Por fortuna, alguien como Rodolfo Izaguirre –en estos momentos infaustos por lo que atraviesa el país ya hace casi dos décadas– impulsado con gran acierto por Fundavag Ediciones, se propuso compilar una selección de los artículos que ha escrito para los diarios El Mundo y El Nacional, semana a semana en el transcurso de diez años, y les dio el sugerente título de Obligaciones de la memoria. Sus obligaciones nos obligan a nosotros pero, a cambio, nos brindan un inmenso placer.

Hay que recordar que Rodolfo, nacido en Caracas en 1931, ha conocido y ha sido partícipe de buena parte del siglo XX y lo que va del siglo XXI venezolano. De manera que su memoria, esta que nos prodiga a lo largo del libro, resulta de sumo interés para todos, más aún en momentos como los que hemos vivido en las últimas dos décadas, en las que ha habido una alteración sistemática de la memoria, buscando con ello lo que en general intentan todos los regímenes autocráticos, como es construir una memoria a la medida de quienes se encuentran al frente del gobierno. Por ello, entiendo estas obligaciones no tanto en el sentido de lo que una persona se siente obligada a hacer, sino más bien como un compromiso con lo que ha vivido, el testimonio necesario de quien hace un balance y se declara en rebeldía.

Rodolfo Izaguirre participó de los dos grandes grupos artísticos de la década del sesenta, Sardio y El Techo de la Ballena, el primero más estrictamente literario y el segundo integrando, además, a artistas visuales, pintores, escultores. Y aunque en los dos hubo un componente político, el primero nació en oposición a la férrea dictadura de Marcos Pérez Jiménez, y el segundo, de acuerdo a lo que ha dicho el propio Izaguirre en varias ocasiones, estuvo marcado por la radicalización creada en toda América Latina por la Revolución cubana. Y si Rodolfo siempre ha rescatado la rebeldía del grupo ballenero, con la que se siente identificado, logró zafarse y también lo declara con mucho orgullo, de las gríngolas ideológicas de la izquierda. Lo que hay en estas páginas es el pensamiento de un hombre libre, hasta donde se puede serlo, un hombre moderno que pasa revista a lo que ha sido su vida, a sus aciertos y errores, a lo que creyó en un momento y luego dejó de hacerlo pero, sobre todo, a la permanencia del arte como forma superior de la vida, lo que hace posible una permanente interrogación:

“Sobreviví a mi infancia, es decir, al sarampión, a las paperas, al aceite de tártago y a la humillación de las lombrices y sobreviví a los primeros maestros. Superé, más tarde, el horror de la adolescencia. Hugo Batista lo expresó acertadamente al evocar la imagen de un  muchacho alelado con el cuello de la camisa por encima del paltó azul marino, caspa en los hombros, un acné que amenaza con ser despiadado, un real de Lucky envuelto en papel entorchado; ‘peleado con la novia y química para septiembre’, en una edad incierta y abominable en la que no sabe uno cómo comportarse con las chicas (o con los chicos) y en la que nuestra ‘educación sentimental’, para decirlo en términos flaubertianos, se apoyaba en las películas mexicanas y la aprendíamos en los burdeles. Sobreviví luego a la deserción universitaria, a los primeros años del matrimonio y, particularmente, al país político, es decir, al fascismo ordinario de Pérez Jiménez y a la violencia conjunta de Rómulo Betancourt y de las guerrillas; al fracaso de la ‘izquierda’, a la vulgaridad adeca y a la santurronería socialcristiana y he sobrevivido, además, a la dictadura alterna de las viciadas cúpulas socialdemócratas y copeyanas, y al envilecimiento y perversión del poder político. 

Hoy, septuagenario y desencantado, debo enfrentarme a unas elecciones confusas y desangeladas cuyos resultados terminarán, seguramente, por arruinar aún más al país. Hago esfuerzos para sobreponerme al resurgimiento militar, a la ordinariez e intolerancia entronizadas en Miraflores y a la reafirmación de todos los vicios del poder. Cuando devuelvo la mirada hacia el niño o el adolescente que fui no me gusta para nada la imagen que descubro pero constato, al menos, la de un país que al avanzar hacia la democracia dejaba atrás, voluntariamente, la oscuridad gomecista y comenzaba a construirse a sí mismo orientando su educación, velando por su salud, organizando su economía.

Hoy mi tristeza es amarga porque confirmo que transcurridos setenta años, en el inicio de una nueva centuria y agobiado hoy por una terrible pesadilla bolivariana, también como yo, el país hace esfuerzos desesperados por sobrevivir”. 

Los escritos de Rodolfo Izaguirre no son propiamente los de un articulista político, aunque la política de alguna forma siempre está presente. Tienen la virtud de moverse con absoluta libertad entre lo personal y lo social, y de allí que estén cargados por un trasfondo poético que es el de la excelencia de su escritura. Lo que más me atrae de los textos de Rodolfo es lo que Italo Calvino llama en sus Seis propuestas para el próximo milenio, la levedad. La ligereza con la que su memoria se desplaza entre las historias que ha vivido para que, incluso cuando parecen anécdotas efímeras, apunten a una condición que escapa de lo personal. Pienso, por ejemplo, en uno de sus escritos donde relatando la fascinación que han ejercido sobre él los mapas, cartas geográficas y de navegación, trae a la memoria el encuentro con un amigo venezolano en París perdido en la ciudad:

“Desde niño, los mapas, las cartas geográficas y de navegación han ejercido sobre mí una irreprimible fascinación. En la escuela parroquial quedé estupefacto cuando el maestro pidió a uno de mis compañeros que señalara en el mapa la isla de Margarita y comenzó a buscarla por los Andes y luego por la región de Guayana. Ya adulto, me conmovió ver en París, en el Quartier Latin, a un amigo venezolano, filólogo, batallando con un desplegado mapa de París que le azotaba la cara a causa del viento. ‘Busco una dirección’, me explicó. ‘Pregúntale a alguien’, le dije, ‘así practicas el francés’. Todavía me aturde su respuesta: ‘Es que no quiero dar la impresión de que estoy desorientado’”.

Aunque a nosotros, los lectores, también nos aturde la respuesta y no podemos dejar de soltar una carcajada, enseguida nos preguntamos, ¿no es esta una característica de los venezolanos? No queremos dar la impresión de estar desorientados, aunque estemos completamente perdidos. Nos avergüenza nuestra condición, pero en lugar de encararla nos hacemos un poco los locos, creyendo que así la hacemos desaparecer.

Pero la levedad está también en la luna, que muchas veces nace y se esconde en estos artículos, una luna que es aparición y caída de valores cívicos, así como también reflejo de nuestros sueños y, especialmente en el imaginario de Rodolfo, lugar de resguardo de las cosas trascendentes que valen la pena vivir. Y habría que abrir un inciso para aclarar que hay aquí permanentemente un contrapunto entre memoria e imaginación. Si la memoria lo lleva al pasado para establecer balances y dar cuenta de la tragedia del país, atrapado por la violencia y el autoritarismo, la imaginación, en cambio, entrega un itinerario de sueños y emociones. Escritos que se mueven en el terreno de la varia invención, se encuentren siempre en el borde de lo poético, de la gracia que es la aventura del lenguaje:

“Y al igual que la luna, también se desvanece y resurge el país venezolano cuya Historia ha conocido brillos democráticos y horizontes universitarios y padecido etapas de barbarie y de perverso autoritarismo; absurdos enfrentamientos de ásperos caudillos; montoneras y regímenes militares como el que padecemos en la hora actual bolivariana marcada por la corrupción, el desdén humano, el genocidio y el narcotráfico. El país se deteriora cada vez más y se consume en la tristeza, yermo y aislado como la verdadera luna. Es cierto que la luz surge de la oscuridad, pero también lo es que somos nosotros quienes podemos hacer que la democracia en Venezuela se levante nuevamente desde los escombros de la tiranía.

Miro la luna llena, la luna venezolana, e imagino su cara oculta y su perpetua soledad y se reitera en mí el anhelo de que es allí, junto a Liliam, junto a Magdalena y Belén donde debería posarse y permanecer mi alma por toda la eternidad”.

Este libro que el lector tiene en sus manos me ha servido de abrigo en no pocos momentos en los últimos meses. Tuve la inmensa ventura de corregirlo, por lo que los errores deben ponerse a mi cuenta. Y en este momento, mientras escribo este pequeño prólogo, estamos de nuevo llenos de incertidumbre, apenas intuyendo la acentuación de nuestras desgracias. Pero entonces acude a mí la imagen de Rodolfo y la Venezuela que queremos, elegante, desprejuiciada, moderna, culta. Leyéndolo es posible tener una larga e íntima conversación con uno de los seres humanos que nos remiten a lo mejor de lo que somos. Estoy seguro de que muchos lectores sentirán lo mismo.

Voy a incorporar un inciso para referirme a un discurso que acompaña este libro. Se trata de las fotografías, los excelentes retratos de Rodolfo Izaguirre tomados por el ojo agudo y perspicaz de Federico Prieto. Tuve el privilegio de estar el día en el que transcurrió esta sesión. Vi su rostro, me conmueven sus expresiones, los diferentes registros que tiene para manifestar con el cuerpo ideas y sentimientos. Alegría, rabia, tristeza, trascendencia, júbilo, angustia, duda. Sus ojos vivaces, sus manos delicadas. En propiedad, Rodolfo es un actor, alguien que toda su vida se ha dedicado al performance, que ha hecho de esta el centro de su arte. Pero confieso que mientras estuvimos juntos conversando, una deliciosa tarde-noche en la que el espíritu estuvo con nosotros, no imaginé lo impactante de estas fotografías, que tienen el mérito de crear un discurso paralelo con tanta fuerza como la que hay en el interior de este libro y que demuestran, con creces, la vivacidad que siempre lo asiste y con la que ve el mundo.

Una palabra antes de terminar. La palabra helecho. Aunque no aparece tanto como la luna, extiende la humedad de sus hojas por todo el libro, haciéndose una con la V de Venezuela y entrelazando sus letras. Rodolfo dice que no puede dejar el país porque no sabría qué hacer con los helechos de su jardín. A todos se nos va haciendo claro que es así como se puede construir un país, cultivando con paciencia, amor y obstinación esas hojas aceitosas de los helechos que miran hacia el sol.


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