—Su biografía de José Antonio Páez hace patentes unas gráciles capacidades narrativas. Entre el narrador y el biógrafo, o entre el escritor y el historiador, ¿dónde se ubica?

—En lo que he hecho siempre, en la narrativa de no ficción, con algunas incursiones literarias. Lejos de mí está suponerme historiador, una profesión que respeto y admiro. Me  fundamento en quienes manejan la historiografía y sus técnicas. Yo trato de contar lo que sucedió con rigor literario, el relato es tan importante como los hechos para transmitir credibilidad y facilitar la lectura. La historia de tesis de grado y de trabajos de ascenso, escrita con los parámetros mal traducidos del Manual de Publicaciones de la American Psychological Association, además de aburrida transpira tecnicismo mecánico y poca credibilidad. Las vidas paralelas de Plutarco y la Historia de la decadencia y caída del imperio romano de Edward Gibbon habrían pasado inadvertidas si las hubiesen escrito siguiendo las directrices del manual de marras. No solo vuelven tediosos los textos, sino que tanto presunto rigor despierta sospechas. ¿Por qué tanta atención al tamaño de los márgenes de la hoja?

—La vida narrada de José Antonio Páez parece más la de un personaje de ficción que la de un hombre real. De hecho, resulta asombroso que no haya muerto en alguna batalla. ¿Podría contarnos cuáles fueron sus fuentes y métodos para evitar que el Páez del imaginario derrotara al Páez real?

—Páez conoció dolorosas derrotas y traiciones. No murió en una batalla porque era un hábil guerrero y mejor jinete, además de muy valiente. Quería mucho a sus caballos, aunque ya mayor se cayó de uno en un desfile en Nueva York y tuvo que usar bastón el resto de su vida. Nada fue más humillante para el héroe de las Queseras del Medio y de tantas batallas contra los realistas que ser trasladado en una jaula desde Valencia hasta Caracas por orden de José Tadeo a quien había propuesto como presidente de la república. El pueblo que independizó lo insultó y escupió a lo largo de todo el trayecto. Es una historia que no se enseña en la escuela, se refiere a conductas sociológicas que no hemos estudiado con profundidad y rigor. Cuando empecé a investigar, a leer y a comparar, mi conocimiento sobre Páez era minúsculo, superficial. Su autobiografía y los muchos libros que consulté en la Librería del Congreso de Washington y los que me prestaron los amigos me permitieron entender al hombre-guerrero que en los años finales de su vida, con su francés de autodidacta, tradujo y comentó las ideas estratégicas de Napoleón Bonaparte. Nunca me gustó Venezuela heroica de Eduardo Blanco, demasiado empalagosa e irreal. Con Blanco y los otros de su estilo los patriotas de la Independencia fueron convertidos en dioses o semidioses y hasta se ha gestado un culto al Libertador, al que se ha incorporado Ezequiel Zamora, más por su consigna afortunada –“hombres libres, tierras libres”– que por un exitoso plan de gobierno. Tanto pedestal y tanto olivo fatuo hacen mucho daño. La historia que aprenden nuestros muchachos es cada vez más un cuento irreal, fantasía hollywoodense. No en­tendemos el presente por desconocimien­to absoluto y vergonzoso del pasado. Pareciera que se hubiera gestado una conspiración para hacer de los próceres santurrones inmaculados, aislados de la realidad, sin imper­feccio­nes, sin dudas, sin equivoca­ciones ni trazas humanas. Y eso nos ha hecho mucho daño, tanto engaño e irrealidad nos ha minado el sentido de pertenencia. No nos identificamos con tanto engolamiento y tantas frases trascendentales y perfectas que, no cabe duda, fueron inventadas, editadas y maquillada. ¿“Vuelva caras” o “Vuelva, carajo”? Mientras, en la realidad, han vuelto las hordas de Boves, ahora con motocicletas y fusiles automáticos de fabricación rusa.

—En pocas, pero contundentes líneas, usted habla de la violencia extrema que tuvo lugar durante la Guerra de Independencia. Incluso utiliza la expresión “guerra de exterminio”. ¿Podría hablar del alcance que tuvo esa violencia?

—El decreto de guerra a muerte no fue una fanfarronada de Simón Antonio de la Santísima Trinidad Bolívar Palacios y Blanco, sino la peor decisión que tomó en su vida militar. Antes que cuestionarla y tratar de aprender de ese grave error táctico, ético y moral, se le ha tratado de enterrar, de quitarle importancia. Lo peor es que se ha pretendido justificarla y hasta aplaudirla. Sacrificar a la mitad de un país para beneficiar la otra mitad no tiene justificación, pero por muchos años se ha visto como lo normal y justo. ¿Por qué deben morir unos y otros no? La Independencia de Venezuela fue la más cruenta del continente. En 10 años murieron más de 250.000 personas, un tercio de la población de entonces; pero en la guerra federal, que duró 5 años y unos meses, los muertos fueron más de 300.000. Una degollina. Bastaba ser blanco y saber leer y escribir para que algún “iluminado” los matara a machetazos y cogotazos. Esos demonios que se soltaron en la Guerra de Independencia anduvieron libres mucho tiempo y algunos se mantienen activos en pleno siglo XXI, en bolsones ahistóricos que reaparecen en cualquier bocacalle.

—Quiero pedirle que hable de Páez en los momentos decisivos. Usted sugiere varios: cuando se somete al mando de Bolívar; cuando se convierte en el hombre-convergencia de los intereses que coincidían en el objetivo de separar a Venezuela de Colombia; cuando entregó a José Dionisio Cisneros a un Consejo de Guerra; cuando nombra a José María Vargas prefecto del departamento de Venezuela de la Gran Colombia; cuando indulta a Monagas; y muchas otras. ¿Cómo decidía Páez? ¿Era un pragmático? ¿Un hombre apegado a ciertos principios?

—Era un hombre de su tiempo. Consultaba y decidía. Le gustaba cantar ópera y jugar gallos, pero también salir a galopar por la sabana infinita y caliente. La perdición de Páez fueron los asesores y los aprovechadores, aunque también tuvo enemigos muy particulares como Antonio Leocadio Guzmán y José Tadeo Monagas, que no pasaron a la historia por su benevolencia y nobleza, sino por su carencia de escrúpulos y sus ambiciones superlativas. Páez, el más civil y civilizado de los presidentes venezolanos del siglo XIX, con excepción de José María Vargas, cuyo nombre quieren borrar los Carujos del siglo XXI y llamar La Guaira a su tierra natal. Las masas como en los tiempos actuales también eran engatusadas. En la madrugada del 2 de septiembre de 1846, se alzó Francisco Rangel en nombre del candidato liberal Antonio Leocadio Guzmán. Sus hombres, después de saquear varias casas en Güigüe, se dirigieron a la hacienda de Ángel Quintero en Yuma, asesinaron al mayordomo, golpearon al suegro y amenazaron con matar a su esposa e hijos si no daban vivas a Guzmán. Antes de incendiar la casa, la saquearon y se llevaron las bestias. El indio Rangel era un beodo desalmado que iba dejando tragedia y sangre por donde pasaba. La situación del país no podía ser más peligrosa. Se corrió la voz de que bajo la presidencia de Guzmán se repartirían los bienes y las tierras de los ricos entre los pobres, que se libertarían los esclavos, regalarían el dinero de los bancos y se acabarían los impuestos nacionales y municipales. Muchos incautos se figuraron que esos “derechos” debían conquistarse sin dilación alguna. Páez, deseoso de prestar sus servicios a la patria, aceptó el nombramiento de general en jefe del Ejército y, a pesar del mal estado de salud, reunió sus peones y salió en persecución de los malhechores. En Magdaleno, casi lo matan de un trabucazo que le dispararon a boca de jarro desde una ventana. Páez tenía conciencia de patria, de la necesidad de construir y respetar las instituciones. A Vargas lo nombra prefecto con una finalidad muy específica: formar la Sociedad de Amigos del País y promover los progresos de la agricultura, el comercio, las artes, los oficios y la instrucción pública, además de fomentar la inmigración. Congregó una élite intelectual, social, económica y política deseosa de expandir las bondades de la vida civilizada.

—Entre las reacciones al indulto a Monagas está la de Antonio Leocadio Guzmán, que acusó a Páez de imponer su poder moral sobre el poder constitucional. ¿Páez fue referente moral en su tiempo? Si lo fue, ¿en qué se basaba ese reconocimiento moral?

—Guzmán podía acusar a sus enemigos hasta de ser honrados. No tenía límites. Entonces el poder moral de Páez era estar al lado de la Constitución que condenaba a muerte a los insurrectos, el caso de Guzmán. A Vargas debieron apoyarlo quienes con su votos lo impusieron como presidente, pero lo dejaron a la deriva sabiendo que había aceptado el cargo contra su voluntad. En ese momento político no bastaba probidad y los conocimientos científicos para gobernar, sino que había que saber ganar aliados e imponerse con carácter.  El proyecto de país enunciado en la Constitución no había podido imponerse, el país estaba demasiado inmaduro y los militares tenían prisa en cobrar sus hazañas independentistas. La debilidad del Poder Ejecutivo apresuró la aventura militarista, el golpismo que nos ha acompañado desde entonces. Sobraban intereses menudos y faltaban acuerdos mínimos de convivencia política y social. La impaciencia de cada sector por imponer sus ideas, bárbaras o sublimes, por las buenas o por la fuerza, aunada con la precariedad económica, más la ambición irresponsable de Antonio Leocadio Guzmán impidieron que se afinara la institucionalidad. Fue una frustración colectiva, no una responsabilidad individual de Páez.

—Páez siempre volvía. Volvía a la presidencia, a las armas, a los reconoci­mientos, a las decisiones históricas. Parece un hombre, hasta sus últimos años de vida, tomado por el deseo de ser decisivo en el destino venezolano. ¿Era un ególatra, un patriota, un hombre con mentalidad de caudillo, alguien empujado por su liderazgo?

—Todo lo anterior, pero su egolatría no alcanzó los niveles exagerados que conocimos en el siglo XXI y que se retroalimentó con la aparentemente infinita chequera petrolera. Páez le tenía miedo a la ignorancia, quizás esa fue el motivo para que hasta el último día  intentara mejorar sus educación, sus conocimientos. Decía, como Vargas, que es un error pernicioso creer que la ignorancia hace a los hombres obedientes y apacibles; al contrario, los hace inhumanos y más violentos. Para que todos tuvieran la oportunidad de leer y aprender, Páez decretó, el 13 de julio de 1833, la formación de la biblioteca nacional y fueron destinados 12.000 pesos para la compra de libros sobre legislación, derecho público, economía política y demás ciencias del gobierno. Además, pese a las limitaciones presupues­tarias les subió el sueldo a los maestros a 670 pesos anuales. Un buen comienzo.

—¿Es posible hacer una evaluación del modo en que Monagas despoja a Páez de todo y lo expulsa del país? ¿Temía Monagas a Páez? ¿Todavía en 1850 era un hombre peligroso?

—Miedo, mucho miedo. José Tadeo y José Gregorio Monagas estaban más interesados en el Tesoro Público que en la institucionalización. José Tadeo estableció por ley (no de facto, como ahora) que todos los empleados públicos debían ser afectos al gobierno. Quienes no lo eran perdían el cargo y eran sometidos a juicio. También supo mantener contento a Ezequiel Zamora. Lo colmó de ascensos y de puestos importantes y en diez años la oligarquía no le causó horror ni se le encapotó el cielo. José Tadeo tiene dos historias y no se sabe cuál es la verdadera. Su vida fue un rosario de alevosías y de trucos. Hijo de un jefe de bandoleros, apenas aprendió a leer y a escribir, y medianamente a sumar y restar. En 1810 capitaneaba una banda de malhechores y cuando le llegaron los primeros ecos de la guerra de Independencia alistó su caballo y empuñó una lanza. Encontró impunidad en las filas de la revolución. En la Guerra a Muerte, la ferocidad era una virtud y no se prescindió de nada ni de nadie.

—¿Qué imagen de sí mismo proyecta Páez en su autobiografía? ¿Un héroe? ¿Una víctima? ¿Un incomprendido?

—Ninguna de las anteriores. Un venezolano preocupado por dar su versión después de haber sido engañado, difamado y traicionado, que aceptó que lo despojaran de sus bienes y sueldos, pero no de su dignidad. A contravía de otros jefes de Estado, asumió sus errores y responsabilidades.

­­­­­­_____________________________________________________­­­______

Ramón Hernández G. (1949) es autor de Teodoro Petkoff, viaje al fondo de sí mismo (1982); El país como oficio, entrevistas (1982); Cristóbal Colón, entrevista imaginaria (1992); Páez, entrevista imaginaria (1993); Carlos Andrés Pérez, memorias proscritas (con Roberto Giusti, 2005); El asedio inútil, conversación con Germán Carrera Damas (2009); Contra el olvido, conversación con Simón Alberto Consalvi (2010); Revelaciones de Luis Tascón, el chavismo por dentro (2007); El suicidio de la izquierda, conversación con Domingo Alberto Rangel (2009); Aló, ciudadano. Leopoldo Castillo, un periodista a su manera (2015); y la novela El cielo por asalto.


El periodismo independiente necesita del apoyo de sus lectores para continuar y garantizar que las noticias incómodas que no quieren que leas, sigan estando a tu alcance. ¡Hoy, con tu apoyo, seguiremos trabajando arduamente por un periodismo libre de censuras!