Renée Hartmann nació en Calabozo el 22 de agosto de 1920. Tendría apenas 16 años y estudiaba en el Colegio Católico Alemán cuando oyó hablar por primera vez de un joven político llamado Rómulo Betancourt. Estamos en 1936 y, aunque ingresó en la Federación de Estudiantes de Venezuela (FEV) y en el Partido Democrático Nacional (PDN), antecesor de Acción Democrática, no conoció personalmente a aquel dirigente. Eran tiempos de clandestinidad los que impedían la amistad y, pocos meses después, vino el exilio de él a Chile. Quizás más adelante lo pudo haber visto de lejos alguna vez, a lo mejor en la ocasión del mitin inaugural de Acción Democrática en el Nuevo de Circo de Caracas, en septiembre de 1941. Lo cierto es que toda su atención y sus horas de vida eran copadas por sus estudios de Medicina. Estudió en la Universidad Central de Venezuela, y al graduarse, se fue a Tumeremo a hacer la pasantía de medicina rural, al lado de un compañero de curso, su esposo, Alfredo Coronil, apodado por sus amigos “El Chino”. Tuvieron un hijo, llamado también Alfredo, quien sería años más tarde, militante y dirigente de AD, abogado y diplomático. Ella y su esposo viajan a los Estados Unidos a hacer el postgrado, de modo que ella se especializa en psiquiatría infantil y de adolescentes. Es durante estos estudios, en Nueva York, cuando estalla en Venezuela el golpe del 18 de octubre de 1945 y, al rato, el golpe del 24 de noviembre de 1948 que derroca al presidente Rómulo Gallegos.

Mientras muchos de los principales dirigentes de AD, Rómulo Betancourt incluido, van al exilio, Renée Hartmann regresa a Venezuela en 1950. Al parecer, se trata de dos rumbos distintos, pues Rómulo mantiene desde hace muchos años un sólido hogar con su esposa Carmen Valverde. Él deambula por el Norte, Centroamérica y el Caribe. Renée, en Venezuela, se incorpora al movimiento de resistencia contra la dictadura perezjimenista, adopta varios pseudónimos (Eva, Laura) y dedica todo su tiempo al combate clandestino, junto con un grupo vigoroso de mujeres, entre las que se destacan Evelyn Trujillo, Débora Gabaldón, Clarisa Sanoja, Isabel Carmona, Ana Luisa Llovera, Cecilia Olavarría, Lucila Velásquez, Ruth Lerner, Celia Giménez, Regina Gómez, las hermanas Peñalver, Fada, Lilian Henríquez y muchas más. Es tan absorbente su labor que termina por divorciarse de Alfredo Coronil. En septiembre de 1950 conoce a Alberto Carnevali, uno de los líderes de AD de mayor renombre y Renée sella con él, perseguido implacablemente por la Seguridad Nacional, una íntima amistad: le ofrece cobijo, celebran juntos las Navidades, y ella se constituye en el enlace de él con los demás miembros del CEN adeco, hasta que Carnevali cae preso en mayo de 1951. Al poco tiempo, gracias a una meticulosa preparación, donde participa incluso el exmarido de Renée, Alberto Carnevali logra fugarse del Puesto de Socorro, de la esquina de Salas, en Caracas, para integrarse de nuevo al combate clandestino. Renée lo acompaña. Ella participa en los preparativos del golpe cívico-militar frustrado de octubre de 1951. Termina por caer presa en septiembre de 1952, y en enero de 1953 es expulsada a Portugal. Entre tanto, Carnevali ha caído preso también, y muere de cáncer en la cárcel.

Renée Hartmann dedica buena parte de su tiempo en el exilio a viajar. Recorre varios países europeos, y en 1956 se residencia en los Estados Unidos. Aquí, vuelve a casarse. Su nuevo marido es Luis Domínguez, un psiquiatra venezolano. Hasta el momento, pareciera que su destino ya no es la militancia activa ni la amistad cercana con los dirigentes de AD. Apenas algunas cartas, intercambios volanderos de opiniones con el exilio adeco, en fin, nada de particular. Pero, hay una fuerza oculta que la lleva a otro destino. El nuevo matrimonio naufraga, y Renée está otra vez sola. Hasta que en junio de 1957, en esa ciudad trepidante que es Nueva York, se opera el milagro, durante quizás una reunión de esas tan pesadas que acostumbran hacer los exiliados. Ella lo relata así:

“Yo casi no hablé, observaba y oía a Rómulo, quería conocerlo bien”.

Y del dicho al hecho. Renée le propone efectuar sucesivas reuniones psicoanalíticas, y Rómulo Betancourt accede, gustoso. Empieza, entonces, un largo y pormenorizado relato que hace el líder de toda su vida, hasta en los detalles más íntimos. De allí al enamoramiento más ardiente no había más que un paso.

Sin embargo, para Rómulo Betancourt la situación es embarazosa. Desde su exilio de los años 30 en Costa Rica, ha establecido un sólido y bien llevado matrimonio con Carmen Valverde, una costarricense culta, dedicada al magisterio. Tienen una hija, Virginia, y los tres han vivido los sinsabores del destierro en Chile, Cuba, Centroamérica, México, Estados Unidos, y el breve periodo feliz de la Junta revolucionaria de Gobierno (1945-1948), más los nueve meses de la presidencia de Rómulo Gallegos.

Los amantes deciden poner sordina a su relación, incluso cuando cambia el panorama político en Venezuela a raíz del derrocamiento de la dictadura militar el 23 de enero de 1958. Casi nadie en el país se entera, y la intensa campaña electoral ayuda al secreto. Los novios se ven a hurtadillas y cuando son sorprendidos, nadie se da por enterado. Por ejemplo, en la gira por el oriente del país, cuando los candidatos de AD están hospedados en el hotel Cumanagoto de Cumaná, Enrique Tejera París pasa por la piscina, después de cenar, y allí ve a Rómulo y Renée, “nadando en soledad” (Memorias 1958-1963, Editorial Libros Marcados). La cautela se cierra más todavía cuando sobreviene la complicación que para Rómulo representa haber ganado la presidencia de la República y de tener, como lo pautaba la tradición, a su legítima esposa en el sitial de primera dama de la República. El adecuado tacto sobre esta faceta tan íntima de la vida de un gobernante hizo que el asunto pasara desapercibido para la opinión pública. Años después es cuando llegará a apreciarse la fuerza del noviazgo en aquel tiempo del secreto amoroso, y así puede leerse la dedicatoria, con fecha 17 de febrero de 1959 y anexa a su discurso de toma de posesión presidencial, que Rómulo le manda a la novia:

“Para ti, mi mujer querida, con quien he hablado y discutido estas páginas de apasionado amor por nuestra tierra antes de escribirlas para que fueran testimonio de un compromiso reclamable por Venezuela, tu Rómulo”.

¡Claro está!, los amigos, los copartidarios y una imprecisa razón de Estado favorecieron el ocultamiento. La esposa, serena, y consciente del naufragio del matrimonio, es incapaz de apelar al escándalo. Y la amante, confiada en la pasión que siente y ha provocado, enmudece. Todo queda relegado a un oculto nido de amor, sin periodistas que husmeen, sin fotografías reveladoras, sin la menor imprudencia ni siquiera en el más insípido acto oficial o social. Más tarde, Renée lo dirá en sus memorias: “Era duro, muy duro, pero en la vida no se puede tener todo”.

Al terminar el quinquenio presidencial, los amores de Renée y Rómulo se hacen del dominio público. A la espera del divorcio de él, y en parte obligado él por sacudir el inmenso estrés del atentado que casi le quita la vida, emprenden viajes interminables por el mundo, y terminan casándose en Suiza, en marzo de 1967. Rómulo va pronto a cumplir 59 años, y Renée tiene 47.

Ya casados, la vida de los dos transcurrió sin sobresaltos. Rómulo Betancourt se negó a postularse para un nuevo periodo presidencial, y dio con ello una lección que solo las generaciones futuras han podido apreciar en su inmenso valor. Consejos, intervenciones y juicios aislados, pero todo sin la prepotencia del caudillo insustituible. Y Renée, ya sin el apremio de la vida clandestina ni las exigencias de una profesión médica, se dedicó al hogar y a dar, a su manera, los aires del reposo a quien había luchado por sus ideales desde 1928.

Él muere el 28 de septiembre de 1981, en Nueva York. Ella le sobrevive 10 años: muere el 16 de enero de 1991. Los dos están enterrados en una tumba del sector M del Cementerio del Este, en Caracas.


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