I

Hace una semana asistí a la conferencia que ofreció el arquitecto José María Ezquiaga: “Nuevos paradigmas para la regeneración urbana”. Estuve a punto de no asistir. Tengo años sumido en un mismo tema que me tiene atrapado con el férreo abrazo de los amores imposibles. Intelectualmente, soy un amante abandonado. Vivo como la protagonista de aquella radionovela caraqueña que suspiraba al final de cada entrega: “¿Qué será de mí?”. No hago sino preguntarme con más aire que substancia: “¿Qué será de Venezuela?”. Son ciclos en los que pretendo tener una respuesta y siempre termino en un estado de perplejidad y postración. Le agradezco a Esteban Prieto haberme sacado de ese foso cada vez más cónico y asomarme a que existen otras pasiones y obsesiones, aparte de nuestra estirada, tirante y extenuante tragedia política. Cuando recibí su invitación me dije: “Si no voy, no me invita más”.

Apenas Ezquiaga comenzó a hablar sentí un extraño cosquilleo semejante al de un brazo que, dormido por una mala posición, comienza a despertar y lo sacudimos en el aire. Eran los giros de las compuertas en el cerebro y en el alma hacia los ámbitos de lo urbano, clausurados por demasiado tiempo.

En ese emocionante despertar, algunos términos que he escuchado y utilizado mil veces reaparecían como palabras de otro idioma que necesitamos traducir a la lengua materna. Para dar un ejemplo, oír hablar de un “centro histórico” me resultó perturbador. En ese estado de exaltación algo ingenuo imaginaba una ciudad donde la historia está confinada en un centro rodeado por una periferia sin historia y al borde de la histeria. A veces se utiliza una denominación aún más blindada: “casco histórico”. En Santo Domingo suelen llamarlo “La zona”, como si se tratara de una película de espías y hubiera que mostrar el pasaporte al entrar y al salir.

Debo añadir que el encuentro tuvo lugar en la llamada “Casa de los jesuitas”, construida en Santo Domingo por Nicolás de Ovando a inicios del siglo XVI. De manera que nos encontrábamos en el lugar de los hechos, en pleno paradigma, cobijados por altísimos techos, abrumados por lo histórico y observados por los fantasmas de aquellos jesuitas amantes de los silogismos que fueron expulsados de América en 1767. Esta condición explica por qué recuerdo la conferencia como si hubiese soñado con un mundo encantado.

II

El título de la charla también me dejó pensativo. ¿Regeneración urbana? La palabra “regeneración”, además de evocar las investigaciones del doctor Frankenstein, tiene interesantes paralelismos en otras disciplinas. En el pasaje rasante que he dado por el campo de la biología, encontré ideas muy sugerentes. Una hipótesis sostiene que “el beneficio de la regeneración debe ser superior a su costo”; otra, aún más cercana al tema de la conferencia, señala que “el mantenimiento de la regeneración se da por razones históricas: ‘la regeneración sería un carácter ancestral que no se ha perdido’”. Me gustaría extenderme más sobre esta teoría, pero es la única pista que he encontrado hasta ahora y voy a respetar la superficialidad de Google. Como dato anecdótico, agrego que, entre los vertebrados, el pez cebra es líder en posibilidades de regeneración al incluir sus aletas, médula espinal, el páncreas, la retina y hasta el corazón.

Mi verdadera inquietud transita por otros caminos: ¿por qué hablar de regenerar cuando hay tanto por generar?

Al final de la conferencia alguien se quejó de lo costoso que resulta para el ciudadano común vivir en el centro. Se aplica en este caso el dicho: “si la montaña no viene a Mahoma, Mahoma va a la montaña”.

Pareciera más sensato crear varios centros que concentrar a todos los ciudadanos en uno solo, pero crear un centro urbano, con la calidad y las bondades del centro histórico de Santo Domingo o el de Cartagena de Indias, luce tan laborioso y fantástico como crear una montaña o moverla de sitio. Hay quien los considera especies en extinción o parques temáticos para especies exóticas.

Pero no se trata de reproducir lo histórico, sino de darle continuidad, evolución, ante nuevos retos y posibilidades. Emil Cioran propone que si bien el hombre hace la historia, la historia tiende a deshacerlo. Somos autores de la historia y objeto de ella, agentes y víctimas. Unas veces pensamos que la dominamos, otras que se nos escapa y se “expande en lo insoluble y lo intolerable”. Considerar irrepetibles los valores de una herencia urbana es inclinarse a aceptar “una epopeya demente cuyo desenlace no implica ninguna idea de finalidad”. Quizás toda generación es, inevitablemente, una regeneración.

La gran lección que nos ofrecen los centros históricos de Latinoamérica, casi todos de origen colonial, es la de representar la colosal y extensa proeza urbana de España en América. Ellos son los sobrevivientes de un concepto que se extendió desde la Patagonia hasta California. Lo que hoy nos parece imposible repetir era parte de un práctico y exitoso sistema de repetición.

Cuando nos asomamos a las ordenanzas para nuevas poblaciones de Felipe II, redactadas en 1573 y tituladas: “El orden que se ha de tener en descubrir y poblar”, nos preguntamos cómo darle vigencia y armonía a una manera ordenada de poblar. Mucho se ha perdido en el transcurrir de medio milenio. El caso Venezuela es abrumador. Solo el 3% de las poblaciones venezolanas han sido fundadas después de la Independencia. Esto quiere decir que más del 90% de los pueblos y ciudades partieron de un centro, de un embrión y de un orden colonial. La receta urbana para poblar los territorios conquistados no solo fue exitosa, además está presente, y no de una manera arqueológica y remota, sino vigente y latente en calles, cuadras y plazas. Es una lección imposible tanto de evadir como de imitar. Este es el tema central y en él quiero insistir: necesitamos centros con la misma capacidad de orden y convocatoria que abran nuevos capítulos en la historia de los asentamientos humanos. Nos interesa, aún más que las soluciones encontradas, lo que se buscaba conseguir con ellas.

Dice el poeta rumano, Nichita Stănescu, que la gran lección de saber sumar uno más uno, no radica en que el resultado sea dos, sino en el hecho de que sea posible sumar uno más uno.

III

Lo que más me conmovió de la conferencia de Ezquiaga fue la obertura y un adagio al cierre. No pretendo repetir sus palabras exactas, sino transmitir las ondas que aún recorren mi espinazo. Ezquiaga comenzó planteando que una propuesta urbana tendrá alcance y continuidad en la medida en que sea capaz de crear una narrativa compartida, un relato conjugado en la primera persona del plural. Ese “nosotros estamos haciendo”, capaz de incluir a los planificadores, los políticos, los comerciantes, los inversionistas, los ciudadanos y hasta algún turista, es la clave para que un proyecto genere la transformación integral de una ciudad. Barcelona es un ejemplo ya clásico, ayudada por el entusiasmo de las Olimpíadas. Medellín ha vivido los cambios más dramáticos y emocionantes con el trasfondo del narcotráfico, una narración con valores universales que podría titularse “De la violencia de Pablo Escobar a la ciudadanía de Sergio Fajardo”. Lo que aconteció en Barcelona y Medellín da gusto contarlo y son modelos y referencias para la humanidad.

“Narrar” tiene que ver en sus orígenes latinos con “hacerlo a uno conocedor”, y conste que no es igual un pasivo conocer a ser un militante conocedor. Varrón en su libro De lingua latina, escrito en tiempos de Julio César, nos explica que “narrar” también proviene de narus, “corriente” en latín, e insiste en el punto: “Narro cuando pongo a otra persona al corriente; de aquí proviene narración”. Volviendo a la recomendación de Ezquiaga de lograr una narrativa compartida, podemos imaginar que lo ideal es navegar juntos en una misma corriente sabiendo todos a dónde nos dirigimos. Recordemos la frase de Séneca: “No hay viento favorable para el que no sabe a qué puerto se dirige”.

Estas maravillosas posibilidades de la narrativa tienen vigencia no solo en los planes, proyectos y anhelos urbanos, también puede escribirse y leerse en la ciudad realizada, construida, recorrida. La arquitectura y el urbanismo son lenguajes donde se puede disfrutar lo que propone Varrón para el arte de narrar: “Se trata de palabras que pertenecen al campo de la acción, o están conectadas a ideas temporales”.

La ciudad es un texto que vamos leyendo al movernos por ella. Esta oportunidad, este reto, este prodigio, este viaje, requiere de la morfología y la sintaxis, la tensión y las expectativas, las sorpresas y las revelaciones, que nos ofrece una buena novela, definida por Stendhal como un espejo que se mueve a lo largo de un camino.

Los arquitectos estamos bien encaminados pero algo incompletos si tomamos en cuenta solo los seis componentes de la arquitectura que propone Vitruvio: orden, disposición, euritmia, simetría, decoro y distribución. Esta media docena parece referirse a una ciudad sin recorridos, sin devenir, sin diálogos entre sus edificios, sin drama. La simetría, por ejemplo, parece exigirnos un punto de vista y no sugiere espectadores en continuo movimiento.

Para escribir y leer el texto de la ciudad vienen bien los componentes que propuso Aristóteles para el teatro tres siglos y medio antes de Vitruvio (¿será casualidad que también sean seis?). El más sugerente y fundamental, tanto para el teatro como para el urbanismo, es la trama o el arreglo de los incidentes con sus diferentes posibilidades, como la “peripecia”, que es el cambio de acción en sentido contrario, y la “agnición”, que es el paso de la ignorancia al conocimiento. Los otros cinco componentes son igual de estimulantes. Confieso que voy a describirlos arrimando sus significados al potencial de las ciudades.

El carácter o la habilidad para reflejar que se ha ejercido una elección y tomado un rumbo definido.

La dicción o la manera en que un pensamiento se convierte en algo comunicable, comprensible.

La expresión o la capacidad de relacionar los pensamientos y las circunstancias; digamos que cada circunstancia debe obedecer a un pensamiento y cada pensamiento estar representado por una circunstancia.

El espectáculo, que incluye la escenografía y los efectos espectaculares.

La música, un arte que parece aupar el arrebato y el delirio, pero en realidad lo domestica con el ritmo, las secuencias y los silencios. La frase de Goethe, “La arquitectura es música congelada”, puede invertirse: “El teatro es música descongelada”.

Estos elementos que propone Aristóteles insinúan, en oposición a los de Vitruvio, movimiento, transformaciones, recorridos, expectativas, dudas, afirmaciones, revelaciones y tensiones. Hay algo de arquitectura pero narrado y descrito de una manera más fluida y penetrante. El mismo Vitruvio se maravillaba con los efectos del teatro en la audiencia: “Los espectadores cautivados por el interés e inmovilizados por el gusto de la representación, tienen abiertos a causa de la quietud todos los poros de su cuerpo”. En el teatro de la ciudad la audiencia pasa poco tiempo sentada.

Los traductores de Aristóteles al inglés prefieren el universal y popular “plot” para hablar de trama. Esa serie de puntos que van formando una figura nos señala que un edificio debe ser concebido como parte de una secuencia, y que una plaza adquiere sentido cuando es parte de un recorrido, de una corriente que nos atrae y nos conduce.

El escenario que la ciudad propone al caminante no es solo de calles y edificios, existe también una secuencia de eventos e incidentes. El caminante avanza por una arquitectura y al mismo tiempo por un teatro, así la trama del espacio se va integrando a los ritmos del tiempo, a eso que Varrón llama “los campos de la acción”.

IV

Esta fusión se percibe a una escala geográfica en uno de los ejemplos que presentó Ezquiaga. El paseo a lo largo del río Manzanares, llamado “Madrid Río”, sobrepasa las dimensiones de un teatro y se acerca a las de una ópera semejante a las imaginadas por Alexander Scriabin. El compositor ruso murió escribiendo Misterium, una obra en la que no habría un solo espectador. Todos los asistentes participarían en la formación de una inmensa orquesta con varios coros, grupos de bailarines y procesiones bajo chorros de incienso y neblina, continuos cambios de atmósfera, de iluminación y arquitectura. El evento duraría una semana y tendría lugar en las estribaciones del Himalaya, culminando con el fin del mundo y la aparición de una nueva raza más noble.

Los efectos del paseo “Madrid Río” no son tan apocalípticos pero sí más permanentes. Decía Octavio Paz que la geografía es la madre de la historia, pero, en el caso de Madrid, entiendo que su origen fue un parto determinado por coordenadas que buscaban una centralidad y no tanto por recursos geográficos notables, así que el primer gran logro del proyecto a lo largo del Manzanares ha sido darle a la ciudad una conciencia geográfica al revelarle el potencial urbano de su río. En ese paseo todo espectador es un participante y los cambios de perspectiva y atmósfera son múltiples mientras se van sumando en una experiencia única y unificante.

Yo amo tan locamente a Barcelona que he decidido detestar a Madrid. La última vez que fui le dije a mi esposa mientras paseábamos a lo largo del río:

―Vámonos mañana… esta ciudad está empezando a gustarme.

V

Al final de la charla, Ezquiaga quiso despedirnos con sosiego y utilizó el tempo de un adagio para describir las posibilidades de dejar de hacer y respetar lo que existe.

En las colinas que se encuentran al sureste de Segovia se cultiva trigo. Ezquiaga y su equipo fueron llamados para evaluar qué hacer en estos terrenos. Las posibilidades iban desde edificios de vivienda hasta campos de golf. Ezquiaga sugirió, y gracias a Dios le hicieron caso, la solución más milenaria y comprobada: campos de trigo. Las ciudades no solo necesitan ser bellas, también les viene bien estar rodeadas de paz y belleza.

Meses antes, yo había estado caminando por los lados de la muralla que dan a esas mismas vistas y me había preguntado qué ocurría en unas amables colinas doradas que brillaban con el atardecer. Había sentido el embrujo de una narrativa, el estupor de interrogarme sin hallar respuestas, de sentir cómo el tiempo y el espacio, la geografía y la historia, se convertían en un mismo infinito. De manera que estoy doblemente agradecido al arquitecto Ezquiaga, tanto por la conferencia en la Casa de los Jesuitas como por aquel inolvidable paseo alrededor de Segovia.

Al final me acerqué a saludarlo. Yo tenía y tengo ardientes deseos de volver a Venezuela y comenzar a trabajar en el futuro de sus ciudades. Esa noche estuve a punto de cantar: “Río Manzanares déjame pasar, que mi madre enferma me mandó a llamar”. Y no me refiero a Madrid ni a Cumaná, sino a Caracas, la única madre que me queda. Sentí que ese despertar y ese impulso se lo debía a Ezquiaga. Lo felicité y le confesé mi envidia:

―¡Qué suerte tienes! Pasear por el mundo, conocer ciudades, pensar en ellas y proponer ideas.

Supongo que había tenido un día arduo con talleres de trabajos sobre la regeneración del casco colonial (“La zona” no es un territorio fácil), porque me dijo con ganas de irse a descansar al hotel:

―Si supieras.

Apostilla

En Caracas hay buenos ejemplos de creación y regeneración de centros urbanos.

Mi favorito absoluto es la plaza Los Palos Grandes, que no es solo para los grandes. Es una fórmula que puede reproducirse hasta conformar un tejido de plazas.

Hay un par de centros que nacieron gradualmente y un poco escondidos, pero tienen un gran poder de convocatoria y mucho espíritu. Son las tabaqueras de la Trinidad y Los Galpones de Los Chorros.

En Chacao crearon un sistema de pequeñas plazas y aceras anchas que es una lección de lo posible y lo realizable. Creo que le encantaría a Aristóteles ese ensamblaje de episodios.

El bulevar Sabana Grande con la plaza Chacaíto sigue ofreciendo un eje y una sucesión de eventos que podría extenderse desde la plaza de Petare hasta el bulevar de Catia.


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