Nunca me obligaron a comer. Mi relación con la comida siempre fue pasional. Los sabores me han seducido desde la cuna. Lo primero que saboreó mi paladar fue champaña. Este hecho ocurrió cuando me llevaron al cuarto luego de mi nacimiento. Papá miró a los presentes y con solemnidad aseguró que debía moldear el paladar de su pequeña. Mojó sus dedos en su copa, no sin antes lavarse las manos, y metió uno en mi boca. Inmediatamente arrugué la cara, pero ocurrió el milagro, mi ceño cedió y la lengua salió a acariciar los labios. El embrujo estaba hecho. Lo bueno estaría entre mis gustos. Luego de esta experiencia mi vida transcurrió entre teta y agua por muchos meses hasta que vinieron las papillas y los jugos de frutas, para culminar en una dieta balanceada por muchos años.

A pesar de esta iniciación por todo lo alto, mi paladar no se elogiaba cuando el plato presentaba verduras o pescado. La verdadera finura de mi paladar surge con los años y los viajes. Fui una terrible comedora siempre. Malcriada y consentida. Sin embargo, papá y mamá me obligaban a probar de todo. Por eso eran los espectáculos de golpes de cabeza contra el piso. Por la lengua en salsa o las vainitas con ajo. Por el bacalao al pilpil o las acelgas al vapor. ¡Qué amargos fueron esos años de entrenamiento gastronómico! No obstante insistían en el esfuerzo de educar mis gustos. Creo que sentían que mi cerebro de una u otra forma almacenaría estos sabores para algún día ansiarlos. El cambio ocurrió antes de la adolescencia. A esa edad comencé a pedir y probar los alimentos desconocidos y hubo un desfile de primeras veces interminable en mi boca. Había aprendido a comer y a disfrutar la inmensa variedad de sabores que ofrecía la gastronomía.

Al ir a los almuerzos familiares más que estar afuera con los invitados me gustaba participar en la preparación de la fiesta. Ver cómo mezclaban los ingredientes. Creo que una de mis pasiones siempre ha sido ver cómo conviven los ingredientes, escuchar las palabras entremezclarse, fusionar las imágenes, por eso cocino, escribo y tomo fotos. La reacción química que ocurre entre estos elementos es un acto de magia para mí. La emulsión entre unas yemas de huevo y la mantequilla, un verso con la noche y la luz o un charco con un edificio que dialoga con las hojas caídas y el asfalto, todo movido por el agua, es algo inexplicable, pero que me conmueve. Componer un plato, una mesa, como unas líneas o una obra es uno de mis más puros deleites. La fiesta de Babette es una de mis películas preferidas. Lo que me seduce de la misma es el festín gastronómico que presenciamos. Cómo se combinan los colores de la mesa con los platos que se colocan sobre ella. Esa armonía de sabores y olores que traspasan la pantalla y nos penetran.

Papá y mamá ambos cocinaban como los dioses. Papá amaba recortar las recetas que escribía Héctor, el chef del Picadilly Pub en Caracas y probarlas los domingos. Mamá viene con esta facilidad desde la cuna. Ser hija de vascos le da un paladar específico que la hace una de las mejores cocineras que conozco.

Lo primero que preparé en mi vida fueron unos brownies, tendría unos trece años. El chofer de mi tía rusa los hacía deliciosos y un día me dio la receta. Se me dio muy fácil y pensé que cocinar era sencillo. ¡Seguir una receta era fácil! Nunca he sido buena para seguir instrucciones, obedecer o llenar planillas, pero esta receta salió bien.

Luego quise aprender platos salados y me compré algunos libros. Papá viajaba mucho por trabajo y el destino era casi siempre Europa en especial Francia y Suiza y ¡qué bien se come en estos países! Un día le pedí si me podía traer un libro de alguno de los chefs de los restaurantes que visitaba. Ya yo hablaba francés y como premio a mi aplicada adolescencia comenzó a traerme libros de una colección entrañable, La Colección Robert Laffont. Estos hermosos volúmenes venían firmados Pour Nines, amicalment Alain Chapelle o Troisgros y así hice una vasta colección que celosamente conservo. ¡Una maravilla! Las primeras veces que traté de seguir estas recetas me encontré con un obstáculo que iba más allá de mi francés y mi incapacidad declarada para seguir listas de cosas que debo cumplir. Era que conseguir los ingredientes no era fácil o estos eran muy costosos para mi presupuesto. Convencí a papá de que fuera mi inversionista y a cambio comería sabroso, al menos diferente. Me embarqué en el proyecto e hice lomitos al strogonoff, pollos a la Kiev, pescados a la sal y soufflés. Cuando estudié en Suiza una de las materias que tomé fue cocina. El chef que dictaba las clases, Monsieur Laurré, me tomó afecto y se dedicaba a enseñarme trucos de cocina. Pronto mi confianza fue creciendo dentro de lo que puede crecer mi confianza que es como la flor Bella de las once, abre una vez al día y si no estás pendiente no ves el capullo en su esplendor. La inseguridad me persigue, sin embargo, siento que este es un ingrediente importante dentro de mi cocina y mi vida.

Cada vez que entro en la cocina, lo hago con una receta. Compro los ingredientes, pero sustituyo las carencias de inventario y pruebo. Siempre uso mi paladar para determinar si una receta está lista. Esto de inventar, crear y hacer lo que se puede en la cocina me ha enseñado que esta es la verdadera cocina, tener la capacidad de recrear un plato de acuerdo a las circunstancias o simplemente de crear una delicia por accidente. Siempre que invito a alguien a comer a mi casa les digo que nunca podré repetir esa receta. ¿Anotaste? me preguntan y digo no, para qué. Soy una insurrecta en la cocina. Transgredo las reglas culinarias, a veces con éxito otras con menos aplausos.

Para mí, cocinar es un acto de amor. Siempre digo que solo cocino cuando estoy enamorada. Esto no debe ser tan cierto porque lo hago con mucha frecuencia y ese estado de enamoramiento no lo siento de forma tan frecuente, va y viene, gracias a Dios regresa. No hubiera inventado tanto en la cocina si esto fuera totalmente verdad, pero reconozco que tengo que experimentar algún tipo de excitación para cocinar. Sea una expectativa, o una cosquilla en la barriga, algo tiene que moverme a entrar en la cocina.

Cocinar es un arte. Monet y Renoir tienen unos hermosos libros editados por La Chêne. Las obras tienen prólogos de Joël Robuchon y Pierre Troisgros, un lujo. La fotografía es del más allá. Hermosa y con ese tinte de tradición que la hace irresistible a mis ojos. Las recetas son clásicos de la cocina teñidos por los ojos de estos artistas.

Me gustan los platos con productos de mar. Uno de mis favoritos son las vieiras au beurre blanc. Recuerdo un amigo a quien le fascinaban y cuando se las hacía no paraba de alabarme. Ese hombre se lamía la boca. Cerraba los ojos como si acabara de rozar el cielo y apretaba los labios para aprisionar un gemido. Esta receta es muy sencilla, pero requiere de pericia y algunas condiciones en los ingredientes que deben ser respetadas. Hablo de temperaturas, meneadas, cortes, marinados y mezcla de sabores.

Dicen que el mejor homenaje en la cocina es repetir y sí, a quienes amamos la cocina, nos gusta ver desatada la ansiedad de nuestros comensales.

La cocina es el centro de la vida, si logras hacer algo bueno en esta te sientes el dueño del mundo, así sea por el tiempo que la comida está en la mesa. Por el estómago se conquista a la gente, dicen, pero más que por el estómago creo que es por los sabores.

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Las razones del gusto y otros textos de la literatura gastronómica, compilado por Karl Krispin, fue publicado por la Universidad Metropolitana y Cocina y Vino, en 2014.


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