¿Qué ha hecho posible la ruina de Venezuela, uno de los países petroleros más ricos y antiguos del planeta?

Sin duda, las erradas políticas monetarias y de gasto público. Sin duda, la destrucción del aparato productivo. Sin duda, la colosal corrupción y el monstruoso saqueo de los bienes públicos durante los años de hegemonía chavista han sido las causas más eficientes. Pero también el predominio de una idea fija que, desde los años treinta del siglo pasado, anima el santo y seña de todos los populismos venezolanos: “sembrar el petróleo”.

Considérese uno de nuestros mitos fundacionales. Hablo del que sostiene que Venezuela fue por largo tiempo el primer exportador mundial de café, por encima de Brasil. Y que la avasallante industria del petróleo acabó en poco tiempo con esa primacía.

Tamaña falsedad ignora que, ya a fines del siglo XIX, Venezuela había fracasado por completo en el propósito de asentar una economía agrícola, primordialmente cafetera, orientada al llamado “crecimiento hacia afuera”, ideal este muy propio del proyecto liberal decimonónico en nuestra América.

Respecto a la calidad del producto (y es solo un ejemplo de las falsedades de mito; hay muchas otras), un botánico suizo, Henri Pittier, experto de la Secretaría de Agricultura de los Estados Unidos y él mismo exitoso cultivador de café en Costa Rica, luego de un exhaustivo examen de nuestros cafetales encargado por el Gobierno venezolano, dictaminó en 1913 que “la degeneración fitogenética y la baja productividad de los cafetales venezolanos son resultado de más de 60 años de incuria”.

Precisamente los años de guerras civiles y destrucción de la propiedad, muy anteriores, por cierto, al hallazgo de petróleo en nuestro territorio.

Sin embargo, la fábula de que alguna vez fuimos una apacible y próspera Arcadia agrícola cuyas virtudes morales (el trabajo y la frugalidad) fueron barridas por la envilecedora codicia de la cultura petrolera, ha sido aceptada sin examen por generaciones de venezolanos.

Junto con el culto a Simón Bolívar, la leyenda negra del petróleo, tenido como el intruso que por sí solo desnaturalizó una jeffersoniana sociedad agraria, ha animado muy engañosas representaciones del pasado y el futuro. Todas ellas se condensan en la fórmula “sembrar el petróleo”.

El lema daba título a un célebre artículo de prensa aparecido en 1936. Su autor fue Arturo Uslar Pietri, intelectual y político conservador a quien la vulgata marxista describió siempre desdeñosamente como un humanista burgués.

Uslar Pietri creyó responder con su tesis a la pregunta sobre qué hacer con el creciente ingreso fiscal petrolero. Aunque breve –tan solo 800 palabras–, la influencia que desde aquel momento ha ejercido este artículo en el pensamiento petrolero oficial es difícil de exagerar. Sobre todo si se piensa que la admonición del novelista partía de una premisa falsa. Uslar Pietri suponía equivocadamente que la riqueza petrolera se agotaría en muy corto tiempo.

Sus ideas respecto a la agotabilidad de los yacimientos coincidían con las de los áulicos que en 1899 rodearon al dictador Cipriano Castro, y más tarde, al general que lo sucedió: Juan Vicente Gómez.

Un sardónico agente comercial de una petrolera estadounidense los describió como una casta de “militares y abogados, aficionados a las riñas de gallos, que confundían la actividad petrolera con la minería aurífera o esmeraldera”.

La élite gobernante asimilaba en, digamos 1911, el yacimiento petrolífero a la agotable veta de cobre, al socavón de estaño. Uno de aquellos prohombres fijó campanudamente la fecha del definitivo agotamiento del petróleo no más allá de 1948.

En su artículo, Uslar Pietri llamaba, en efecto, “minas” a los yacimientos de hidrocarburo y advertía contra la acción depredadora de la minería, no solo en lo ambiental. Exhortaba a invertir la riqueza petrolera, que consideraba transitoria y destructiva, en la agricultura, que juzgaba fuente de riqueza no solo más segura sino, por geórgica, más virtuosa y republicana.

En consecuencia, proponía dirigir la renta hacia el crédito agropecuario, los sistemas de riego, la vialidad rural. También, aunque con indulgente vaguedad, en las industrias nacionales.

La noción de inminente agotabilidad del petróleo hizo del fiscalismo la única política macroeconómica plausible. Ella requería un Estado eficientemente recaudador y, a la vez, un dispensador de estímulo financiero a las actividades no petroleras.

En todo esto hay algo singularmente contradictorio: la doctrina del sembremos petróleo se presentó originalmente como antídoto de lo mismo que prefiguraba: el Estado, gigantesca y tentacularmente entrometido en toda la economía.

Con una legislación heredera de los edictos de minería de Carlos V y de las regalistas ordenanzas del Derecho Indiano, Venezuela se limitó, desde las primeras décadas del siglo pasado, a cobrar renta a las compañías concesionarias extranjeras por la explotación del subsuelo. Esto vale también, salvando algunos tecnicismos, para el período que se abrió en 1976 con la nacionalización petrolera.

Según un símil didáctico ya clásico, los petroestados como Venezuela desarrollan conductas maniaco-depresivas que impiden lidiar exitosamente con las fluctuaciones propias del mercado: improvidentes, delirantes, despilfarradores y dados a endeudarse durante las bonanzas, se tornan depresivos-recesivos y propensos a las devaluaciones en época de vacas flacas.

En las fases de euforia, sus gobernantes dan en pensar que con la avalancha de petrodólares todo es posible y arbitran, entonces, cada día más y más dinero para cada día nuevas competencias estatales. Y cada una de ellas, sin exceptuar las grandes iniciativas agropecuarias que soñó Uslar Pietri, trae consigo más incentivos para la corrupción.

No es torcer el sentido original que Uslar Pietri quiso dar a sus palabras afirmar que, a partir del boom que acompañó la primera presidencia de Carlos Andrés Pérez ( 1973-78), hasta los estertores de Hugo Chávez, en 2013, los gobiernos venezolanos no se propusieron otra cosa, cada uno a su manera y según sus inclinaciones, que sembrar el petróleo.

Sembrar petróleo nos ha dado a Gustavo Dudamel y su Sistema Nacional de Orquestas Juveniles y la Biblioteca Ayacucho. También un escandalizador aporte a los anales de la corrupción latinoamericana desde mucho antes de los Panama Papers.

Hugo Chávez vio pasar el boom de precios más prolongado de la historia y con su inconducente revolución bolivariana volatilizó en solo tres lustros cerca de 635 mil millones de dólares.

Su ejecutoria más perversa fue la destrucción de Pdvsa, la estatal petrolera, la maquinaria sembradora de petróleo. Su sucesor, el sanguinario Nicolás Maduro, sojuzga una nación en ruinas. ¿No habrá alternativa al modelo? Sí la hay, pero su glosa requiere otro artículo y su implementación un cambio de régimen.

Por ahora solo nos queda contemplar el fin del largo viaje de una frase feliz –“sembrad el petróleo”– hacia la nada.


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