El ron es blanco o moreno; el plátano es negro cuando se acaba de madurar; la arepa es entre cobriza, blanca y amarilla. Hasta en sus colores, el ron, la arepa y el plátano son un buen símbolo de nuestro origen múltiple. El ron es hijo de Europa, pues viene de la caña de azúcar y de una técnica europea: la destilación del alcohol fermentado. La arepa (hermana de la tortilla mexicana) es indígena, pues es el pan del maíz, el cereal americano. Y el plátano lo trajeron de África los esclavos. En esos productos se encierra un resumen de lo que somos.

Hablemos de cada uno. El ron.

La breve y exitosa palabra rum (de donde viene nuestro ron en español y el rhum de los franceses) se la inventaron en las “islas del azúcar”, es decir en alguna de las pequeñas Antillas del Caribe, y muy probablemente en Barbados, donde hacia 1654 se destilaba una bebida del guarapo fermentado y se la llamaba rumbullion que al parecer, en inglés dialectal, quería decir tumulto o rebelión. Otra etimología la hace derivar del nombre científico de la caña de azúcar, saccharum officinarum, pero es más difícil imaginar que los esclavos de esas primeras zafras supieran tanto latín como para extraer y decantar esas dos últimas sílabas. Venga de donde venga la palabra, el líquido maravilloso que se llama ron, es el espíritu (nombre que los alquimistas le daban al alcohol) del Nuevo Mundo.

Los grandes tragos destilados tuvieron su origen en la navegación y en el comercio interoceánico. Primero, a los navegantes holandeses se les ocurrió “reducir” el vino calentándolo (sacándole el espíritu en un alambique) y de ahí nació el brandy. Este destilado del vino era tosco, pero reunía dos ventajas: pesaba menos que el vino (tenía menos volumen) y duraba más. La idea era volverle a echar agua al llegar al otro lado del mar, pero la bebida acabó gustando así, fuerte y pura.

El origen antillano y tropical del ron, entre piratería y sórdidas prácticas esclavistas, le ha dado una dudosa reputación. Y sin embargo, cuando uno prueba los grandes rones del Caribe, sabe que estos poco o nada le tienen que envidiar a los mejores destilados de Europa (grappa, ginebra, aguardiente). Una sola cosa le falta al ron, que con un poco de mayor habilidad comercial se la podríamos dar: prestigio internacional.

Los cubanos, para acentuar la rancia alcurnia de su ron, citan una frase de Cristóbal Colón, que al parecer se encuentra en una de sus cartas a los Reyes Católicos: “Su Majestad, algunas de las cañas de azúcar que se plantaron han prendido”. Porque, claro, no puede pensarse en el ron, si antes no se aclimatan muy bien las matas de caña dulce. Más que con el oro de las Indias, fue con el comercio del azúcar como el Emperador Carlos V, años más tarde, pudo construir su costosa diplomacia europea y sus grandes palacios de España. Y la riqueza en azúcar se traduce fácilmente en riqueza en alcohol.

Si nuestros países tropicales no hubieran sufrido durante tanto tiempo de complejo de inferioridad, desde hace muchos años ya el ron se habría ganado el puesto que se merece entre los grandes licores del mundo. Ojalá aprendiéramos a valorar más la mejor bebida que se ha inventado en estas adoloridas tierras del mundo, que no serían tan adoloridas si las supiéramos apreciar más y defender mejor. El ron no es otra cosa que un gran whisky o un gran cognac al que le ha faltado publicidad.

Pasemos a la arepa.

Nada tan decepcionante como tener un invitado extranjero en la casa y no lograr hacerle entender las sutiles diferencias que hay entre las variedades de arepa. Ansioso por mostrarle nuestra riqueza culinaria, uno intenta hacerle comprender los delicados matices que hay entre una arepa de pelao (que se cocina en ceniza), una de chócolo, una de maíz amarillo, otra de maíz blanco y trillado, otra molida con queso o mezclada con yuca… Nada, ellos ni siquiera captan la diferencia entre el bollo limpio y la masa de tamal, confunden la arepa de chócolo con la de mote, la arepa de huevo con las tortas de plátano. No tienen las papilas educadas para distinguir lo que han venido a probar estando ya muy grandes. Así somos todos los humanos: sordos a los sabores que no conocemos desde muy jóvenes.

La arepa vale por lo que es, pero también sabe a lo que le pongamos. La arepa venezolana, por ejemplo, que es un poco más gruesa que la colombiana, la han venido sofisticando con grandes añadidos. Es como una pizza en miniatura, con base de pan de maíz, que puede enriquecerse con carnes, salsas, aguacates, tomates, ensaladas, quesos, frisoles, y también diferentes grados de cocción. A algunos les gusta más cruda, a otros más tostada.

La arepa, además, en el castellano de mi tierra, es una palabra que tiene otras connotaciones. Si ustedes miran bien una arepa doblada, con sus pliegues, y con los jugos que salen mientras le damos un mordisco leve, entenderán. Y con eso llegamos al último producto de este texto, al orgulloso plátano, que por su forma remite de inmediato a una entidad masculina complementaria.

No vayan a confundir el plátano con un árbol europeo. Y menos lo vayan a confundir con el banano. El banano es un niño tierno y dulce, ingenuo. El plátano es un adulto más complejo. Se puede comer verde y duro, tal como está en su juventud, o pintón, que es quizá su mejor estado, o maduro, que es cuando revela sus jugos más recónditos. Con el plátano verde se hace el patacón. El nombre del patacón viene de una moneda de oro española, redonda amarilla y grande, que se llamaba así: patacón. Los patacones son como monedas de oro que se comen. Y como con la arepa venezolana, también pueden servir de base para echarle algo encima.

El plátano maduro se presta para tres cosas muy buenas: las tajadas, que se fríen en aceite muy limpio y muy nuevo y se secan con papel absorbente. Son buenas para acompañar lo que sea, y su sabor es levemente dulce, sin resultar empalagoso. Las torticas de plátano, que se hacen con el fruto más pintón, y se rellenan con queso y huevo. Y el plátano asado, que va al horno con queso blanco y un poquito de bocadillo (un dulce de guayaba), y es un postre africano y americano que alegra la vida. Es plátano asado, con helado de vainilla (no se les olvide que la vainilla es una orquídea centroamericana), es uno de los mejores postres del mundo.

En fin. Les juro que es bueno tener estas tres cosas: ron, arepa y plátano, este resumen de nuestro mundo latinoamericano. No necesitamos que el ron sea mejor que el whisky (aunque a mí me gusta más); no necesitamos que la arepa sea mejor que el pan (y yo puedo admitir que el pan es mejor que la arepa), pues en todo caso el mundo sería mucho más pobre si hubiera solo pan y no existiera la arepa. Y en cuanto al plátano, no se me ocurre con qué producto europeo compararlo. Por la forma, tal vez, con una zanahoria. Pero no, entre un plátano y una zanahoria no hay comparación. El plátano es mil veces mejor. Algún día (como ya ocurre en Alemania con la papa y en Italia con el tomate) los europeos también se preguntarán: ¿cómo era posible que viviéramos antes sin el plátano? O tal vez esto no pase, pero por un único motivo: porque al plátano no le alcanza un verano para crecer. El plátano es una cosa seria y para llegar a ser la delicia que es, necesita por lo menos seis meses seguidos de calor.

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Las razones del gusto y otros textos de la literatura gastronómica, compilado por Karl Krispin, fue publicado por la Universidad Metropolitana y Cocina y Vino, en 2014.


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