Cuando se llega al final de la avenida Los Jabillos, en la barriada de El Cementerio, de Caracas, entre la 6ta y la 7ma transversal, hay una quintica, de nombre Misia Chucha, donde se estuvo incubando, a fuego lento, un amor platónico entre una tierna muchacha y un famoso compositor de música criolla, pasión que dio lugar a una de las más hermosas y populares canciones venezolanas, “Rosario”. Ella era Rosario Trujillo, y él, Juan Vicente Torrealba. Las cosas empezaron así:

En enero de 1959 inició sus visitas frecuentes a la quinta Misia Chucha un cantante que estaba muy de moda, joven, apuesto, de nombre Héctor Cabrera. Iba a visitar en plan de novio a Anita, la hermana de Rosario, según las recatadas costumbres que todavía prevalecían a mediados del siglo XX. Un día, Héctor Cabrera llegó en compañía de su amigo Juan Vicente Torrealba, ya célebre por los pasajes, valses, joropos y demás aires llaneros, casi todos de su propia cosecha, que interpretaba con su conjunto Los Torrealberos, de muy amplia sintonía.

De inmediato, Torrealba quedó atrapado por la belleza espontánea, angelical, de Rosario, y se convirtió en asiduo visitante de la casa. Tanto el cantante como el compositor no perdían ocasión de acercarse al hogar de Los Jabillos, y montar allí tertulias inacabables, casi siempre matizadas con canciones improvisadas, una guitarra, un cuatro, un disco. El atractivo de Rosario le era magnificado a Torrealba por la nostalgia que brotaba de su corazón solitario, golpeado por la separación de su esposa Carmen León. Aguijoneado por el sinsabor de la soledad, Juan Vicente empezó a enhebrar un asedio prudente, suave, alrededor de la chica, no sin asordinar con esfuerzo las llamaradas que brotaban de su pecho ansioso. No calibraba, no notaba en toda su extensión un obstáculo que, aunque evidente para ella, no lo era para su ceremonia galante. Él tenía 42 años, y 17, ella.

Una noche, las dos parejas Héctor y Anita, y Juan Vicente y Rosario salieron a pasear por el Paseo de Los Próceres, junto con dos primas de ellas. Era una noche tibia, con los monumentos de los héroes y las copas de los árboles iluminados por la luz de la luna llena. Rosario y Juan Vicente se sentaron en un banco y quedaron en silencio. Ella alzó la vista al cielo y exclamó:

―¡Qué luna más hermosa!

Y él, acercándose a ella, y ya en el paroxismo de una ilusión, le respondió:

―De este momento tan grato, Rosario, debe salir una canción. Será un emblema de mis sentimientos, y recorrerá el mundo.

Rosario no supo qué responder.

Él no portó por la casa durante dos días, y al tercero se presentó con una hoja de partitura:

―Aquí está, Rosario, es para ti:

Pasaste ayer como brisa fugaz

Y me quedé con tu dulce mirar

Después te vi una clara noche

Cerca de mí, como llama de amor,

De amor…

Rosario, toda la luz del mundo

Parece que se fundiera en ti

Te vi pasar como rumor viajero

Y quise hablar para decir te quiero

Rosario, eres rayo de luna

Que pasa queriendo florecer

Rosario, provoca, mi vida, besar tu boca.

Como correspondía, tocó a Héctor Cabrera ser el cantante de aquel pasaje, templado al rojo dulce. Al instante, toda Venezuela cantaba “Rosario”. Y empezó a darle la vuelta al mundo, al igual que otras canciones venezolanas, entre las cuales figuran “Moliendo café”, “Ansiedad” y “Caballo viejo”, esta última inspirada por motivaciones un tanto parecidas a las de “Rosario”.

A fin de cuentas, la relación entre Rosario Trujillo y Juan Vicente Torrealba no traspasó los lindes del amor platónico. Ella lo admiraba muchísimo, y él la quería con la pasión de un trovador, pero sus vidas, como dice el bolero, fueron “vidas paralelas”.

Semanas después, el músico conoce a una extraordinaria mujer, Mirta Pantoja, y se rinde a sus pies. Le compone una canción:

Noche de amor

Con Mirta en la llanura…

Y pronto se casan. Creía él dejar atrás las andanzas suyas de picaflor, los hijos sembrados aquí y allá en amores fugaces.

Rosario, entre tanto, conoce a otro músico, llamado Andrés Rojas, con el cual Eros toma real presencia. Sucedió que después de una fiesta en Los Teques, un cantante muy cotizado en esos momentos, Rafael Castaño, invita a Rojas a visitar la quinta Misia Chucha, el acostumbrado escenario de veladas muy gratas. Andrés y Rosario se conocen y al rato se casan. Llegan a tener tres hijos, y consienten a cinco nietos. Él es un maraquero desde niño, y ha ejercido la función de director musical y percusionista de Simón Díaz.

Y, ¿qué fueron de los amores de Anita Trujillo y Héctor Cabrera? Tampoco pasaron de allí. Cada quien siguió su rumbo.

Rosario, caraqueña, hija de un nativo de las islas Canarias, y emparentada con la rama de descendientes del general de la Independencia y presidente de la República Carlos Soublette, debió guardar en su regazo durante muchos años el acetato original de la canción que le dedicó Juan Vicente Torrealba. Estaba firmado con una frase muy llanera:

A mi ternerita.


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