No recuerdo si fue en octubre o en noviembre de mediados de los años ochenta cuando Vasco Szinetar me invitó a conocer al poeta Heberto Padilla. Días antes había tenido una seria discusión con Vasco y él atajó la refriega con esta frase: “Cómo puedes molestarte conmigo si yo te presenté a Ungaretti”. Era verdad, me había prestado la traducción que hiciera Rodolfo Alonso del poeta de Alejandría, y para colmo también me prestó dos libros del poeta cubano Heberto Padilla, cuyas copias conservo y me siguen pareciendo libros ejemplares, me refiero a: Fuera del juego (1969) y Provocaciones (1972).

Pero aquella media mañana, Vasco Szinetar me quería presentar a Padilla, y óigase, lo digo bien, a Padilla, al poeta del caso Padilla. Aquel poeta que perdió triste e involuntariamente su nombre propio para convertirse en un “caso” en las oficinas de la Seguridad del Estado Cubano (G2). Allí lo persuadieron de sus “errores”, al escribir esos lúcidos y directos poemas desnudando con certeza las burdas estrategias de los héroes comunistas y sus sueños perdidos e irrealizables. Lo del caso Padilla fue como atrapar a un tigre de bengala y practicarle una lobotomía.

Así que, aquella mañana, minutos antes de la llegada de Vasco, pude cruzar algunas frases con el poeta cubano quien me aseguraba que al salir de La Habana había preferido ir a Nueva York o a Madrid, en lugar de aterrizar en Miami: ―Quería huir del odio (me dijo). Sus palabras me conmovieron. Total, debía huir de aquella isla, y no quería quedar atrapado en emociones negativas.

Las dictaduras siempre se permiten ese lujo imperial de exiliar a algún poeta. Al conversar sentados en el hall del hotel Monserrat, muy cerca de la plaza Altamira, me percaté que a pesar del tiempo transcurrido Padilla todavía permanecía en estado de shock. Era una situación sicológica que rozaba un cierto extrañamiento. Y no podía ser de otra manera, cualquier lector de la autocrítica pronunciada en un salón oscuro de la Unión de Escritores y Artistas de Cuba, un 27 de abril de 1971, se daría cuenta del grado de desvarío contenido en esas palabras, así como era evidente la precisa irracionalidad del Poder que conducía aquel discurso para señalar nombres de otros escritores insinuándoles una peligrosa advertencia policial. Los Seguristas son en cualquier lugar de la tierra unos villanos.

Ese texto, esa autocrítica, es la pieza central del caso Padilla, fácilmente asociable a la famosa “Oda a Stalin”, la alabanza con que Osip Mandelstam pretendía escapar de un posible fusilamiento o de la prolongación de su exilio. En sus Memorias, la esposa del poeta, Nadiezhda Mandelstam, calificó aquella “Oda” como un gesto de locura, de extrañamiento: ―Ostranenie (dijo en ruso). Recuerdo de manera especial el ensayo escrito por Coetzee sobre esta desesperada “Oda”.

Con esta autocrítica finaliza un período de la escritura de Padilla, la suya era una poesía de la crisis, del crash-utópico. En algún sentido a contracorriente del espíritu de las vanguardias. Muy parecida por otra parte al Cadenas del poema “Derrota” o de estos últimos textos breves e incisivos. Cadenas siempre ha sabido leer en el presente y renovarse. Padilla fue abatido por el “monstruo” que solo hace lo que los monstruos saben hacer, como diría Auden.

En el comunismo parecieran no tener lugar ni el poeta, ni la literatura. Hay testimonios de este prejuicio como el de Aleksander Wat en su libro Mi siglo, donde testimonia cómo la figura del poeta era considerada al margen de la milagrosa “racionalidad” destinada a convertirnos en seres definitivamente felices. Lenin, en cierta ocasión jugando ajedrez, le comentó a Máximo Gorki que el mayor aporte que podían hacer los escritores rusos a la revolución sería renunciar a la “melancolía”. Simple desprecio e ignorancia de la literatura de su país. Lo cierto es que, a pesar del reclamo de Lenin, el marxismo con el tiempo devino en una suerte de melodrama. No olvidemos que este género teatral conoció uno de sus momentos estelares luego de la Revolución francesa. Melodrama y revolución siempre han ido de la mano, y lo corroboran los intelectuales y la vanguardia literaria del culebrón chavista: aquella patética elegía escrita a la muerte del Comandante Eterno y leída una noche en la plaza Bolívar de Caracas por un poeta funcionario. Aquella lectura fue un buen ejemplo de lo que el clásico griego Teofrasto definía como Gorronería: “El gorrón es un individuo capaz de ir a pedirle un préstamo a la misma persona a la que ya ha sableado”. Eso fueron ellos: grandes sablistas.

Lo cierto es que a Padilla lo transformaron en un “caso” que contenía como si fuera una matrioska, otros “casos”: la infame carta de Julio Cortázar, el silencio de García Márquez, y de mucha de la intelectualidad latinoamericana. Hay quien habla de una supuesta ruptura a partir de este momento entre los intelectuales y la Revolución cubana, aunque lo ocurrido en realidad es que una numerosa parte de la izquierda intelectual optó con obediencia por un militarismo endógeno. El “caso Padilla” constituirá un punto de inflexión para muchos intelectuales ahora divididos en tres grupos: los que apuestan por un militarismo de izquierda, unos pocos partidarios de un militarismo de derecha y un grupo creciente que cree en la democracia como valor fundamental. Esta es una clasificación como cualquier otra, y simplemente pretende señalar la presencia del “militarismo de izquierda” asumido por intelectuales que son funcionarios de la nomenclatura o profesores en Estados Unidos, o intelectuales revolucionarios que asesoran empresas capitalistas, o proyectaban Festivales de Poesía como fue el Festival de Medellín, o publicaban ensayos en la revista ladrillo de la Casa de las Américas, u otros medios de reconocida solvencia ideológica. El libro Los caracteres de Teofrasto siempre será una buena guía para reconocer a dichos personajes.

En cuanto a Padilla, lamentablemente, se colocó su aureola (esa que se le calló a Baudelaire cruzando una calle) y escribió El hombre junto al mar (1981). Allí, sin duda, sigue estando la voz del gran artesano, pero no la del poeta que escribía de pie en las fisuras de la realidad, un hombre rebelde, el poeta de Fuera del juego y Provocaciones.


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