo que el lector no puede, porque no tiene los medios para saberlo, determinar a ciencia cierta, pero que para ellos es a todas luces la Revolución misma.

Y esa densidad onírica del texto se despliega entre dos imágenes contradictorias, cuya presencia y relaciones entre ellas y el texto parecen oscuras, si no incomprensibles: una escultura de Luigi Vanvitelli con una modelo de Vogue [Fig. 23], que abre el libro después de la introducción, y una fotografía de hombres entre desechos urbanos, en el basurero de Ojo de Agua, para cerrar el texto [Fig. 24]. Dos pequeños cuentos adicionales completan el libro: “Con malos modales” y “Descendientes de Ahab”, escritos también en el mismo tono onírico del primero, que le da el título a la publicación.

Ahora, si el lector de ese momento sabía perfectamente lo que significaba ese basurero de Ojo de Agua, situado al extremo oeste de la ciudad, cuyas columnas de humo todos podían ver apenas iniciado el descenso hacia el aeropuerto y las playas, y cuya pestilencia llegaba a veces a las barriadas del oeste junto con las neblinas de la tarde, pocos podían saber lo que significaba la imagen que abría el texto. Ese conjunto escultórico de Luigi Vanvitelli que lo precedía, y cuyo autor se indicaba al final del libro sin precisión alguna sobre su título y tema, era sin embargo la clave que explicaba y le daba sentido a la atmósfera alucinada de ese relato supuestamente (lo dice el título) dictado por la jauría.

Si algún lector superaba las exigencias que imponía el automatismo surrealista (que difícilmente hubiera podido ser miembro de ese pueblo que ellos pretendían “liberar”, no por imposibilidad genética, sino por su escasa formación literaria), y se preguntaba sobre las relaciones que mantenían esas imágenes con el texto, sin duda hubiera podido contraponer la frivolidad de esa modelo de Vogue sobre una obra barroca, a la miseria de los hombres hurgando al final del texto en medio de la basura. Pero solo quien se hubiera preguntado sobre el tema del Vanvitelli que le servía de fondo a la modelo, hubiera podido ingresar a los niveles de sentido que le acordaban y le acuerdan a este texto un valor simbólico y una fina calidad literaria que lo distingue entre las publicaciones de El Techo.

Y es que ese personaje con cabeza de siervo no es otro sino Acteón, célebre cazador de la mitología griega cuyo significado es aquí capital. En sus grandes líneas, el mito nos describe a un personaje, Acteón, quien descubre un día a Artemisa bañándose desnuda en medio del bosque. Fascinado por su increíble belleza, nuestro héroe se quedó observándola, a ella, diosa consagrada a la castidad. En sanción por ese acto violatorio de su pureza virginal, Artemisa lo transforma en siervo, con lo que los perros que antes respondían a su autoridad de cazador, lo atacan ahora y lo devoran sin clemencia. Y entonces, tan pronto como se comprende la relación entre ese tema y la mirada retadora de esa bella mujer que es la modelo de Vogue, las lecturas posibles del texto que antes parecía oscuro se disparan en varias direcciones simultáneamente, se iluminan para el lector.

Una primera interpretación sugiere que ese poeta que a veces parece ser un miembro de la jauría, y aúlla, y que otras se pregunta, dudoso: “¿Soy la presa o el verdugo?”, y se dice que debe escoger, dibuja la imagen misma del intelectual de izquierda, dividido entre las urgencias de la lucha política y las exigencias del arte. La jauría, por otra parte, se convierte así en representación simbólica y evidente del pueblo sometido a una autoridad que lo obliga a trabajar para él, en una imagen claramente marxista. Y ese pueblo, precisamente, no se libera del yugo que lo ata si no tomando conciencia de su condición y atacando a su amo-verdugo, devorándolo, destruyéndolo. ¿Y cómo toma conciencia de ello si no porque un acto violatorio de la virginidad original, representada aquí por Artemisa, le revela su condición? ¿No es así justamente que Federico Engels presenta el nacimiento de la familia monogámica y patriarcal, con sus para él inevitables consecuencias (la esclavitud y la prostitución), como una violación de esa harmonía primitiva de la gens (esencialmente matriarcal) de la humanidad en sus inicios?

Muchas otras lecturas son de hecho posibles, unas de carácter estrictamente cultural, otras psicoanalíticas y filosóficas, convirtiendo a este pequeño texto en una estructura literaria que ya no significa exclusivamente esto o aquello, sino varias cosas a la vez, y a niveles distintos, en una riqueza de sentido excepcional dentro de la literatura venezolana de los años sesenta. Hay además un aspecto técnico que le acuerda a estas primeras publicaciones del Techo un carácter excepcional, y es que, si Calzadilla escribe el texto, la iconografía que lo acompaña y dispara las lecturas en diversas direcciones no fueron seleccionadas por él, sino por Daniel González, autor del diseño, lo que establece una complementaridad entre la imagen y el texto sin dura inhabitual, que conviene señalar.

Con ello, Dictado por la jauría define uno de los extremos entre los que se debaten los artistas del Techo, y de cualquiera que pretenda servir los intereses de una revolución, divididos entre los imperativos políticos del momento, siempre marcados por el apremio y la confrontación, y sus más íntimas exigencias creativas, hijas de la soledad y la reflexión. Al otro extremo encontraríamos, ese mismo año, un texto-bomba, un poema-panfleto que difícilmente hubiera podido ir más lejos en su voluntad de acción políticamente pertinente, sin dejar definitivamente de lado cualquier preocupación de orden expresivo o artístico: Duerme usted, señor presidente?, de Caupolicán Ovalles [Fig. 25].

Su clave de lectura no es, como en el caso de Calzadilla, un personaje de la mitología griega, sino el presidente de la República, individuo por lo demás odiado… “perro que obedece a sus amos”, “que menea la cola”, “que besa las botas” (cualquier parecido con la actualidad política del país es pura coincidencia). Y a ese personaje se le ofende con groserías –la basura del lenguaje– y se le ataca de frente en su virilidad:

“como una puta vieja,

débil,

histérica…”.

Y quien lo ataca se identifica claramente:

     “hijos de negros y de zambos

como Yo,

     Poeta-Hostias,

     aguardientoso

     y madrugador…”.

Y dice sin rodeos lo que intenta conseguir:

     “de un solo carajazo

derribar

a la vieja alimaña

de su trono”.

Señala incluso su pertenencia a movimientos e ideologías del momento:

     “con una ballena en mi pecho,

     ella pariendo sus hijos

     y alimentándolos yo

     del hambre que tengo,

     pienso,

     creo que debo

batallar

por conocer verdades

que parecen ocultas”.

Y todo ello en nombre de ese futuro que sueña y que las teorías marxistas le prometen:

     “pues solo sé que vendrán

días mejores

en los cuales

tendré

el saber

que asusta y hace llorar

a más de un perro emboscado

que tiene

esta cárcel,

este país”.

Es, pues, un poema escrito no solo al calor de los acontecimientos, sino también sobre la realidad concreta y la situación política en particular, en el lenguaje cotidiano y callejero de la urbe, esa misma donde el presidente cuestionado ejerce su poder, y donde una generación intentaría derribarlo con balas y palabras simultáneamente.

Entre ambos extremos, entre ese texto culto y hermético de Calzadilla, y el poema-panfleto de Caupolicán Ovalles, se despliega luego el lenguaje directo de otro de sus escritores sobresalientes: Adriano González León y su Asfalto-infierno [Fig. 26], de 1963. Con él, irrumpe con violencia en la literatura venezolana el tema que más claramente diferencia su generación de los escritores que le preceden: lo urbano. Otros lo abordaron sin duda antes y después, y en el caso del Techo casi todos lo tocaron de manera más o menos explícita; Salvador Garmendia con sus Pequeños seres (1959), Edmundo Aray en Sube para bajar, centrado en el ascensor de un hospital (1963), y el mismo Carlos Contramaestre en su Cabimas-zamuro, de 1969. Pero en Adriano González León el lenguaje alcanza una crudeza que lo sitúa a medio camino, sí, entre uno y otro extremo, porque su lenguaje agresivo y seco, a menudo igual de grosero, demuestra que el escritor en su caso no se limita al insulto, sino que sabe hacer su trabajo de escritor, buscando la forma adecuada para expresar la agresiva experiencia que le impone la urbe venezolana, sin llegar en su elaboración verbal a la secreta clave literaria que exige la lectura de Dictado por la jauría.

Como en el caso citado de Calzadilla, también, este libro posee una particularidad típica de las mejores empresas del Techo, y es que la imagen no se limita a la simple ilustración de un texto preexistente. Aquí, por el contrario, son las fotografías de Daniel González las que disparan la palabra escrita, y es quizás su particular sintaxis visual, de enfoques cercanos, de contrastes entre el blanco y el negro, y temas violentos, lo que define en parte las estrategias del escritor. Hay en todo caso una cercanía de estilo entre uno y otro que es de lo más significativa y claramente detectable.

Las frases cortas que Adriano González León emplea una tras otra, la repetición de palabras específicas, coma tras coma, sin puntos durante largos párrafos, generan incluso en el lector una falta de aliento cercana al cansancio de quien, en ciudades agresivas y desordenadas como suele ser Caracas en sus zonas populosas, camina esquivando los carros, la gente, la basura y los huecos. Las imágenes, por lo demás, fotografías de Daniel González, complementan el texto con rincones destruidos de la ciudad, carteles alusivos a la violencia militar, grafitis subversivos y escenas de la pobreza caraqueña. Para aquel que lea el texto en el tono adecuado, se hará evidente la eficacia combinada de la palabra y de la imagen, para producir la angustia de lo caótico urbano, en párrafos de una dureza mineral:

“Por arriba, por su cabeza, el culo de los automóviles sobre su cabeza, mi cabeza cortada por el guardafangos, ahíta de humo de escape, tres neumáticos contra ella, gomas, ruedas, gomas, inflexión respiratoria, todos mecanismos hidráulicos, las cabezas de las gentes implorantes y abobadas por los anuncios, usted o yo, cualquiera así con los brazos en cruz, ofendido, saltando como animal por entre las líneas blancas que acogen al peatón, pobre, desabrido, con el gran rostro de imbécil y el agente que levanta contra usted el brazo así, que levanta el otro así, monigote con el seso volado a pitazos mientras los autos nos embarran, grasa asquerosa, humo, papeles, mierda, rito y devoción del tetraelito de plomo que nos embarga cada día”.

Hay sí, grosería, agresividad, y esa cotidianidad reseca de la urbe calurosa, y sin embargo el lenguaje no es exactamente el de la calle, que dice carro en vez de automóvil, chofer en lugar de automovilista, parafango en vez de guardafangos, porque quien escribe es un autor de clase media educada, y un andino originario de zonas tranquilas y ceremoniosas. Pero su asco de lo urbano no proviene de ese origen provinciano, como lo piensa Ángel Rama. Al fin y al cabo, los artistas emblemáticos de la abstracción provienen también del interior pueblerino y rural (los casos de Alejandro Otero y Jesús Soto son clarísimos), y su visión de la ciudad fue completamente opuesta. Para ellos, los abstractos, la insatisfactoria experiencia urbana de Caracas era al contrario una ocasión para pensarla mejor, para intervenir con su creación plástica el espacio público y enriquecerlo.

La desesperada violencia de un Adriano González León y en general de los escritores del Techo ante el fenómeno urbano tiene, por el contrario, orígenes ideológicos. Porque la urbe, esta urbe caótica y sucia, es para ellos producto de una sociedad –la capitalista– que envilece al individuo hasta convertirlo en ave de rapiña, y por ello había que atacarla sin descanso hasta destruirla, hasta arrancar de raíz el mal que la corrompe, en una lucha que haría de ellos seres incapaces de ver la belleza que puede también emerger en medio de las calles, entre los ranchos incluso, porque su mirada se concentra definitiva y deliberadamente en lo más oscuro y miserable de la urbe. Y esto hasta el punto de que en las evocaciones que Adriano González León hace de su origen pueblerino en su País portátil, escrito ya casi muertas las esperanzas revolucionarias, se le hace imposible entrever siquiera un destello de belleza o de autenticidad rural. Todo, por el contrario, está viciado, desvirtuado; la banda del pueblo suena desafinada y hasta la calina que viene del mar por la tarde adquiere un color rosa-veneno.

Y en ello se diferenciarán de los abstractos y cinéticos venezolanos, como de sus referencias europeas y norteamericanas. Porque en esto fueron sistemáticos hasta el punto de que no existe una obra de esta izquierda militante, en la pintura, la literatura o el cine, que no deje ese sabor amargo de un universo abarrotado y sucio, agresivo y violento hasta el absurdo, carente por completo de esa belleza que un rayo de luz puede comunicarle a la realidad más torpe y mediocre, cuando quien lo observa no conoce del mundo otra cosa.

Si consideramos, por ejemplo, la actitud de un Adriano González León ante la ciudad, en Asfalto-infierno y luego en País portátil (1968), y la comparamos a la que asume un Jack Kerouac en On the Road, de 1957, la diferencia salta de inmediato a la vista. Para Kerouac, lo urbano (incluyendo allí toda la infraestructura de transporte), es por el contrario una presencia tácita que hace posible la búsqueda desenfrenada de libertad, física y espiritual, que lo lleva de uno a otro extremo de su gran América, esa nación continental cuya belleza geográfica resplandece a lo largo del texto. Es allí, en las calles, los bares y hoteles de urbes tranquilas y seguras, donde Kerouac y sus amigos consiguen un espacio acogedor y cómplice para el sexo, el alcohol y las drogas. Es en la inmensa red ferroviaria norteamericana, las autopistas y carreteras que atraviesan interminables llanuras, que consiguen ese ancho horizonte de independencia que ellos devoran con un apetito casi animal.

Si los escritores del Techo comparten en gran medida esa ansia hedonista de libertad y rebeldía con los beats norteamericanos, su esperanza mayor no reside en la capacidad del individuo para eludir las presiones de la normalidad eficiente, ni para elevarse en lo espiritual a costa si necesario de su inscripción en el orden social, sino en el compromiso político, en el esfuerzo por transformar la sociedad que condenan, cercanos en este punto a los existencialistas franceses. De allí el carácter terrorista que Rama detecta en sus publicaciones a principios de los años sesenta, privilegiando el texto corto y agresivo, la intervención contundente y ruidosa, a menudo en detrimento de su contundencia literaria.

Y esto es precisamente lo que cambiará cuando la confrontación armada comienza a dar pruebas de desgaste, en particular a partir de ese trágico diciembre de 1963, cuando cada uno de ellos comienza a preguntarse lo que sería su futuro individual de autor. País portátil, de 1968, sería la respuesta de Adriano González León [Fig. 27]. El tema es en esencia el mismo, el de un joven revolucionario originario de la provincia que batalla –y duda– por transformar la vida en esa urbe agresiva, pero su texto no es ya el grito estridente y rápido del individuo que se lanza a la batalla, sino una verdadera novela, obra de un escritor que ahora se reta a sí mismo.

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Notas

(1) Entrevista de Edmundo Aray por Daniel González, Nelson Dávila y Ester Coviella, en El Techo de la Ballena. Tesis de grado para la obtención de la Licenciatura en Letras de Nelson Dávila y Ester Coviella. Caracas: 1981, p. 1.

(2) Afirmación de Carlos Contramaestre en su entrevista con Daniel González, Nelson Dávila y Ester Coviella, Op. cit., p. 25.

(3) Pedro Pablo Linares, La lucha armada en Venezuela. Ed. Universidad bolivariana de Venezuela, Caracas: 2006, p. 32.

(4) La ausencia de mayúsculas es voluntaria y forma parte de un trabajo negativo y desestabilizador consciente.

(5) La afirmación la recoge Israel Ortega en una entrevista inédita con Juan Calzadilla realizada en 2007, en la Galería de Arte Nacional.

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Este texto de Ariel Jiménez, que estamos publicando en 5 entregas de domingo (“El Techo de la Ballena: Ecos de libertad”; “Sardio y las premisas de la Ballena”; “Los inicios de la Ballena”; “Aquí y ahora, la política, la urbe” y “Una investigación de las basuras”), es el producto de un estudio inicialmente realizado en el 2013 para la Fundación Noa-Noa, de Ignacio y Valentina Oberto, quienes durante décadas fueron pacientemente adquiriendo, catalogando y estudiando las obras y documentos que pudieron conseguir sobre esta agrupación de los años sesenta: pinturas, esculturas, fotografías, publicaciones periódicas, catálogos, intercambio epistolar, etc., y que pusieron a la disposición de Ariel Jiménez para su examen y consideración.


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