Tres claves se me aparecen como columnas de este nuevo libro de poemas de Samuel González-Seijas, Salmos de la penuria: un Dios que no aparece y que es tan absurdo como Godot; los nombres de David y Samuel, y el jazz.

Comienzo a leer sus salmos de la penuria y lo primero es sentir la misma asfixia de cuando se teme lo peor. La misma que se siente ante un laberinto del que no encontramos salida.

Y una vez sobrepasado el instante, la falta de aire, la tensión, me doy cuenta de que la angustia de no encontrar de dónde asirse recorre los poemas de Samuel.

Como resbalar por una cuesta sin que alguien te ofrezca una mano. Y por asociación, recuerdo de inmediato otro salmo que no es del rey David, ni de Samuel González-Seijas, sino de Paul Celan:

“Alabado seas tú, Nadie.

Por amor a ti queremos florecer

florecer.

Hacia

ti”.

Nadie es el Dios que no aparece por ninguna parte. El mismo de todos los que imploran sin respuesta.

También lo dice Samuel, así, con una imagen hermosa y clara:

“Desesperado, subo hasta el árbol de la súplica.

(…)

Soy astilla de animal que aúlla tu ausencia, Señor”.

Un animal herido que aúlla desde la copa de sus miserias. Le aúlla a Nadie.

Entonces releo dos, tres veces Salmos de la penuria ya sin la respiración entrecortada porque sé lo que viene. Internalizo, siento el aliento de las estrofas que son cada poema, coplas de una misma melodía que le canta, le pide, le suplica a una entidad que no aparece, que es un dios ausente como el de Martha Kornblith y que es Nadie como el de Celan, porque también se parece al Dios Todopoderoso que nunca se hizo presente durante el holocausto nazi, a pesar de la infamia, de la crueldad, de la ruina moral, de la ruina del cuerpo, de la locura del alma.

Cito a González-Seijas:

“Suaviza, te ruego, este corazón alterado.

Señor, aquieta este cuerpo que no para de andar,

que alarga con sus remos la noche.

Hazme llegar a una playa de sosiego”.

Por momentos, la voz de nuestro Samuel es también el aullido de Primo Levi, y de Stefan Zweig, y de Paul Celan, en su Fuga de la muerte, negra leche del alba. Porque su lengua, esa que lo expresa como poeta, es la misma que desdeña de quienes han sido los verdugos:

“¿Quién nos escupe su desdén, quién dispara de lejos sobre esta doble ruina?”

Si en una primera lectura se comprende que las palabras son un soplo intermitente, que NADIE escucha, y que están vacías de significado porque no llegan; en una segunda se vislumbra que las palabras que no tocan a un Dios son también la forma de orar en voz alta, para llegarle a nuestra propia conciencia. Meldar a viva voz para serenar el miedo, cantar una canción que aplaque la terrible sensación de estar solo en la hecatombe, cantarnos a nosotros mismos, ser compañía del propio pavor.

“Tengo enemigos, soy enemigo.

Me mantengo a prudente distancia de disparo”.

Por momentos, incluso, el contrapunteo de cada poema deja de ser arrullo para el miedo y se convierte en la constatación certera de que la palabra es impotente ante un orden inhumano. Cito:

“Así estamos, cada uno en su celda, repleta de grumos la boca, sentados sobre hielo, mirando al vacío”.

Solo pervive en estos salmos el escepticismo, esa forma de sabiduría que no lamenta la pérdida de la palabra porque el problema genuinamente filosófico ya no es la muerte, sino el sufrimiento:

“La palabra no puede levantar en boca yerma.

Lo que nos das, lo que nos diste, ya no es tierra compartida.

Queda la voz sola, como espora a la deriva, infértil”.

O cuando González-Seijas dice:

“Sácame de este valle: no es posible dar otro paso.

La gusanera del acoso roe lo que va quedando.

Ni un minuto más, ni respiro: dame vuelo”.

Una vocación documental, sin duda, queda plasmada en estos salmos de infinitas penurias, como el rostro del Cristo en el sudario ancestral.

Es un hombre solo. Solo. Muy solo.

Estos poemas nos acercan al intolerable sufrimiento de un anti mundo donde la ley moral ha invertido su obligación de preservar la vida y en su lugar garantiza la muerte. Sin otro en quien confiar, la paz o la felicidad son casi inconcebibles.

Después de todas las lecturas, me doy cuenta de que esa melodía que se encadena de poema a poema, esta forma de fatiga me recuerda a otra solitud: un solo de jazz, que quiere inscribirse con fuerza como reclamo histórico, desde las largas variaciones.

Quizás, me digo ahora, porque tu nombre es Samuel, Samuel González-Seijas. (Para los judíos creyentes el nombre determina al ser).

Quizás porque eligieron llamarte como al profeta que ungió a David, y que convirtió en crónicas la propia vida del ungido, el autor de los salmos, has mimetizado con el sufrimiento, en clave de contrapunto, con las señales de David.

Porque David no fue solo el autor de los salmos bíblicos que te inspiran. No solo fue pastor y músico, poeta al fin.

David fue perseguido y fugitivo del rey Saul, y líder de los oprimidos.

Y Samuel, como tú, el profeta, el cronista principal de la vida de David.

Lo que el profeta nunca nos dijo, y lo sabemos por los sabios talmudistas, es que de toda la historia bíblica, fue David el rey más importante a pesar de ser el nieto de una no hebrea como Ruth la moabita. O tal vez precisamente por ello. David, a diferencia de otros reyes, obedecía a su Dios a pie juntillas y sin contemplaciones. Implacablemente. Y nunca dudó.

Aunque su Dios pareciera ausente, David nunca dudó de Él.

Y eso veo, eso mismo siento, en conclusión, en Salmos de la penuria, aunque dios parezca no asomar en este libro conmovedor: es más fácil vivir con fe que sin ella. Y allí está Samuel, González-Seijas, que no encuentra a Dios, pero está Samuel, el mismo, que no duda y aún les espera:

“Señor, trae nuevo aire sobre estas colinas.

Años de resentimiento incineraron nuestras querencias.

Sopla lejos el hollín que hoy nos cierra la mirada

y danos agua de fresca memoria”.

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Salmos de la penuria

Samuel González-Seijas

Oscar Todtmann Editores

Caracas, 2018


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