Por ANÍBAL ROMERO

6. Recapitulación y consideraciones finales

La Ilíada de Homero es una luminosa indagación sobre la experiencia humana, situada en el marco de una situación extrema: la guerra. El poema no presenta respuestas definitivas a los dilemas y desafíos que expone, dilemas que son parte fundamental de la naturaleza humana enfrentada a su incierto destino. Homero plantea temas y posibilidades en el camino de descifrar nuestros anhelos y cometidos, mostrando la complejidad de nuestra frágil existencia sumida en el devenir de los eventos.

He procurado articular una lectura de la obra que resalte su proximidad a lo que somos, enfatizando que en no poca medida podemos reconocernos en los personajes homéricos, pues sabemos lo que significa, en medio de avances y retrocesos, la condición humana.

En consecuencia, lo que he descubierto como lector de la obra hace que me desconcierten opiniones como las siguientes, provenientes en este caso de una gran novela de Marcel Proust: “Las gentes de los tiempos pasados nos parecen infinitamente lejos de nosotros. No nos atrevemos a suponerles intenciones profundas más allá de lo que expresan formalmente; nos quedamos pasmados cuando encontramos un sentimiento aproximadamente semejante a los que experimentamos nosotros en un héroe de Homero…” (1).

Por el contrario, lo que encuentro en las páginas de la Ilíada es una constante reafirmación de lo cercano a nosotros que se halla ese estupendo relato.

Los personajes descritos por Homero son individuos concretos, no abstracciones diseñadas para demostrar algún principio moral, religioso o político. Son individuos que, como casi siempre en la vida, ponen de manifiesto una multiplicidad de rasgos y características, no están encerrados en asfixiantes prisiones y su conducta se abre con frecuencia a diversas opciones. Tal vez el único entre los principales protagonistas de la obra que responde a un estrecho estereotipo, y cuya conducta marcha sobre una ruta unidimensional, es Paris, un astuto seductor, un frío calculador e indeclinable egoísta, que a pesar de todo no siempre es un cobarde. Su pasión por Helena desata eventos cuyas implicaciones Paris jamás parece comprender, dada la avasallante envergadura del conflicto.

Una visión no muy distante a la expuesta en la novela de Proust, está representada por los intentos de idealización de la Grecia Antigua, que declaran toparse en la épica homérica con una especie de versión del paraíso perdido, con una “totalidad espontánea del ser”, con una instancia vital llena de sentido donde la condición humana se halla en perfecto acuerdo con su entorno espiritual (2). Algunos autores han llegado a afirmar que “la sociedad homérica era una sociedad feliz, pues nunca tuvo que hacer frente a la angustia que produce la asunción de la propia responsabilidad” (3).

Semejante aseveración me parece aventurada. La Ilíada en su conjunto, y numerosos episodios específicos del poema, refutan ese tipo de opiniones. La sociedad homérica no era feliz ni infeliz de un modo general, o mejor dicho, lo era tanto o tan poco como la mayoría de las sociedades humanas. Solo de los individuos puede afirmarse que son felices o infelices, y ello no resulta fácil, pues la felicidad es un estado que cada quien concibe a su manera. El poema de Homero nos revela individuos que confrontan las incógnitas de lo que significa ser humanos, dando cara a un destino incierto. La angustia, el desamparo, la duda, y también el arrojo para tomar decisiones difíciles y soportar sus consecuencias, son parte de sus vidas, así como efímeras pero reales alegrías.

Uno de esos individuos es Héctor, protagonista fundamental de la Ilíada, que también ha sido sometido a interpretaciones que no evidencian su patente complejidad vital.

Si queremos mostrar la zozobra existencial y sentido de la propia responsabilidad presentes en la Ilíada, pocos pasajes más elocuentes que uno del Canto XXII, en el que Héctor se debate entre disputar a muerte con Aquiles o más bien negociar con el guerrero aqueo. Con suma destreza Homero dibuja la lucha interior del caudillo troyano, la tensión creciente entre su temor a ser vencido y perecer y su angustia ante la perspectiva de que su imagen heroica quede en entredicho.

Dice el troyano: “¿Y si deposito en el suelo mi abollonado escudo y mi macizo casco, y dejando apoyada mi lanza en el muro, acudo en persona en presencia del irreprochable Aquiles y le prometo entregarle a Helena a los atridas (Menelao y Agamenón) pues fue ella el origen de la contienda…?”. Pero de inmediato Héctor vuelve atrás con estas preguntas y cavilaciones: “Pero, ¿por qué mi querido ánimo discute estas cosas conmigo? ¡No, no sea que vaya a su encuentro y él no tenga piedad de mí ni respeto y me mate al encontrarme indefenso…! ¡Mejor será que nos trabemos en combate lo antes posible…!” (4).

Me parece palpable que Héctor proyecta ansiedad y aflicción, así como sentido de responsabilidad por sus actos y sus posibles consecuencias.

El poema nos muestra a Héctor como un individuo que transita a través de los planos del esposo leal, padre amoroso y patriota comprometido, hasta el de combatiente despiadado, dominado por una violencia incontrolable. Héctor se convierte entonces en un guerrero feroz, que “no respeta ni a hombres ni a dioses, pues un poderoso delirio se ha apoderado de él”. Sufre también momentos de cobardía y comete serios errores militares (5). En síntesis, a Héctor le sobreviene lo que a muchos otros hombres y mujeres colocados en circunstancias similares a las suyas, que en ocasiones se comportan como extraviados en medio del fragor de un conflicto total.

Por ello, interpretaciones que no por hermosas dejan de ser demasiado indiferenciadas, y que argumentan –por ejemplo– que Héctor es “el guardián de las felicidades perecederas” (6), deben tomarse como apreciaciones valiosas, que exigen no obstante ser ubicadas en un contexto amplio, capaz de presentarnos una pintura más colmada del individuo. Héctor era eso: centinela de felicidades perecederas, y también mucho más. A través de este personaje de su obra, Homero retrata la vida dentro y fuera de las murallas de Troya, y describe la existencia familiar de un hombre apegado a su esposa e hijo así como la de un guerrero en cuyo hogar, un buen día, alistan un baño caliente para que se relaje al retornar de la batalla. En otros momentos Héctor se transforma en un ser sanguinario, dispuesto a profanar el cadáver de Patroclo, a quien recién había matado: “es sobre todo el glorioso Héctor quien arde en deseos de llevárselo a rastras, pues su ánimo le empuja a cortarle de un tajo su tierno cuello y clavar su cabeza en lo alto de la empalizada!” (7).

No solo ciertas figuras de la Ilíada, en particular Helena, Aquiles y Héctor, han sido objeto de interpretaciones que limitan su verdadero alcance; el poema en su conjunto recibe a veces un tratamiento que sin dejar de ser correcto dentro de sus confines, restringe el territorio que Homero abarca.

Un caso interesante, precisamente por el brillo de su texto, es el ensayo de Simone Weil, “La Ilíada o el poema de la fuerza”, en el que la distinguida autora francesa argumenta que: “El verdadero héroe, el verdadero tema, el centro de la Ilíada es la fuerza. La fuerza manejada por los hombres, la fuerza que somete a los hombres, la fuerza ante la cual la carne de los hombres se crispa” (8). Pienso más bien que la Ilíada tiene unos cuantos “centros”, y que si vamos a destacar uno solo de ellos este tendría de ser la guerra, que incluye la fuerza pero no se agota en ella. También sobresalen en el poema la pasión erótica y sus efectos múltiples (Helena y Paris), la soberbia que obnubila mente y acción (Aquiles y áte), la arrogancia que ciega y siembra errores (Agamenón), el liderazgo basado en la lealtad y la solidaridad (Héctor y Patroclo), la tensa y oscilante relación entre dioses y hombres y entre necesidad y libertad, la hegemonía de las pasiones sobre la razón y la escalada de la violencia, entre otros tópicos primordiales.

Resultaría frívolo contrastar desfavorablemente las atrocidades de la guerra de Troya y las presuntas conquistas civilizatorias de nuestra modernidad, ya que solo ayer –en términos históricos–, durante el siglo que concluyó y aún en nuestros días, la humanidad fue y es partícipe y testigo de crímenes en masa. Lo menciono para apuntar que así como no debemos buscar un paraíso perdido en la Grecia Antigua, tampoco es razonable minimizar sus logros en diversos ámbitos del espíritu humano. No hubo utopía durante ese pasado, no la hay ahora en parte alguna, y seguramente jamás la habrá.

La idealización del tiempo homérico responde a una tendencia que no es nueva, que renace a lo largo de la historia de Occidente, que pareciera responder a la necesidad de creer que alguna vez existió algo mejor, una unidad armónica entre el ser humano y su entorno material y espiritual, y que esa quimera debería cristalizar de nuevo (9). Pero tales especulaciones no responden a una consideración objetiva y desapasionada de los seres humanos y sus hechos, y ciertamente Homero no pretendió mostrar algo así en su obra.

Otro asunto a tomar en cuenta es la apreciación de los valores legítimos que heredamos de la Grecia Antigua. Entre esos logros se destacan la libertad individual y la democracia, sujetas a las condiciones propias de esa época, pero aún hoy reconocibles en su mérito y vigencia. La democracia es una conquista griega, y como apunta Kenneth Dover, esa práctica de la libertad fue consecuencia lógica de la irreverencia, de la disposición de los griegos a cuestionar las opiniones y poderes establecidos, a especular, a discutir, a usar su imaginación y decir “esto es lo que yo pienso y estas son las razones por las que pienso de ese modo” (10).

Un pasaje del Canto II del poema expone de manera un tanto humorística y sarcástica, pero llena de sentido, esa libertad de pensamiento que nos legó Grecia, y que ya existía en los remotos tiempos que dibuja Homero. Me refiero al episodio de la asamblea aquea en la que un hombre humilde, representante del pueblo llano, un soldado raso, excéntrico tal vez pero en sus cabales, el “lenguaraz Tersites”, cuestiona al poderoso Agamenón y juzga críticamente sus motivaciones y actos, clamando contra los abusos de autoridad (11). Percibo esta escena como una magnífica glosa de la democracia entre los griegos. La base de la democracia griega era un sentido de libertad individual, que se sostenía a pesar de las calamidades del conflicto total que narra Homero.

En este orden de ideas, quiero citar de nuevo a T.E. Lawrence (12), pues su notable libro, Los siete pilares de la sabiduría –una épica moderna– contiene un conjunto de lúcidos pasajes sobre los rasgos espirituales de los guerreros beduinos, junto a los que Lawrence luchó hombro con hombro, rasgos que les diferencian de manera aleccionadora con los griegos homéricos. Escribe Lawrence que los combatientes árabes “no tenían medias tintas en su visión… Eran un pueblo dogmático que despreciaba la duda, nuestra moderna corona de espinas. No comprendían nuestras dificultades metafísicas, nuestras interrogaciones introspectivas. Conocían solamente la verdad y la falsedad, la creencia y la incredulidad, sin nuestra vacilante comitiva de matices… aceptaron el don de la vida sin preguntar nada, como algo axiomático… El suicidio era imposible y la muerte no era lamentable” (13).

Esta reseña de hombres valerosos contrasta sin embargo con actitudes muy extendidas entre los personajes homéricos, y las diferencias aclaran peculiaridades de la libertad griega. Me refiero a la propensión griega a hacerse preguntas, a dudar, a expresar opiniones divergentes con relación a lo que prevalece y es comúnmente admitido. Ese sentido de libertad incorporaba entre los griegos el suicidio individual y colectivo como una opción existencial, sin que ello implicase desprecio a la muerte. Y a diferencia de los guerreros beduinos descritos por Lawrence, los griegos aceptaban la muerte como un fin definitivo, pero lamentándola, a causa de su amor a la vida y sus infrecuentes, caprichosos y ansiados deleites (14).

Esta serena admisión de lo inevitable, esta honda comprensión de que el verdadero misterio de la vida es que de hecho existe y se acaba sin más, recorre la Ilíada y la revela a plenitud.

Homero culmina su gran épica con los funerales de Héctor. La muerte del centinela de Troya despliega sombras ominosas sobre la ciudad sitiada. Andrómaca, la esposa del caudillo troyano, expresa el pánico que se apodera de todos: “esta ciudad caerá arrasada hasta sus cimientos, pues tú, que eras su protector… has perecido”. Luego Hécuba, madre de Héctor, exterioriza su lamento por el hijo muerto; y, finalmente, Helena manifiesta ante el cadáver que “jamás oí de tus labios una mala palabra o un desprecio… Por eso, con el corazón afligido lloro por ti a la vez que por mi desventurada persona, pues ya no me queda nadie en la ancha Troya que sea tierno y amable conmigo, puesto que todos me aborrecen”. A continuación, “sus hermanos y compañeros de armas recogieron entre lamentos los blancos huesos, mientras unas gruesas lágrimas corrían por sus mejillas…” (15).

El fin de Héctor anuncia el de su gente, que de acuerdo con la tradición tiene lugar poco después.

La Ilíada es un supremo logro literario que nos enseña mucho sobre la guerra, sus orígenes, vicisitudes y consecuencias. La lectura de la obra no deja dudas acerca de la opinión de Homero: por un lado, entiende y acepta la guerra como parte de lo humano, pero por otro sabe que la guerra es aciaga, cruel, aterradora e “insaciable” (16). Puede que sea en ocasiones necesaria, y de hecho personalmente pienso que es así; pero como nos recuerda Homero en el Canto XIII: “Un hombre de corazón audaz tendría que ser” aquel que se alegrara de contemplar la guerra, “y no se apenara” (17).

Con estas palabras del poeta, llenas de auténtica y conmovedora compasión por el dolor humano, confío conducir a buen término mis reflexiones sobre la Ilíada.

Marzo-Mayo 2019

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Notas

(1) Marcel Proust, El mundo de Guermantes (Madrid: Alianza Editorial, 2005), p. 521. Véase también: Jasper Griffin, Homer (Oxford: Oxford University Press, 1980), p. 77.

(2) Véase: Georg Lukács, The Theory of the Novel (London: The Merlin Press, 1988), pp. 29-33. También sobre este punto: Friedrich Schiller, Cartas sobre la educación estética de la humanidad (Barcelona: Editorial Alcantilado, 2018), pp. 25-27.

(3) Bernardo Souvirón, Hijos de Homero (Madrid: Alianza Editorial, 2008), p. 340.

(4) Homero, Ilíada (Madrid: Alianza Editorial, 2016), pp. 619-620.

(5) Ibid., pp. 224-226, 240, 279, 485, 536-537.

(6) Rachel Bespaloff, De la Ilíada (Barcelona: Editorial Minúscula, 2009), p. 7.

(7) Ilíada, pp. 499, 532, 632.

(8) Simone Weil, “La Ilíada o el poema de la fuerza”, en: La fuente griega (Buenos Aires: Editorial Suramericana, 1961), p. 13.

(9) Véase sobre este punto: Bernard Williams, Shame and Necessity (Berkeley: University of California Press, 1994), pp. 166-167.

(10) Kenneth Dover, The Greeks (London: BBC, 1980), pp. 10-11.

(11) Ilíada, pp. 105-108.

(12) Cité el libro de Lawrence en la sección # 3 de estas “Reflexiones”.

(13) T.E. Lawrence, Los siete pilares de la sabiduría (Buenos Aires: Editorial SUR, 1944), pp. 38-39.

(14) Acerca del suicidio y los griegos, véase: Jacob Burckhardt, The Greeks and Greek Civilization (NY: Saint Martin’s Griffin, 1998), p. 117; C. Alexander, La guerra que mató a Aquiles (Barcelona: Editorial Alcantilado, 2015), p. 256.

(15) Ilíada, pp. 703-705.

(16) Ibid., p. 206.

(17) Ibid., p. 389.


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