I

Partiré un día en silencio, sin que nadie lo advierta. Previamente alejado, mientras reina el bullicio, avanzada la noche.

No quiero que recuerdes mi partida.

Quiero que lo que de mi vida te haya dado se quede contigo

y no haya un adiós.

Que no esté esa postal en tus recuerdos.

Quédate cada lágrima convertida en misterio. Cada risa como espejo de nuestra tragedia. El rastro de belleza hallado en el intento.

Pero no te sorprendas cuando parta.

No se puede marchar de otra forma quien ha vivido a escondidas.

Me iré un día en silencio después de hablarte tanto, seguro de que sabes que hay un mapa en el que puedes encontrar tus parlamentos.

Me iré un día a calladas, sin lugar a llantos fatuos. Cuando ya esté seguro de que puedes llegar a tu fiesta.

Dejaré mis palabras por si hacen falta. Los ensayos a punto y cada movimiento de cada escena febrilmente cuadrado.

Cuida, eso sí, que no muevan las luces. Que cada sombra tiene significado. Cada eco tiene un propósito. Cada efecto está ahí porque debía.

Ya habrás llorado suficiente para cuando me vaya, así que el día que notes mi ausencia ya sabrás ser feliz sin mí.

Me iré un día en silencio. No le cuentes a nadie. Cuando menos lo pienses estaré en tu recuerdo.

II

Cuando entiendas mi dolor será demasiado tarde.

Pero no sientas que habrías podido facultarme ningún alivio.

Mis heridas eran terminales.

Quizás, solo quizás, si alguno hubiese reparado en que mi dolor no era capricho, entonces al menos habría sido entendido.

Pero eso nunca pasaría. Yo habría sido el último en dar permiso.

Aún así, el dolor habría sido el mismo.

De nada me excusaba para eximirme de vivir para lo que vine.

Por el contrario, así como era mi cárcel, el dolor también era mi dique, el demonio con el que debía incendiar mis instintos para poder dejar un cuarto a la vida.

Al final me venció él. Le tomó, eso sí, cinco décadas y tanto. Pasé cincuenta años invicto.

Porque en vez de darle albergue en mi casa, lo quise esconder, y si hay algún cometido imposible es esconderse a sí mismo.

Te puedes esconder de los demás, pero nunca de tu propio paso.

Y así y todo, lo hice por medio siglo.

El dolor lo intentó en cada forma: la pobreza, la muerte, el odio, la sorpresa.

Nunca pudo vencerme hasta que el cansancio me venció a mí y perdí la fuerza para seguir.

Entonces sucumbí en la lucha.

Pero por cinco décadas me sobrepuse yo sin que nadie conociera mis guerras.

III

Nadie podía adivinar cómo lo hacía.

Yo sí.

Vivir con mi herida sin que nadie pudiera verla a ella me producía grandes esfuerzos, pero eran más las satisfacciones.

Conectado al dolor del prójimo era fácil ver su luz.

Permanentemente consciente de la herida de estar vivos, podía ver en una historia, y en el bullicioso tiempo que nos tocó, el gesto que hacía noble a un hombre, y las palabras justas y necesarias que debían usarse para dejar ver, como en un espejo de luz, la delicada magia de la vida en los ojos de otros.

Ser generoso con los demás no era solo una vocación. También era lo que me quedaba.

Viví mi vida sin permitirme pertenecer.

Es en lo que fui entrenado desde que era un niño.

En despojarme.

En que yo no pareciera yo. Lo que yo parecía nunca mereció existir.

Así que me dediqué a ser invisible.

Tuve siempre que cambiarme por algo más grande.

Algo que me trascendiera.

La belleza del arte.

Y el amor incondicional, ese que no solo da a quien ni lo merece a cambio de nada, sino que además se esconde cuando le toca recibir de vuelta.

Desde allí viví yo siempre.

Quemado por un infierno que no apagaba nunca.

Privilegiado por esa luz incandescente de las llamas que me dejaban ver lo que los demás no podían.

Ni siquiera en ellos.

Por eso era más amigo de los que se me acercaban que sus propios amigos, podía dar el don del actor a quien se dispusiera, y convertir en un susurro universal el parlamento del autor indicado.

La belleza, la humana y la divina, fue siempre mi baranda. Mi moneda de cambio. El mundo donde podía existir. Lo sublime. Sin que reinase mi propia hoguera.

IV

Siempre que tuve un amigo sentí culpa y lo puse a prueba.

Con quien más disputas tuve siempre fue con la gente que más quise y me quiso a mí.

Los ladrones, los mezquinos, los indignos, me valían poco. No importaba si tenían el poder de humillarme. Con el dolor de mis entrañas, solo producen risa quienes creen que hay poder en sus bolsillos.

En cambio, a los que me quisieron querer sin ningún motivo, les hice la vida imposible.

Les hice probar una y otra vez que buscar mi amistad no les merecía.

La gran mayoría quedaron en el camino, vencidos

y yo volvía a probar amargamente el poco valor de mi existencia.

Pero hubo algunos que persistieron más allá de mis cálculos.

Amigos a quienes no pude convencer del odio que yo merecía.

Me sobran los dedos de una mano, pero ellos se encuentran entre mis pocas derrotas mientras estuve vivo.

Siempre me preguntaré por qué me quisieron.

A pesar de mí.

V

Todo comienza en el olor.

Mi silencio deja foco para el aroma.

Detecté siempre con mi olfato quién era amable, quién necesitaba mi atención, quién traería risas, quién traería amor.

Mi olfato, maldito él, también me dejaba oler la peste, a los condenados por la miseria, a los ladrones de virtud ajena, a los envidiosos, a los que absorben el brillo del prójimo.

Ese es el precio que tuve que pagar para detectar, también, los más bellos elixires. Los aromas del amor. Las aguas profundas e indistinguibles del placer. El destello penumbroso de la delicadeza.

Que huele en un vapor suave e inaudible.

Ps

Que conste que no es con la pituitaria con la que funcionó mi olfato

Sino con mis poros

VI

Escúchame bien. Y léeme si puedes.

Eso será lo único que he de dejar. Mis palabras

No he venido a otra cosa.

Sino para hablarte.

Tengo un ego lastimado que se avergüenza de que nadie le conozca

No seré famoso ni laureado

Apenas unos pocos conocerán mi talento

Y él estará en mis palabras

En cada parábola que describa

En cada percepción que tenga de ti que me dejes contarte

En cada te quiero

E incluso en mis silencios

Los silencios también son palabras que en lugar de afirmar, confieren

Así que escúchame bien

Y léeme si puedes

Mi vida está en cada palabra que te dé

Si puedes recibirla,

          recordarla

                    o dejar que te perfore

                              habrá valido vivir

VII

Sin tanto peso encima

Siempre que estuve sobre las tablas supe que podía desnudar mi herida abierta

No había que gritar demasiado ni mostrar borbotones de hemorragias para que los demás te creyeran:

las personas saben que sobre las tablas no hay que vivir con el dolor escondido, como en las calles, y lo toman natural. Sufrir, en la sala oscura, se normaliza

Claro que escogí siempre el teatro como lugar de residencia

En los camerinos y en los oscuros y gigantes espacios donde habitan los vestuarios y las escenografías, no hay reglas ni censura para desplegar las maletas de tu dolor

Otros se resguardan aquí para poder llevar su injustificada y muy vulnerable alegría

Yo, como en ninguna otra parte, puedo sentir que pertenezco

A veces mi tristeza es tan libre aquí, que se me pasan las ganas de llorar

Y esa

es mi fiesta

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Sobre los “Siete poemas apócrifos”

Julio Túpac Cabello

Hay dolores infinitos cuyos gritos no son escuchados. Hay brillos extraordinarios que pasan sin demasiados reparos frente a los ojos de la mayoría de los mortales. Así fue la existencia de Julio César Alfonzo, una verbena inaudita de talentos, creaciones y sofisticadas entregas, que terminaron luciendo mudas para la sociedad en que le tocó presentarse.

Quizás porque su propio autor prefería no ser demasiado visto.

Todos los que conocimos a Julio César e hicimos una pasantía artística, humana, relacional o amistosa por su vida, podríamos constatarlo, me temo a decir sin excepción: las extraordinarias variedades vivientes de sus talentos eran asombrosas: sus capacidades para concebir y expresar una puesta en escena y extender las capacidades de un actor; su fineza para hablar, percibir, escribir y hacer universal cualquier escena de la vida y convertirla en drama universal; su infinita empatía; su discreto sentido del humor; su intuición sobre la naturaleza humana; su insaciable hambre de estudio e investigación; su talento para actuar, pintar y bailar, para la dramaturgia, la poesía y la dirección.

Julio era todo –que además era cálido y ocupado de los problemas en detalle de quienes lo rodeaban– un ser increíble en el sentido literal de la palabra, difícil de creer, pasmoso.

Pero los que lo conocimos de cerca también pudimos ver, porque no estaba escondido, el otro envés.

Con facilidad reconocía entuertos éticos de los que no quería estar ni cerca. Se peleaba con el mundo desde el despertar hasta el sueño, si es que lo podía tener. Le atormentaban las contradicciones de sus seres queridos hasta la parálisis. Y no estaba dispuesto a ceder su manera de entender el arte ni la vida, aunque por ello tuviera que pasar hambre.

Había un dolor en Julio César, hondo, inevitable e inocultable, con el que, mientras daba incondicionalmente todo por su entorno, le obligaba a esconderse él, a rechazar él los reflectores, y a no someterse a nada que, ya bajo su cuestionamiento, le hiciera mostrar sus heridas candentes.

De modo que sus escandalosos talentos, lograban, como equilibristas, vivir al margen, ser lo suficientemente inadvertidos como para no perturbar la oscuridad que Julio necesitaba para vivir lo poco que vivió.

Y así y todo, su paso por este mundo dejó una obra escénica y literaria fulgurante, densa, colorida y dolida, que el que tuvo chance de experimentarla, no será capaz de olvidar.

Disculpas

Me disculpo por anticipado si algún afecto cercano se siente herido por los textos que he escrito. Son poemas apócrifos. Es una licencia poética. El narrador se apropia de la voz del sujeto que se expresa, y lo enajena, para interpretarlo.

Y las interpretaciones son, siempre, aunque luzcan dulces –que no es el caso– un acto de agresión.

Los poemas

Apenas supe que Julio había muerto, no solo joven y sin la gloria que siempre mereció, sino lejos y eyectado por la salvaje indiferencia que se tomó el poder en Venezuela, me conecté con él, y supe lo que me habría dicho.

Aunque nunca saqué de mi vida a Julio César, en el tiempo en que fuimos muy cercanos en nuestra relación había cierta naturaleza mentor-discípulo, pues de hecho yo tenía pocos años haciendo teatro, Julio había estudiado en Caracas, NY y España desde muy joven, era un tipo realmente adelantado, y yo tenía mucha sed de aprender. De hecho, creo que aprendí las más valiosas lecciones de ese arte tan esencialmente civilizado que es el teatro de su mano.

Pero desde entonces fueron pocos los chances que tuve para comunicarme de vuelta y mostrarle: hay mucho adentro de mí que entiende tu dolor, que lo ubica, que dibuja tus frustraciones, y que casi puede hacer un mapa de los callejones sin salida que te circundan.

Por eso cuando supe de su muerte, mis manos fueron casi directamente a escribir un poema escrito por él. Y al cabo de los días, el dictado continuaba, y no tuve caso que seguir las instrucciones.

De allí estos siete poemas apócrifos. Que son, al mismo tiempo y sin quererlo, inevitablemente un homenaje.


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