Confieso que estoy enganchado a las sesiones del Parlamento británico, donde estos días sus señorías dilucidan cuándo pulsará el Reino Unido el botón de eyección para ejecutar su salida de la Unión Europea, eso que todos conocemos ya familiarmente como Brexit. Me puedo pasar horas escuchando los debates, las intervenciones, las cesiones de palabra al contrincante y, sobre todo, la manera en que arbitra todo este disparate nacional el presidente de la Cámara: el conservador John Bercow. Un genio de la dialéctica –célebre en los tabloides por los vivos colores de sus corbatas y por un antiguo asunto de cuernos– que es capaz de administrar generosas dosis de sentido del humor en uno de los instantes más agrios de la reciente historia del parlamentarismo mundial.

Todo está siendo tan intenso, tan vivo y vibrante, que la primera ministra, Theresa May, se ha quedado literal y metafóricamente sin voz. Su afonía es todo un símbolo de cómo van las cosas en Londres. Así que en la sesión del miércoles tuvieron que ser dos de sus ministros los que tomasen la palabra para defender una moción en la que se proponía rechazar de plano el llamado “Brexit duro”, es decir, dar un portazo a Bruselas sin un acuerdo previo. Todos, a este lado del Canal de la Mancha, contábamos con que la iniciativa saldría adelante sin mayores dificultades, porque lo contrario, votar a favor de una salida sin pacto el próximo 29 de marzo, sería lo más parecido al caos que se ha vivido en Europa en las últimas décadas. Pero el resultado fue una vez más asombroso: 312-308. A solo cuatro escaños del Apocalipsis. Algunos de sus partidarios, como el ex alcalde de Londres, el indómito Boris Johnson, recordaron en la Cámara de los Comunes que Gran Bretaña es la quinta potencia económica del planeta y que sus habitantes tienen siglos de constitucionalismo a sus espaldas que garantizan que, con o sin negociación con la pérfida UE, saldrán adelante. No le falta razón. Saldrán adelante. Sin duda. Dentro de unos años, los problemas iniciales del Brexit serán humo y el Reino Unido volverá a ocupar su lugar en la historia. Pero, hasta ese momento, habrá sangre, sudor y lágrimas. Y la factura no la pagarán sus señorías, sino los habitantes de la periferia de Manchester o Birmingham.

Estas sesiones nos han dado la ocasión de escuchar al líder del Partido Nacionalista Escocés, Ian Blackford, recitando una de las más hermosas y encendidas defensas de la Unión Europea que se hayan pronunciado jamás a orillas del Támesis. Hasta se acordó de las benditas becas Erasmus con las que muchos pudimos aprender inglés en nuestra juventud y que, a partir de ahora, sus hijos no podrán disfrutar. No desaprovechó la ocasión, por supuesto, de reclamar una futura Escocia independiente dentro de la UE, lo cual afeó algo su proclama, porque arrimó tanto el ascua a su sardina que estropeó lo que hasta entonces había sido un discurso épico.

En medio del intercambio de opiniones de sus señorías, muchos diputados hablaron de los problemas concretos que el Brexit acarreará para su circunscripción electoral, porque no olvidemos que en Westminster cada parlamentario se debe a los intereses de sus votantes y no de su formación política. Allí no hay nada parecido a la sadomasoquista disciplina de partido que rige en países como España y, por eso mismo, tras haber recibido ya dos sonoras derrotas infligidas en buena parte por sus propios correligionarios, se escucharon en la Cámara unas sonoras risas cuando Theresa May anunció que daría libertad de voto a los conservadores a la hora de pronunciarse sobre la moción del “Brexit duro”. ¿Libertad de voto? ¿Y qué habían practicado entonces en las dos votaciones previas los tories que tumbaron el acuerdo de May con Bruselas?

Anoche, en otra sesión agónica, los Comunes fulminaron (334 a 85) una primera propuesta para solicitar a Bruselas una prórroga del artículo 50 (el que disparó el gatillo del Brexit hace ya dos años) que permitiese celebrar un segundo referendo. Posteriormente, aniquilaron por solo tres votos (314 a 311) una segunda enmienda para extender el artículo hasta el 30 de junio. También tumbaron (314-312) una tercera iniciativa, del diputado Mr. Benn, para que el Gobierno aplace el Brexit y sea el Parlamento el que asuma el control y reconduzca la situación. Tocaba después decidir sobre una idea similar planteada por el líder laborista, Jeremy Corbyn, que también cayó por un estrecho margen: 318 a 302. Finalmente, llegó la moción del propio Gobierno para solicitar a Bruselas la ampliación del período de aplicación del artículo 50 más allá del fatídico 29 de marzo. May pudo, al fin, apuntarse una contundente victoria por 412 votos a 202. Si la prórroga es lo suficientemente larga, el Reino Unido se verá obligado a participar (de forma algo surrealista) en las elecciones al Parlamento Europeo del próximo 26 de mayo. Una paradoja, toda vez que el país ya tiene un pie en el estribo para bajarse en marcha del tren que cruza a toda velocidad el Eurotúnel, y sus eurodiputados quedarían en tierra de nadie en el momento en que se ejecutase el Brexit.

Ahora falta por ver qué hará una Unión Europea que se ha declarado oficialmente “harta” de las idas y venidas del Reino Unido y que se ha plantado ante cualquier intento de reabrir las negociaciones del acuerdo o de ofrecer nuevas garantías sobre la llamada salvaguarda irlandesa, que impediría que se volviese a levantar una frontera entre Irlanda del Norte y la República de Irlanda, uno de los puntos cruciales del pacto del Viernes Santo de 1998 con el que se puso fin a décadas de terrorismo en el Ulster. La Comisión y el Consejo de Europa exigirán a Londres que explique detalladamente para qué necesita más tiempo si hasta ahora, tras un culebrón que dura ya 24 meses, han sido incapaces de aclarar cómo y cuándo quieren marcharse del club de los 28.

Pero lo que nos fascina a los anglófilos convictos y confesos de todo este proceso es la clase con la que se abocan a sí mismos a la catástrofe. Se van a arrojar al abismo, pero ello no les impide hacerlo con notable elegancia. Todo esto me recuerda las palabras que escribió en su día Justo Alejo sobre el suicidio del poeta portugués Mário de Sá-Carneiro: “Vino al mundo en Lisboa en 1890 y se fue de él por su mano, cargada de estricnina, desde su cuarto de París (‘en París es preferible por razón de leyenda…’), el 26 de abril de 1916. En el acto se hallaba estrictamente vestido de smoking”. Porque eso es exactamente lo que están haciendo estos días los parlamentarios británicos. Ponerse el smoking –aunque ellos en realidad lo llamen tuxedo– para suicidarse vestidos de la más estricta etiqueta.

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Luís Pousa es periodista y escritor.


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